Imagen de portada: Corrida de toros en Sepúlveda. José Gutiérrez Solana
Algunos lo adscriben a la Generación del 98. El propio Azorín se deshizo en elogios por su europeísmo. Eugenio Noel se caracterizó por feroces campañas en prensa contra lo que llamaba el «flamenquismo» español. Se anticipó en un siglo a la corriente antitaurina, como demuestra en este contundente artículo. Esta sección es coordinada por Juan Carlos Laviana.
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Algunas líneas que se pueden pasar por alto
En diciembre de 1911, el que escribe estas líneas acabó de estudiar los problemas profundos del flamenquismo español. Convencido de que de todos los problemas ibéricos el más grave era la propensión de la raza a vivir en continua emoción violenta, lo que le restaba la serenidad de espíritu suficiente para abordar la inmensa cuestión de su incultura mental y material atraso, ese hombre humilde, pero enérgico de veras, acometió la labor él solo de llamar la atención de todos sobre esas materias que habían permanecido siempre en una forma brumosa, y como fuera de toda psicología nacional seria, como pintorescas, como poco poderosas para obrar en el carácter y temperamento históricos de nuestra estirpe.
Prometí, al principio de la campaña, emprender una formidable tarea. Suponed que no la he acompañado de éxito, que no se ha logrado nada positivo; pero habéis de reconocer que esa tarea de ocho años ha sido verdaderamente formidable. Millares de conferencias, dos veces recorrida España entera, millares de artículos, libros y más libros, exposición perpetua de la vida, pérdida de autoridad mental por causa de la misma intensa popularidad que me proporcionaba mi postura ante el flamenquismo, fundación de periódicos que están en la memoria de todos; en fin, cuanto se puede pedir a un periodista moderno, a un hombre de nuestros días, que sabe que no basta estudiar un caso y tener razón, sino que es necesario imponer esa convicción con altiva grandeza de miras, cueste lo que cueste.
De todos es sabido que he jurado acabar con la fiesta de los toros en su doble manifestación de capeas y de corridas. Y juré eso porque estoy convencido de que son las capeas y las corridas las propagadoras del flamenquismo, de ese eterno gesto agresivo nuestro, de ese triste y trágico no poder vivir sino en el vértice de las más violentas emociones.
El por qué de mi acto de esta tarde
Si la juventud española me hubiera ayudado, si hombres adinerados hubieran puesto a disposición mía cantidades suficientes para hacer la campaña más intelectual, más intensa, más eficaz, yo no tendría que acudir a los recursos más extenuados. Soy solo y confesaréis que es ya una maravilla que esta labor de un hombre solo no se haya agotado, no se haya borrado en la fatiga e indiferencia de todos los demás. Por eso a nadie deben extrañarle estos rasgos míos audaces de presentarme en el centro mismo donde se produce el mal, ya en Sevilla, ya en la Plaza de Toros. Por lo menos comprenderéis que el valor me sobra, que no temo cosa alguna, que la vida misma me importa poco ante mi convicción y mi amor y fe en los destinos futuros de nuestra Raza.
Al enemigo hay que ir a buscarle. Y hay que ir, lo quiera él o no, llegue a los insultos más atroces o a querer comerse nuestros hígados. Y allí, ante él, cara a cara, estudiarle sin miedo, desafiarles sin majeza, pero sin temblor, y examinar implacable esas terribles pandemias y algolaquias, esos histerismos atroces que son la muerte moral de todo un país. Allí, delante de ellos mismos. Así se lucha. Y aunque mi labor sea infecunda, aunque el flamenquismo me venza, por lo menos sabréis que hay un hombre en España que, entre tanto y tanto charlar y escribir acerca de la Patria, expone de veras su vida por ella y busca en su madriguera el mal. Ahora, comentad el gesto como queráis. El caso es que he realizado lo que me faltaba por realizar: ir a la Plaza misma y ver allí la fuente de la generación y estudiar allí mismo lo que Dal Grecos, Grosse, Tissot, Feré Deartoru, Splinder y Miss Calkins habían observado en la patología de las emociones, en las agudísimas excitaciones motrices que proporcionaran las emociones fuertes. Que con eso nada logro; lo veremos. Golpe a golpe, esa fiesta caerá bajo la razón, bajo la risa, bajo estos actos de valor moral, el único valor digno, y que, por su misma virtud, obra milagros.
Se trata de describir las lidias de cornúpetos, la lidia de los bestiarios, los rasgos de los espectadores, tal como esas cosas son; es decir, buscar desapasionadamente la verdad. Si apenas tendrán otro mérito que el ser trazadas bajo la mirada de miles de almas y con una pena enorme en el corazón.
Los lugares comunes de la ida a los toros
La expectación por la corrida de toros de esta tarde es enorme, y no son los toros, sino yo la causa. ¿No es triste que tan grande popularidad tenga por causa la torería, los juegos circenses? ¿Qué clase de vicio es éste que otorga tan inaudita popularidad aun a los que a el se oponen? ¡Con lo que cuesta en arte puro, en la ciencia bendita conseguir llegar al pueblo! He ahí el argumento: si las salpicaduras de la popularidad son tan grandes para los que hablan mal o bien de toros, ¿que no será la popularidad, la aureola de los lidiadores? Se comprende el orgullo de los toreros, la afición enloquecedora. No hay en España nada que de lejos o de cerca tenga la repercusión en el alma del pueblo como la fiesta taurina; ella acapara todas las posibilidades de emoción de ese pobre pueblo. Me avisan de que esté con cuidado, pues preparan tijeras para pelarme. Siempre la misma tontería, la obsesión de estas melenas, a las que debían estar acostumbrados. También me avisan de que brindarán un toro y de que me preparan una silba formidable. ¡Oh, que satisfacción se ve en las caras de los que van a ir a los toros! Parece que esperan misteriosos efectos de esa fiesta, que por sólo ir a ella se sea más hombre.
Es todo el prestigio secular de una diversión favorita de un pueblo la que se refleja innoblemente en esas caras… Cierto, cierto, el ir a los toros presta al alma no sé que enormemente macho. Es como una angustia que me conmueve el corazón preparándole a grandes cosas. Es como la ilusión de que los lidiadores no son otra cosa que uno mismo, que se necesita el mismo valor para actuar en esa fiesta que para verla. Venden el Programa de la Corrida. Le compramos, es un papel de color rosa en el que hay estampados en malísimos grabados en madera unos toros absurdos, entre los que hay uno que se llama Culebro… Los picadores tienen en este Programa nombres excelentes: se llaman Calero, Aceitero, Gorrión y Peseta. Entre los diestros hay uno cuyo apellido es Ventoldra. También no s advierten de que en eso de inutilizarse los siete piqueros no podrán exigirse otros; solo esto es ya un capítulo de Psicología de muchedumbres. Además, se nos dice que los novillos serán desechos de tienta y defectuosos; por seis pesetas que cuesta una barrera no se puede pedir más. Un toro de esos puede matar a un hombre de aquellos, ¡diablo! Ver esto bien vale seis pesetas.
¿Cómo nadie ha reparado en la silueta excéntrica de un picador marchando a la plaza? ¡Oh, esa mancha plata, esos refleros de oro, la zona roja de la faja, el amarillo de las manos, ese monosabio petulante de blusa garabaldina sobre un caballo escuálido víctima de toda una raza!
Los tranvías rebosan de gente, esos execrables tranvías amarillentos cargados hasta los estribos, los coches más absurdos aprovechados, las aceras cuajadas de público heterogéneo, ansioso de divertirse con sangre… Todo vulgarismo, todo mediocre, todo falso y manido. En ese remalazo de ardiente sol que barre la calle típica de Madrid, esa gente y esos picadores, el estruendo de coches y tranvías. ¡Qué lejano está todo eso de lo antiguo, de lo que nos decían!
Víctima primera
Sale un toro bonitísimo, que corre como una cabra, sembrando el pánico. La gente silba y grita, histérica perdida. Le lancean. Mientras yo miro a los arcos voltaicos que sirven de techo a la plaza. Suenan aplausos. Un torero, que se llama Amuedo, da unos lances tan apretados, que en poco le coge. La gente quiere divertirse, tiene ansia de ello, aplaudiendo sin ton ni son. Cae un pobre caballo entre la indiferencia universal; cuando yo le creo muerto, le levantan. Por cualquier cosa aplaude la gente o chilla.
—No le rajáis la piel a un tomate —grita uno a los picadores—, que se retiran.
Le torean, le ponen banderillas, y el toro, noble, bellísimo, acude, mira atento y codicioso, corretea, sangriento el morrillo, zarandeando los astiles de los rehiletes.
Suenan unas chirimías. Todo á escape, muy á escape, como si quisieran acabar pronto. Unos toreadores preparan al bestiario el toro, y el jovenzuelo, pálido, procura ante el toro recordar lo que ha visto. No se arrima y es un choto, dicen detrás de mí. La gente ríe. Se perfila sin faena alguna, el toro, herido, muge horriblemente. Le trae cerca de mi barrera y oigo gruñir a los dos, al toro y al torero. Nada más chabacano, insulso y memo. Le aconsejan de todos los lados, porque quiere descabellarle, acabar siempre pronto. Silbidos estrepitosos; el toro muge.
Dos peones le lancean cerca de la barrera y el pueblo protesta. Es decir, el pueblo protesta, ríe, aplaude, chilla y habla, todo á la vez. Seis chulos capeadores rodean, sin contar al matador, al toro. Miedo, mucho miedo. Todos tienen mucho miedo; el torero al toro, los espectadores á que le coja el toro al diestro. Cuando el toro cae, el pueblo goza lo indecible.
Toca la música. Aparecen las mulillas. Se arrastra el toro. Suenan silbidos. De vez en vez todo calla. Y nada más. Aquí no sucede gran cosa alguna que deba anotarse.
Segundo mártir
Cuando sale, cuatro toreros que hay cerca de la barrera huyen. El toro muge, escarba, recula, huye.
Silba el gentío. El toro muge más cerca de los toriles, sólo. De pronto, se arranca sobre un torero, que salta apurado la barrera; cornea horrorosamente a un caballo, cebándose en él. El picador cae al callejón, cerca de otro caballo con la asadura fuera, que los monosabios sostienen en pie y aprovechan para que monte otra vez otro picador, el toro le acomete, el picador cae al callejón y los monosabios se llevan al caballo; pero tropieza con su asadura y muere. Silba el público á un picador moroso. Es horrendo este modo de picar, de matar caballos, de agruparse y esperar la mortal embestida. A veces, en el silencio que hacen los espectadores, surge el accidente: es un torero que hace cualquier cosa, el toro que se mueve; el público, porque sí, por dar rienda suelta á su histerismo, charla, gruñe, aplaude.
Sobre todo aplaude los cambios de suerte; esperar, esperar siempre algo que sacuda sus nervios, que le excite. Muge el toro fuertemente, le hacen daños los harpones de los rehiletes. Su mugido en la gran marcha blanca del sol, el sol reflejándose en los trajes de los banderilleros, los vivísimos colores de los abanicos y los pascolines, ¡qué triste es todo ello, qué primitivo, qué estúpido! Sobre todo estúpido. El toro muge cada vez más, trota; el sol destaca sobre la piel negra el húmedo grosella de su sangre. A intervalos parece que nada sucede en la plaza.
—¿Qué le haces? —dice un espectador á un torero.
—¡Ay, qué cruel! —dice el otro con toro amariconado.
Nuevos toques de chirimías. Es el otro matador. Nada más vulgar que todo esto. Le preparan el novillejo, adopta posturas vulgares, pasa al toro con la muleta de un modo soso, y siempre, siempre, deseando acabar pronto. Silba el público. Unos le aconsejan que pase por la derecha. Se la echan encima porque el diestro quiere acabar pronto, y se perfila en cuánto el toro está quieto. Nuevas protestas.
—Estate quieto, mamarracho —dicen.
—Déjalo —gritan.
El torero aprovecha, y adelantando mucho la izquierda, como dicen á mi lado, la espada una primera vez, y luego una segunda, y la gente aplaude.
—Otro pase; ese ya lo sabemos —dicen.
—No está —gruñe el gentío cuando el torero quiere acabar pronto y se perfila.
Nuevo perfilarse. El toro le escupe la espada. Sin embargo, le aplauden.
—El toro está suave —le dicen.
Otro perfilarse.
—Ahora —le dicen.
Y le aplauden a rabiar. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho este hombre? Cerca de mi barrera el pobre mártir agoniza.
—Déjalo ahí un rato —le gritan.
Delante de la espada, de ese morrillo sangriento, las magras chichas, la figura insignificante del diestro parece cualquier cosa.
Un descabello y al avío. El pobre mártir ha dejado de sufrir. Aplaude á rabiar el público. Pero ¿qué aplauden? Allí no hay arte, ni valor, hay un deseo enorme de ver algo, de acabar pronto.
Mártir tercero
Entre una polvareda sale un bicho precioso, para el que es poco la tierra; parece que no anda, sino que vuela. Un diestro le lancea, y no gusta su lidia. Salen en seguida, y cada uno hace lo que puede. (Aplaudos y silbidos, como siempre) Le llevan delante de un picador; el toro parece pensarlo bien. De pronto arremete, se oye el ruido de la cornada, pero el caballo no cae. Silban á un picador porque hace al toro una enorme herida. Picadores, toreros, monosabios forman un grupo antiestético delante del toro. De pronto suena una salva enorme de aplausos y comentarios atroces; es que allí ha podido suceder algo; nada, pues.
Mientras ponen á este toro banderillas miro la plaza llena de bote en bote, y no encuentro, por más que lo busco, la belleza de que todos han hablado siempre. De esa masa horrenda salen voces estentóreas de cuando en cuando. Ni pasión, ni arte, ni tragedia. Un oficio como otro cualquiera, ese que distrae á estas pobres almas…
Sale el matador. Pasa de muleta. La gente calla y comenta cuando no lo hace con audacia. Le aconsejan, lo avisan, alguna grande voz sale de pronto en la muchedumbre, y cuando menos lo esperan, el diestro mete a su espada. Sin lucimiento, sin arte, sin gracia, el toro muere. Le silban estrepitosamente. Suena una música muy mala. Y sus notas, en este ambiente, no dan idea alguna de tragedia, sino de una necia visión de cosas muy vistas, que parecen interesar muy poco.
Mártir cuarto
De salida arremete contra un capitalista, que se salva arrojándose de cabeza al callejón.
El torero lo lancea, procurando imitar los gestos belmontinos.
—Este torea como Angelote —dicen.
La gente grita varios olés. Luego silba porque el diestro de tanda no le da emociones fuertes.
En la suerte de pica el toro está mucho tiempo con el cuerno metido en el cuerpo del caballo: salen las tripas.
Un escandalazo enorme. La gente vocifera enormemente contra un picador, que ha deshecho el toro con su puya. El toro humilla enormemente; le ha matado, sin duda, ya ese bruto. La gente le execra y le arroja la almohadillas. ¡Qué tristeza de este espectáculo! He visto a ese picador tan animal encorajinarse, y, cuando más era la indignación, achuchar al caballo contra el toro, sin importarle gran cosa sus barbaridades y las vociferaciones de la multitud. Lamentable, todo muy lamentable.
Todo sucede horriblemente vulgar, dando la impresión de un espectáculo lelo, memo, repugnantemente absurdo.
—¡Que se presente Noel! —grita uno.
Todavía no se han percatado de que estoy aquí.
Nuevas chirimías y el mataor delante del toro queriendo recordar lo que ha visto. No hay cuidado de que este hombre haga nada excepcional. Todo da la impresión aquí de que es fácil, necio, un oficio, algo que no necesita de valor extraordinario.
El toro le achucha, él huye, la gente se ríe y grita ¡ay! Ni el toro ni el torero quieren nada uno del otro. Se cuadra sin más y el torero aprovecha. Uno del tendido le aconseja que no. Pero al momento le dicen que sí, que ya está el toro. De modo que apenas se ha puesto á lidiar el toro ya le ha metido una estocada. Río de veras. Pero ¿dónde está aquí la emoción, el arte, esa emoción y ese arte que legalicen tan enorme entrada como en la Plaza hay, el bárbaro dispendio de dinero?
Hay un largo silencio. Otra vez se perfila y á matar. Silbidos, voces. Seis toreros que le cercan. Otra vez se perfila y hiere mal. Y todo á escape, todo de prisa. Hay que acabar, acabar pronto. Y se acaba. Silban, patean, toca la música y en paz.
El mártir quinto
Todo va á escape. No hay tiempo para reflexionar, para darse cuenta de otra cosa que de que esto no vale la pena. El toro huye de salida. Y ahora he aquí lo que pasa. Silbidos, silbidos y voces. El torito huye. La gente silba. Los toreros corren detrás del toro. Los picadores dan vueltos en torno de la barrera.
—Anda al toro, granuja —le gritan.
—A la cárcel —le dicen.
Un torero se mete en un burladero de golpe, y el golpe, que se oye fuerte, hace reír a la gente.
Unos lances de capa, insignificantes, provocan olés acompasados. Pero, ¿qué ha hecho ese hombre? Nada, absolutamente nada. Mas la gente ha de legalizarse á sí misma, que se divierte.
¡Pobre caballo! El toro se ceba con él. ¿Cómo verá esta gente esto sin conmoverse? Cae el caballo; el monosabio quiere á todo trance levantarle. Cuando creo que está muerto, el monosabio hace el milagro de resucitarle y se le lleva cojeando; por fin le da la puntilla. Entretanto, banderillean al toro á traición, á la media vuelta. Es bobo ese juego burdo, á nadie interesa, ni á los mismos que lo hacen.
Sale el mataor. Nueva lucha para matarle en seguida para quitársele de en medio y á escape. Y sin casi faena, estoconazo. La gente se da por contenta y aplaude. En vano es querer buscar aquí la emoción, que vale tanto dinero y tanta gloria. El toro se arrodilla, la gente cree que ha muerto, y aplaude. Mas de pronto el toro se levanta y anda moribundo cercano a la barrera. Su agonía es siniestra; adelanta el hocico hacia su matador y muere entre aplausos tributados a su diestro, cuyo único mérito ha sido la prisa que se ha dado para despacharlo. El pálido muchacho da la vuelta al ruedo entre ovaciones y sombreros.
Sexto mártir
De salida arremete contra un picador y destroza poderoso e incontestable un pobre caballo que queda hecho trizas. La gente abuchea á los toreros que no se atreven á hacer nada con este toro fortísimo. Nueva arremetida contra otro picador y nuevo despanzurramiento.
Otro caballo horriblemente corneado. Se llevan á un caballo con la asadura fuera. La gente no se fija, sino en los quites del matador, que es ovacionado. Cae un caballo cerca de otro. Más de doce personas hay al lado del toro. ¡Qué triste impresión causan los caballos muertos en el ocre sucio de la arena!
Coge el matador unas banderillas cortas y las pone sin gracia; á la gente no le gusta. Durante esos instantes la visión de la lámina del toro embarga toda mi atención. ¡Cuán bello es este animal!
—No bailes tanto —le dicen al mataor en los primeros pases.
—Que te está mirando Noel —le gritan.
Le aplauden. Pero parece ser que está muy movido. Después de aplaudirlo, le silban. Se ha descompuesto. Y millares de veces intenta matar, sin conseguirlo.
En resumen: nada, absolutamente nada. Todo á escape, muy á escape; de prisa, muy de prisa. Deseando todos ir á escape, acabar pronto.
Esa es la impresión. La de un oficio en el que todos desean acabar lo más pronto posible.
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Nota: El torerillo que me iba a brindar el toro, según él quería, fue cogido por el primer mártir, casi de salida. Lo siento por el pobre muchacho, víctima del toro y del público.
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Artículo publicado en El Liberal el 18 de agosto de 1818
Excelente y poderosa descripción de un espectáculo repugnante, lamentable, ridículo y cobarde, pese a la admiración que le profesan gentes de categoría moral e intelectual como Fernando Savater, o cantamañanas típicos de nuestros tiempos como Rubén Amón.