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Crónicas de la Rolling Thunder: Bob Dylan como fuerza de la naturaleza

Crónicas de la Rolling Thunder: Bob Dylan como fuerza de la naturaleza

Todo es cuestión de eso. De un golpe o una sacudida. De un efecto similar al que provoca un trueno, y su correspondiente relámpago, cuando estalla. Cuando atraviesa el firmamento y su presencia apenas dura unos segundos. No es ni siquiera duradero. Es más bien un parpadeo de naturaleza misteriosa. Un visto y no visto, que a veces te lleva a pensar si realmente pasó o si acaso sólo ha sido producto de tu imaginación. De tu ensoñación o alucinación. Primero el resplandor, después el fragor, como si el aviso lumínico no fuese más que una anticipación del espectáculo que estás a punto de contemplar. Una luz intermitente, pero luz al fin y al cabo que se filtra en la oscuridad; que es capaz de atenuar, incluso de sanar, la falta de vista y sentido que en ocasiones invade al espíritu. Restituir la vista a la ceguera que se padezca, sea ésta física o mental. Un instante que no hace sino resucitarte, reactivarte; devolverte a la vida, hacerte sentir vivo, aunque sólo sea momentáneamente. Aunque después, una vez pasada la tormenta, todo vuelva a su cauce, a su estado natural. Sin embargo, sucede que hay tempestades cuyas consecuencias no desaparecen fácilmente, sino que desencadenan un cambio demasiado profundo, demasiado hondo en el carácter, en la experiencia, en la vida, que impide volver a como se era antes, o a quien se suponía que éramos antes. Y aun así, pase lo que pase, sean cuales sean los efectos, las transformaciones o los retoques internos, lo importante es haberlo vivido. Haber sido partícipe o, sencillamente, testigo, como lo fue Sam Shepard cuando recibió la llamada de un inquieto Bob Dylan, que planeaba una gira secreta. Secreta porque no quería pregonarlo a los cuatro vientos, sino ir organizándola sobre la marcha. Más o menos tenía constancia del itinerario —Dylan, digo—, de la ruta que tenía pensado seguir por el nordeste de los Estados Unidos. Claro que de esto Shepard no tenía la menor idea. Acababa de mudarse a California, a un rancho con caballos, con cajas llenas de libros, de música, de recuerdos de otra vida. Lo bueno de Dylan es que nunca se le ve venir. No se sabe cuándo va a aparecer. Es como ese trueno que irrumpe de repente sin previo aviso. Shepard ni siquiera lo conocía cuando recibió una llamada suya, y así lo recoge en Rolling Thunder: Con Bob Dylan en la carretera (Ed. Anagrama): «Así funciona esto, ¿verdad? Dylan te llama y tú lo dejas todo. Como el canto de las sirenas, o algo así. Todo el mundo deja la cosecha a medio recoger y sale zumbando hacia a algún lugar del nordeste».

"Dylan necesitaba un escritor, un guionista para su aventura"

En realidad Shepard sólo tenía que coger un tren o un avión —optó por el tren— lo más pronto posible para atravesar varios estados, plantarse en Nueva York y, desde ahí, unirse a Dylan y al resto de la banda que le acompañaba. Y todo para ser una especie de antiguo escriba reencarnado: los ojos que ven lo que otros ni atisban, la pluma que escribe lo que otros apenas perciben. Dylan necesitaba un escritor, un guionista para su aventura, para la idea que concebía como una película a mitad de camino entre Los niños del paraíso, de Marcel Carné, y Tirad sobre el pianista, de Truffaut, aunque, conociéndole, más bien se trataba de una especie de experimento en vivo y riguroso directo. Filmar in situ el instante de una erupción volcánica, los conciertos en teatros pequeños, ubicados en pueblos alejados del bullicio urbano, situados en lo que el gobierno de entonces denominaba «áreas deprimidas», los viajes en carretera y sus paradas correspondientes, los hoteles, los ensayos, las conversaciones o situaciones íntimas que se produjeran, que surgieran inesperadamente, y sin duda Shepard era el más indicado a la hora de idear la estructura de un guión, de una narración lineal y cronológica que, se suponía, iba a tener la acción. Sin embargo, con alguien como Bob Dylan, propenso a padecer arranques de creatividad, imaginación e inspiración improvisados, emergidos de lo más profundo de su ser, en contacto directo con las musas que le susurraban a él, siempre despierto, siempre abierto mientras los demás dormían o divagaban, lo lineal, lo constante, lo derecho se intuye improbable, pues Dylan lo último que hace es seguir un guión. Nunca lo ha hecho ni ha sido defensor de hacer lo marcado o pautado, lo estipulado o decidido previamente. El cantante, galardonado con el Nobel de Literatura en 2016, toma impulso del pasado, vaticina el futuro y lo congrega todo en un presente glorioso y culminante. Ése es su estilo y, también, su filosofía.

Convivir con él, observarle de cerca, analizarle como un misterio —caso sin resolver, aún vivo y en marcha—, es lo que acabó haciendo Shepard, quien pronto se dio cuenta, una vez inmerso en el viaje, en el movimiento hacia adelante, en el vaivén de la invención y la persistente sobredosis de energía ocasional que les invadía a los protagonistas, que ninguna idea de guión podría llevarse a cabo estando rodeado de genios y artistas; de creadores, músicos y poetas como Joan Baez, T-Bone Burnett, Ramblin’ Jack Elliot, Joni Mitchell, Scarlet Rivera, Bob Neuwirth, Allen Ginsberg, Roger McGuinn, Ronee Blakley o David Mansfield, quienes, aun formando una banda junto a Dylan, individualmente generaban una banda en sí misma. Demasiada información como para recogerla, desgranarla o comprenderla. Y a Sam Shepard, actor reconocido, dramaturgo consolidado, escritor incipiente, sólo le bastó un par de jornadas para dar buena cuenta de ello. Intuía lo que le esperaría durante las próximas seis semanas de otoño de 1975 que, en teoría, iba a durar la gira por Nueva Inglaterra (Rhode Island, Connecticut, Massachusetts, Vermont, New Hampshire y Maine), bautizada por Dylan como la “Rolling Thunder” (“el trueno rodante” o “el trueno que rueda” si lo prefieren), la “Rolling Thunder Revue”. Y lo cierto es que parecía algo sencillo. No requería un esfuerzo desmesurado. Tomar apuntes, anotar cualquier idea, por muy descabellada que fuera, en consonancia a lo que sucedía a su alrededor, era tarea factible. Pero a veces sucede que la coherencia no tiene cabida en las mentes de quienes viven el día a día como un continuo experimento en el que no se persigue hallar una respuesta o una fórmula correcta, sino el vagar entre el error y el acierto, sin decantarse por ninguno de los dos extremos. El quid está en probar y probar de manera casi aleatoria, a veces sin sentido o sin conexión aparente. Así se lo aclaró Dylan a Shepard en su primer encuentro, cuando el escritor se halló cara a cara con el Trovador del que tanto había oído hablar, a quien conocía solamente por fotografías, y cuyas primeras palabras fueron tan ambiguas como el carácter que le definía: «No tenemos que hacer ninguna conexión. Nada de esto tiene que conectar. En realidad, es mejor si no conecta», dijo Bob —sin levantarse ni estrechar sus manos— tumbado sobre una silla. Como si con ello tratase de prevenir al escritor, dándole a entender que si algo tendría la historia sería fragmentación, una serie de actos que cuanto más dispares y bizarros, mejor.

"Sam estaba enganchado, embrujado; era un cautivo al servicio del misticismo sobrenatural que originaba Bob Dylan y su Rolling Thunder"

Aun ignorando lo que pasaba por la mente hechizada —en permanente ebullición— del cantante, Shepard supo aprovecharse de aquel planteamiento un tanto abstracto, y ya en la introducción del libro prepara al lector, advirtiéndole de que en realidad la unidad y la auténtica conexión que poseen estas crónicas reside en su desmembración, concebida al servicio, no del arte, como asegura, sino de una «memoria fragmentada», donde lo único que se mantiene intacto es la visión en primera persona de Shepard. Él, como narrador, encarna el juicio y la razón —o se fuerza a hacerlo— frente al delirio que en ocasiones parece irse de las manos del resto, corrompiéndolos a todos, exprimiéndolos hasta desgastarlos, tentándolos hasta el límite de sus capacidades físicas, espirituales y mentales. «Mi falta de interés me mata. ¿Por qué no me lanzo con ellos a oír toda esa música estupenda? Ya la he oído. Pero no es eso. Es no tener un qué. Ser un parásito entre bastidores», reconoce abatido cuando la banda llega a Connecticut, sabedor de que su salvavidas es la escritura, pues es su único «medio para seguir cuerdo. Pero no lo estoy. Detrás de todo esto me estoy derrumbando. Mi cuerpo tiembla (…)». Y por eso siente la necesidad de evadirse, de alejarse lo máximo posible, bien andando o bien subido a lomos de un gran Ford Granada —que toma prestado de un pedante periodista de la Rolling Stone, un tal Sloman, que se pegó al grupo como una alimaña y cuya máxima obsesión era perseguir a Dylan allá donde fuera—, conduciendo hacia ninguna parte por las carreteras secundarias y muertas de Vermont, introduciéndose en caminos sin salida aparente o en desorientados bosques que le aconsejan dar media vuelta: «Es una extraña sensación encontrarte zumbando a través de un pueblo de Vermont, en un coche alquilado (…) y sin ningún destino preciso en mente. Sólo la idea de que ahora mismo podrías dirigirte a cualquier sitio», afirma, y después se pregunta: “¿Por qué me siento como si huyese? Todo va perfectamente. No me muero de hambre. Nadie me está agobiando. ¿Qué sucede?”. Sam es consciente de que no tiene escapatoria, por mucho empeño que le ponga: «Poco a poco ese impulso de rebeldía empieza a abandonarme y el Granada se para frente a un huerto de cerezos. (…) “Muy bien, ya te has escapado. ¿Y ahora qué?”. Sigo sin tener la respuesta», concluye. Porque llega un punto en el que, por muy nómada o trotamundos que se sea, la fanfarria, el arranque y la huida se tornan desazón y pesadilla. Falta de oxígeno. Y, en consecuencia, el impulso demanda una presta retirada, o ir en sentido contrario al arrebato menos razonado y más inmediato. En su fuero interno, Shepard, a pesar de extrañar a su mujer, a su rancho, a su soleada y cálida California, sabía que debía dar media vuelta y regresar con los demás. En parte, por la existencia de una fuerza mayor originada por la mística del Mago-Dylan, cuya máscara estaba hecha a base de tinta blanca, que expande su poder hasta los confines del mundo visible y del invisible, haciendo y deshaciendo a su antojo sin dejar de componer. Sin dejar que el poder de atracción pierda su magnetismo. Sam estaba enganchado, embrujado; era un cautivo al servicio del misticismo sobrenatural que originaba Bob Dylan y su Rolling Thunder. Y de ese modo lo refleja el actor cada vez que tiene el privilegio de ver en vivo la magia de Dylan, la capacidad transformadora y liberadora de cualquier atmósfera, o ambiente oprimido y cargado; de alterar, para bien, el estado de ánimo.

"A medida que fueron sucediendo las jornadas y los conciertos, Shepard observaba que pocas veces anunciaban los demás la aparición de Dylan sobre el escenario"

A medida que fueron sucediendo las jornadas y los conciertos, Shepard observaba que pocas veces anunciaban los demás la aparición de Dylan sobre el escenario, pues tampoco gustaba de predisponer a los espectadores. Prefería mantener el suspense, llevar a cabo trucos para despistar al público, bien con el telón bajado y un juego de luces y sombras que pronostica una inminente tormenta; el agua vaporizada mezclada con glicerol haciendo de las suyas, como nubes bajas suspendidas en una superficie indefinida, y su voz sonando desde alguna parte del auditorio, imposible de determinar y situar el origen de la misma, como si fuera el canto iniciático de un viejo chamán, o de un mensajero de otro mundo que convoca a los espíritus ancestros para cumplir con su cometido, con su ritual, y obrar el milagro místico del trueno y la tormenta. Y una vez ejecutado, todos caían conmovidos y subyugados a su encanto, a su medicina y energía espiritual; a su trance, a su fiebre, latido y presente. A ese esplendor fulgurante. Las masas se revolvían, se agitaban, alzaban las manos y danzaban al unísono del, como expresó T-Bone Burnett, «Homero de nuestro tiempo», hacedor de un nuevo lenguaje rítmico, poético y musical; confabulador de una nueva y desconocida forma de cantar, de narrar, de expresar. Y puede que el gitano nacido en Minnesota, que tuvo a bien marcharse del hogar para buscar su verdadero lugar: «Nací muy lejos de donde, se supone, debo estar, y por eso estoy en mi camino de regreso a casa», declaró en el documental Bob Dylan – No Direction Home: A Martin Scorsese Picture, considerado como la última Odisea del rock & roll, como si estuviese destinado a ello, a cambiar las reglas del juego. A tener a un Ginsberg como maestro con quien inspirarse y seguir los pasos de Kerouac; a una Joan Baez como compañera y amante con quien dibujar física y vocalmente el Todo, la Unidad; a un T-Bone a quien darle una razón para vivir; a una Scarlett con su violín y a un David Mansfield con su teclado con quienes elevar el rito armónico; o a un Ramblin’ Jack, Bob Neuwirth y Roger McGuinn con quienes, junto al resto de miembros, formar la única banda norteamericana, llamada Rolling Thunder, que era capaz de transmutar cualquier espacio adecuándolo a una especie de paraíso terrenal; de Nirvana accesible y disponible a todo viandante o peregrino que lo necesitara, que decidiera traspasar la puerta del local donde tocaban, penetrar en una «zona de hipnosis extrema» y sentir una especie de corriente tan electrizante y viva como para detener el tiempo y acariciar un pedazo de cielo, tal y como hacen los truenos.

No tardó Shepard en reparar en el privilegio y don del que estaba dotado Dylan, que en cada actuación, diferente de las anteriores y más diferente aún de las futuras, se le aparecía al escritor como un Zeus, provocador altivo, distante. Un ser extraño, que «fuerza que la pregunta “quién” es él pase a “qué” es él. ¿Qué es este entorno extraño, embrujado, que crea sobre el escenario, en los discos, en el cine, en todo lo que toca? ¿De qué mundo bebe y a qué mundo nos lleva como resultado? Lo tenemos aquí mismo ante nosotros, pero nadie puede tocarlo» escribe Sam, como si el cantante viviese y operase en un mundo paralelo al del resto de humanos; como si sólo él tuviese en sus manos el poder vivificador de hacer descender, al igual que el ser supremo griego, los truenos celestiales a la tierra y contagiar y embriagar y deslumbrar y desatar esa fuerza natural incontrolable, causante de los más espectaculares relámpagos y tormentas eléctricas. Experiencias que no dejan indiferente a nadie. Que cambian el sentido de una vida o de un instante con tal vigor o aliento que nada, en el interior de cada cual, volverá a ser como antes. «Hay alguien “allí fuera” que hace realmente lo que dentro de nosotros pide a gritos que se haga. Algo que de algún modo sabemos que está en nosotros, pero que no somos nosotros quienes lo hacemos. Es un héroe. No es un héroe. No es más que un chico o una chica o alguien. Pero son ellos y no nosotros. Son ellos realizando una actuación que tiene sentido total. Sentimos esa misma actuación en nosotros, pero durmiente. Está agazapada y no desarrollada. [Y él] lo está haciendo funcionar para todos nosotros y lo hace mejor que cualquier otro», argumenta Shepard. Y no cabe duda de que hay personas que hacen tronar y temblar y desperezar los espíritus más impávidos, aquellos adormilados, que sin saberlo, sin ser conscientes, demandan una descarga para reanimarse, para reactivarse. Para, en definitiva, resucitar una parte de sí que estaba moribunda o muerta.

"La finalidad de Shepard con estas crónicas era precisamente esa: traer de vuelta ese atronador sonido provocado e ideado por el agente natural, en parte instigador, llamado Bob Dylan"

No obstante, ahí está la gracia. En verse sorprendido e interpelado por un fenómeno natural, por aquello que es imposible controlar, e instantes que refulgen en nuestras vidas como muestras del azar o tormentas que arrecian sin avisar y que, conviene recordar, operan con total libertad. Como le sucedió a Shepard y a la banda cuando se encontraron con el local de Mama, la gitana conocida por el vecindario de Springfield, Massachusetts, y su salón de los sueños, el vestido de novia y la sincera e improvisada revelación sentimental que protagonizaron Bob y Baez; o con el viejo y músico invidente, que conocía a Dylan por sus canciones y a quien reconoció por su voz en el extremo de una barra de un bar de Waterville, Maine, con el que Bob habló de camisas vaqueras, de ver y oír con otros sentidos que no fueran los físicos, y a quien, subido a la tarima, frente a un puñado de personas desconocidas, Dylan tuvo el detalle de dedicarle una canción. Así funciona la naturaleza —¿o es el engranaje?— que conforman los pequeños detalles o los detalles más reveladores, que se filtran como ecos de un trueno que sonó hace tiempo y cuya estela aún puede contemplarse en el cosmos de nuestros recuerdos.

La finalidad de Shepard con estas crónicas era precisamente esa: traer de vuelta ese atronador sonido provocado e ideado por el agente natural, en parte instigador, llamado Bob Dylan, y transmitir a los lectores el regusto de una serie de experiencias sucedidas a lo largo de Nueva Inglaterra en las que él,  con su atenta mirada y esa narrativa americana tan directa, tan supedita a la acción y al momento presente, transcribió como único testigo o testigo invisible de un prodigio: Bob Dylan, el auténtico trueno rodante que no dejó indiferente a nadie, ni al hombre ni a la naturaleza y dio vida a la célebre Rolling Thunder.

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