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Max Porter: «La imposibilidad de compasión nos lleva a la catástrofe»

Max Porter: «La imposibilidad de compasión nos lleva a la catástrofe»

Foto de portada: Francesca Jones

Max apunta palabras en su bloc de notas: rabia, tristeza, violencia, machacar, golpe, abrazar, fantasmal, lloros, gritos… Max dibuja en esas hojas. Con esas figuras y esos sustantivos, verbos y adjetivos forma frases: «La noche es inmensa y duele», «¿No te agota, a veces, ser tú mismo?». De esa Moleskine se escapa la poesía que empapa su prosa: «Como alguien a quien está devorando / el animal en su interior». De la última libreta salió Shy, un muchacho de trece años cargado con una «mochila de piedras y una bolsa de lamentos» que escucha música jungle —estamos a mediados de los años 90— a todo volumen en su Walkman. No sabe qué hacer con su vida, cómo gestionar esa carga, sólo piensa en escapar, de su casa, del reformatorio, quizá únicamente necesite un abrazo para dejar de huir. Después de los éxitos obtenidos con El duelo es esa cosa con alas (2023) y Lanny (2020), Max Porter publica Shy (Random House), un texto, como dice Mariana Enriquez, «Simplemente hermoso».

Hablamos con Max Porter de arrastrar culpas, acerca de la posibilidad de encontrar la ternura, sobre la adaptación al cine de la novela que ha hecho con su amigo Cillian Murphy y de la necesidad que tenemos todos de redención.

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—No sé si Shy es así porque está muy rabioso o porque está muy triste; o quizás las dos cosas a la vez.

—Ambas cosas. Yo lo que quería era meterme dentro de su mente. El cerebro de Shy es como el de cualquier adolescente de cualquier lugar del mundo: un paisaje donde hay rabia y tristeza, ternura y apocalipsis; un territorio impredecible. Intenté clavar esa impredecibilidad en el propio lenguaje.

—Ante su incapacidad para mostrar su sensibilidad, este joven reacciona con violencia.

—Sí, como le sucede a la mayoría de los hombres. Cuando hablamos de la violencia masculina, tanto simbólica como real, lo hacemos de la incapacidad de encontrar una caja de herramientas para gestionar esos sentimientos. Al final, la respuesta es un puñetazo. Esto es algo que ocurre a un nivel particular, y también en una esfera más compleja, como ocurre en una dictadura. Son los mismos patrones: la incapacidad de gestionar la madurez se convierte en un espasmo.

—En la época en la que se desarrolla la acción, a mediados de los 90, el primer ministro de Reino Unido era John Major. He leído una frase de este político que sirve para entender su novela: “La sociedad necesita condenar un poco más y comprender un poco menos”.

"Todo sistema debe pensar en el otro, en los pobres, en las personas con dificultades"

—Esa frase asusta. Me parece que es un diagnóstico bastante espantoso. Una de las crisis políticas de las que se habla en el libro es precisamente del fracaso, de la incapacidad del Estado para sentir empatía más allá de la que tiene con las élites. Es como si dijeran: «Estos que se drogan: fuera. Enciérralos y lanza la llave al mar». Todo sistema debe pensar en el otro, en los pobres, en las personas con dificultades. La imposibilidad de compasión, combinada con los principios básicos de la masculinidad tóxica, nos lleva a una situación catastrófica. Todas las cosas terribles: la misoginia, el antiintelectualismo, el racismo, la xenofobia… tienen que ver con la incapacidad del sistema por comprender al otro. Con esa mirada nos llenamos de intolerancia y prejuicios. Después de Major, lo que hemos vivido durante muchos años en este país es una ceguera moral. No soy analista político, pero quería escribir de esos «buenos» de la historia, de aquellos que se preocupan, de los profesores, los que sostienen realmente a nuestra sociedad, mientras nuestros políticos, de manera literal, lo que hacen es fracturar y dividir.

—En la novela los nombres son importantes. Lo es el del protagonista, Shy (tímido, retraído), y también el del reformatorio en el que es internado, «Última Oportunidad».

—No puedo evitarlo. (Ríe) Siempre caigo como en un escenario de fábula en todos mis libros. Los lectores son gente sofisticada y yo estoy preparándoles un juego con la historia, con los motivos estilísticos, y también me parece divertido jugar con los nombres. Entonces cuando me pongo a escribir me parece una buena idea llamar a ese reformatorio «Última Oportunidad». Con esos apodos llegamos más rápido al significado de las cosas. Esto tiene que ver con el modernismo teatral de la posguerra en Europa, con el teatro del absurdo.

Foto: Betty Bhandari

—Hay una escena en el libro importante —cuando Toby, el hijo de unos amigos de sus padres, se va a quedar a dormir en casa de Shy, pero acaba marchándose porque tiene miedo de él— que nos sirve para entender la situación familiar del protagonista y también para saber de dónde viene ese sentimiento de culpa que arrastra.

—La culpa es una de las tormentas más contundentes que Shy tiene en su cerebro. Es esa idea de que «no me estoy comportando como la gente espera, como se supone que debería hacerlo». Puse esta escena en el libro porque el lector va a comprender mejor el presente violento de Shy si conoce su pasado más vulnerable. Al mismo tiempo, no quería crear la línea causa-efecto de ciertas novelas; no creo en ese tipo de literatura. Ese desgarro que se produce en momentos puntuales de la vida establece las bases de muchas cosas que ocurren luego en la vida. Es una cosa ordinaria y trágica, y trágica y ordinaria a la vez. El libro funciona cuando entiendes cómo pasas de esa violencia, de esa rabia, a esa tristeza. Esa culpa es un andamiaje de nuestra vida. Y la infancia en ese sentido es clave. Como en esa escena que mencionabas.

—En toda la novela hay un sedimento poético. Es un género en el que usted no ha publicado, pero que está siempre ahí, rozando su prosa.

"El poema está ahí. Empiezo con alguna línea, después hago un dibujo y al final eso se convierte en prosa"

—En el Reino Unido los poetas son como una organización mafiosa. Como diga algo que no les gusta, van a venir a buscarme. (Risas) Yo necesito la poesía en mi vida. Leo constantemente poesía: en el baño, antes de irme a la cama, es una rutina, mi espacio de seguridad. Pero no quiero hacer poesía. Yo nunca he estudiado literatura, nunca he estudiado poesía, así que me lo quedo en mi espacio libre, es como mi zona de juegos. No conozco las reglas de la poesía. Leo poesía de una forma anárquica. No quiero formar parte de ninguna escuela, de ningún grupo. Necesito libertad. Creo que escribo de una forma poética, pero no escribo poemas. Todo comienza en las notas de mi cuaderno. (Me enseña su Moleskine llena de palabras sueltas, dibujos, versos, anotaciones…) El poema está ahí. Empiezo con alguna línea, después hago un dibujo y al final eso se convierte en prosa. La poesía es una parte importante de todo el proceso, pero en última instancia, si el producto final es poesía o fábula o ensayo, a mí me da un poco igual.

—No sé si se lo habrán dicho antes, pero cuando empecé a leer la historia de Shy me vino a la cabeza La soledad del corredor de fondo. Es como si a esa edad sólo pensáramos en la huida como solución a los problemas.

La soledad del corredor de fondo es un libro hermoso. En Reino Unido nadie lo ha mencionado, pero es algo que sí me ocurrió en Francia. Los ingleses tienen una relación extraña con Alan Sillitoe; no lo aprecian como deberían. Cuando pienso en el nivel metafórico de la huida me viene a la cabeza si Shy se va a quitar la vida. Pero, en realidad, eso es irrelevante en la propuesta de la novela, porque realmente es como si lo hiciera; él es un fantasma. El juego en mi libro no es entre la vida y la muerte, no se trata de sobrevivir o no, sino de cómo sería la reverberación de su propia vida para los demás. Shy se pregunta qué ocurre con el ruido que él hace en el contexto sinfónico de la vida del resto de las personas. Eso está cerca del libro de Sillitoe. Dentro de la metáfora de ese chaval que huye, tienes también la del que aprende a quedarse. Por cierto, conocí a la esposa de Alan Sillitoe. Es una mujer extraordinaria. Vive en Notting Hill, y a veces voy allí y nos tomamos un café. Hablamos de su vida. Conocieron a Sylvia Plath y a otros grandes escritores.

—Leo en el libro: «Para ser un chico tan listo estás empeñado a descarrilar». Es como si el destino de ciertas personas estuviera escrito y no se pudiera cambiar.

"Creo que es importante escucharles y abrazarles cuando se rompen, más que buscar una respuesta contra presuntos delincuentes"

—El personaje de Shy se sabotea constantemente, se flagela, salta de su propio tren en marcha. Pero eso le hace más honesto y sofisticado emocionalmente que la mayoría de los adultos de su entorno. Si pensamos en cualquier político… Voy a poner un ejemplo terrible, Boris Johnson. (Reímos) Él también descarrila su locomotora, pero se niega a reconocerlo. Miente, miente, miente… Miente más que habla. Su ego es tan descomunal que no llega a conocerse, se ha convertido en una caricatura, es puro artificio. Se trata de la ausencia total de cohesión moral. Mientras, Shy intenta, prueba, hace frente a las limitaciones de la violencia en su entorno, aunque en el camino esté destruyendo a la familia. Todo eso le convierte en un personaje sofisticado. Cuando está en el reformatorio, en Última Oportunidad, él escucha y comprende a los otros chicos. Tiene las herramientas del terapeuta en su interior. Shy tiene un amor que viene de la rotura, de la desgracia, de la infelicidad. Todo es preferible al engaño constante del político. Shy tiene que gritar dentro de su jaula. Cuando escribí la novela tenía empatía con la madre del protagonista y con sus profesores, pero el amor que siento hacia Shy es el motor de la obra. Quería buscar la manera de salir de ese diagnóstico de estos jóvenes, de esa respuesta de darles medicamentos y encerrarlos en un sistema. Creo que es importante escucharles y abrazarlos cuando se rompen, más que buscar una respuesta contra presuntos delincuentes. Yo enseño en cárceles y veo esa situación espantosa. Nos ocurre con los inmigrantes que vienen en pateras; no tenemos la capacidad para comprender que nosotros somos ellos. La otredad. Unos seis meses después de publicar la novela, me di cuenta de que todos somos Shy, y yo quiero gritar contra esa gente que tiene el poder en nuestra sociedad y quiere echar a estos chicos fuera de ella. No hay un lenguaje para definir este Estado abyecto.

—Nos ponemos los Walkman, como Shy. La novela es como una canción de drum’n’bass, la música que le vuelve loco al protagonista. Hay una potente línea de bajo y de repente todo se acelera con esos largos párrafos con poca puntuación. 

—La música es una parte muy importante de mi vida, y todos mis libros tienen música. Espero que también haya musicalidad en la manera que tengo de escribir, en la línea de lo que decías antes de la poesía. Estuve escuchando la música preferida de Shy durante todo el proceso de escritura. Esas bases y esos tempos acababan relacionándose con el protagonista, con esos chicos de Última Oportunidad y conmigo mismo, como diferentes capas de una partitura musical. Eso es algo quizás invisible para muchos lectores, pero a mí me encantan esos juegos que hago con el lenguaje. En el caso de Shy, la infelicidad está conectada con momentos de alegría: estar llorando y a la vez sentir la belleza; es el éxtasis del duelo. Y ahí está la música. Él es muy infeliz y necesita algo que le haga sentir diferente, esos sonidos del drum’n’bass.

—Los ritmos de la música electrónica están muy definidos, son casi matemáticos. Quizás ese sea el motivo de la atracción de Shy por este tipo de música: poner orden en su caos interno.

"El cerebro en la adolescencia se está como recableando y le faltan cosas. La música se convierte en una revelación"

—Sí. Tienes razón. El cerebro adolescente se reorganiza porque hay cosas que le faltan. Según la neurociencia le faltan paciencia, orden cronológico, empatía… cosas que para los adultos son muy importantes. Pero el cerebro en esa época de tu vida se está como recableando y le faltan cosas. La música se convierte en una revelación, tiene más sentido que las frases de los adultos. El drum’n’bass tiene un sentido para Shy, ordena su cosmos y le produce confiabilidad a alguien que no puede confiar en nadie de los que le rodean.

—Termino con la set list musical. A cada página de la novela me entraba una gran congoja —me pasaba lo mismo que comenta PJ Harvey en la contraportada de su novela—: un chico pide ayuda, y nadie parece escucharle. Me acordé entonces de una canción fabulosa, «Geraldine», de Glasvegas. La primera vez que la oí, en un pub en Edimburgo, pensaba que era una canción de amor de pareja. Luego descubrí que era la conversación entre una persona que está al límite y su asistente social: «Cuando estás perdido en el lugar más profundo y oscuro, yo seré el ángel en tu hombro». Todos necesitamos una Geraldine en nuestras vidas, sobre todo cuando somos adolescentes. De hecho, el final de la obra confirma la idea de la posibilidad de redención.

—No conozco la canción, voy a buscarla. (Apunta el título en la libreta que me ha enseñado antes) Siempre tengo esa tendencia a acabar mis libros con la redención. Supongo que es algo que obedece a motivos emocionales y también políticos. Soy consciente de que el mundo es difícil y deprimente, por eso pienso que tengo la responsabilidad de hacer algo más que simplemente escribir un libro. Se trata de hacer pensar a la gente después de haber terminado la novela; huir de un final artificial. Me parece importante que el lector se pregunte sobre lo que pasa después. Ahora mismo, estoy escribiendo sobre Gaza y es algo de lo que me resulta difícil hablar, pero si dejamos de contar historias, estamos muertos. Con Shy tenía la sensación de que algo había ido muy mal con el contrato del cuidado social y con la masculinidad. No sabía si debía haber un final redentor. En el Reino Unido hubo muchos periodistas que dijeron que el final era sentimental, como un concepto que significa exceso de ternura. No hay escapismo. Yo no digo «esto es muy difícil, ven aquí, que te doy un abrazo», sino que precisamente porque es difícil, empecemos con un abrazo, una proximidad entre tú, un chaval delincuente, y yo, un profesor mal pagado. Ese abrazo es muy importante, no desde una perspectiva sentimental, sino todo lo contrario. De hecho, creo que no es sentimental para nada; como diría Shy: «Esto es brutal. Esto es raro, muy raro».

Max Porte junto a los actores de la película Steve, Cillian Murphy y Jay Lycurgo

—Netflix va a adaptar Shy, pero la serie se va a llamar Steve —el nombre del director del reformatorio—. ¿Por qué?

—Cuando Cillian Murphy y yo decidimos hacer una nueva película —porque habíamos hecho algunos proyectos juntos— estuvimos pensando en distintas ideas. Queríamos escribir algo sobre el sistema de atención social, y pensamos en llevar la vida de Shy al cine, pero haciéndola girar sobre su eje, que en este caso es Steve, el director de Última Oportunidad, el planeta central en el sistema solar de este adolescente. Para mí ha sido una experiencia increíble llevar mi novela a otro plano. Pensaba que iba a ser muy complicado, pero el resultado me ha encantado.

—Terminamos. ¿Cuál es su próximo proyecto de escritura?

—¡Uf! (Suspira) Ahora mismo soy jurado del International Booker; estoy leyendo un libro al día, tengo mi cerebro completamente destruido. (Risas) Además, como comentaba antes, estoy escribiendo sobre Palestina. Está siendo muy difícil para mí concentrarme con todo lo que está ocurriendo. Estamos en un nuevo mundo. Lo que ha ocurrido este último año nos está llevando a otro lugar. Por ese motivo me pregunto qué escribir. Pero bueno… estoy haciendo más cosas, con músicos, con artistas, con dramaturgos. Tengo una residencia en Londres que es una especie de festival literario para intentar que los festivales literarios sean diferentes. Acabo de volver a casa, y estar con mis hijos es algo que me sienta muy bien.

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