La opera prima de Bárbara Sánchez cuenta la historia de un grupo de vecinas que se unen para crear un pódcast, con el objetivo de apoyarse y compartir sus vivencias. Una novela que aborda las dificultades que afronta a diario la mujer contemporánea, con no pocas dosis de humor.
En este making of Bárbara Sánchez desvela los orígenes de Todas las ventanas (Plaza & Janés).
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La Nochebuena de 2019 fue la primera que pasé con la familia de mi madre. Las veintinueve anteriores me había tocado cenar con los ocho hermanos de mi padre, que por algún motivo nunca consiguen reunirse al completo y que sirven la sopa de marisco en el mismo plato hondo en el que antes te han puesto la ensaladilla.
Si hubiera querido hablar, tampoco habría podido. Enseguida quedó claro que aquella noche la conversación iba a ser de mujeres. Es decir, un cotorreo constante sobre lo cortas que llevaba las faldas mi tía Ana de joven, el frío que hacía en La Virgen del Camino cuando ellas tres eran niñas y lo mucho que le jodió a mi abuelo que aquella fuera una casa en la que sus hijas y mi abuela siempre le ganaron en número, inteligencia y buen humor.
Por primera vez me di cuenta del jolgorio que caracteriza las conversaciones entre mujeres. Sobre todo cuando se mezclan en grupos de distintas edades y cuando ningún hombre consigue meter baza (o mejor, cuando no hay ningún hombre alrededor). No es una cuestión de excluir, sino de reconocer una forma de hablar y de contarse las unas a las otras, con alegría y con sorna, que ha sido injustamente tachada de superficial y vacía.
Lo único que tenía claro al empezar a escribir Todas las ventanas es que quería un libro de mujeres hablando. Igual que escuché hablar a mi madre y a sus hermanas en esa Nochebuena de 2019. Igual que hablan las mujeres de Entre visillos, hartas de la vida de provincias, y también las que chismean sobre sus vecinas y conocidas en las novelas de Manuel Puig. Quería escribir desde el tópico de las mujeres charlatanas, chismosas, cotorras, cotillas y porteras. A las que se acusa de hablar mucho pero nunca decir nada, aunque creo que esto depende más del que escucha que de la que habla. Quizás estas mujeres sí que digan algo, quizás estén diciendo cosas importantes.
Me cuesta resumir la novela en una sola frase que explique de qué trata, porque creo que es de esas historias en las que no pasa nada en concreto. Pero si en una novela tiene necesariamente que pasar algo, en esta lo que pasa es que hay seis mujeres que viven en un mismo edificio y que esperan cosas: el regreso de un novio que se ha ido a otro país, el perdón de una hija e incluso la propia muerte. Su forma de entretenerse, y también de enfrentar la espera, es hablando entre ellas.
A pesar de mis esfuerzos, creo que no llega a ser una novela coral. Hay una protagonista, Amelia, sobre la que se enfoca la narración y que va incorporando a su propio desarrollo lo que escucha en boca de las demás vecinas. Por ese motivo decidí desdoblar el texto en dos planos: el principal, con un narrador en tercera persona que cuenta la historia de Amelia casi como si la estuviera escuchando al otro lado del tabique; y un plano secundario, de fragmentos intercalados de puro diálogo entre las vecinas, que en un momento dado deciden organizar una tertulia de radio en la azotea del edificio. En estas partes habladas, casi sin acotaciones, cada una de ellas va narrando en primera persona su propia espera. Sus voces a veces se acompañan y otras se contradicen, pero he intentado que entre todas construyan un relato conjunto sobre el espacio excesivo que, todavía hoy, el amor de pareja ocupa en la vida de muchas mujeres.
Mientras escribía la novela, me topé con dos libros que acabé leyendo y subrayando de cabo a rabo. El primero se titula Cómo hablan las mujeres, de la filóloga Pilar García Mouton, que hace una aproximación teórica al comportamiento lingüístico de las mujeres. Aborda el tópico como algo que a un mismo tiempo describe y prescribe la realidad, con toda la complejidad que eso supone, y explica cómo las conversaciones entre mujeres se suelen construir como algo horizontal y cooperativo, donde las participantes se interrumpen a menudo, aunque no para apoderarse del turno de palabra, sino para completarse el discurso las unas a las otras.
El segundo libro que vino a mi rescate es Desde la ventana, una colección de ensayos en los que Carmen Martín Gaite intenta averiguar si existe una forma de escribir propia de las mujeres. Lo encontré por azar haciendo búsquedas en Google, a pesar de que Google ya apenas sirve para encontrar información útil. Me imagino a Carmiña optimizando el SEO de sus títulos para que, unos cuantos años después, y como caído del cielo de las chicas raras, a mí me apareciera en la página de resultados este libro que me regaló justo lo que necesitaba: la palabra ventanera, preciosa y en desuso, y la imagen de una mujer que se asoma al balcón para ensanchar su mundo y para mirar sin ser vista.
Mis seis mujeres, charlatanas y chismosas, pasaron entonces a ser mujeres ventaneras. De las que en el refranero y en la literatura clásica española se ha dicho que eran vanas e indignas de matrimonio, livianas, chocarreras y desperdiciadas, pero que a pesar de todo no se callan ni debajo del agua.
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Autora: Bárbara Sánchez. Título: Todas las ventanas. Editorial: Plaza & Janés. Venta: Todos tus libros.
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