Una vecina volvió de viaje y nos habló de la plaza de San Marcos de Venecia: “Muy bonita, pero como la plaza de Guipúzcoa no hay nada”. Hace muchos años llegué en bici a Grindelwald, en los Alpes berneses, al mismo tiempo que aparcaba un autobús de la Fundación Sabino Arana. Se bajó un grupo de señoras y señores entusiastas, que admiraron la cara norte del Eiger, una pared caliza de tres mil metros verticales, rodeada por glaciares. Y uno de ellos dijo: “Qué maravilla, Suiza. ¡Después de Euskadi, lo más bonito!”.
Está bien, si no digo que no. Pero viajar —y escribir— podría servir también para apreciar otras cosas. El etnólogo francés Paul-Émile Victor llegó a un poblado de Groenlandia en 1934, y la primera impresión, la que recordaría toda la vida, fue la del olor: el tufo de la grasa de foca con la que los inuit frotaban sus kayaks y sus ropas. “De este hedor no decían nada los libros de etnología”, escribió Victor. Este podría ser un buen propósito: contar lo que es evidente y lo que nadie, por diversas razones, ha escrito.
Cuando iba a volver a casa, después de dos años entre los inuit, Victor regaló sus botas a un vecino. Y le sorprendió que no se lo agradeciera con el saludo tradicional, frotando la nariz contra la suya: “Es que hueles fatal”, le dijo el vecino, “apestas a hombre blanco”. Ese sería el mejor propósito, también el más difícil y el más valioso: al contar las historias y los olores de otros, descubrir a qué olemos nosotros.
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