El Síndrome de París
La embajada de Japón en París dispone de un servicio de atención psicológica que permanece abierto las veinticuatro horas del día y cuya misión consiste en atender a los turistas nipones que se sienten defraudados tras comprobar que la ciudad no responde a las expectativas que habían puesto en ella. El trastorno ―cómo no usar la cursiva― debe de ser bastante habitual porque hasta le han puesto nombre: lo llaman Síndrome de París y consistiría, pues, en un síndrome de Stendhal a la inversa, no el embelesamiento ante una belleza inabarcable sino la decepción que sobreviene al constatar que el mundo no es tal y como nos lo pretenden mostrar las postales. Acudo a informarme a la Wikipedia y veo que incluso se especifica una sintomatología: desilusión aguda, alucinaciones, sensaciones persecutorias, desrealización, despersonalización, ansiedad, taquicardias, sudoraciones. Pobre París, qué responsabilidad tan grande echan sobre sus hombros. Estuve un par de veces allí, la última hace más de veinte años, y no me pareció que las disonancias fuesen para tanto. Es cierto que determinados rincones carecían de la gracia que uno les atribuía en función de lo que había visto o leído previamente, pero también que, en compensación, los paseos recompensaban el sinsabor con hallazgos imprevistos que, como poco, servían de consuelo. Recuerdo, por ejemplo, que no me emocionaron especialmente los vericuetos de Montmartre, pero me aficioné a perder el tiempo por la placita donde se levanta la Fontaine des Innocents; tampoco me pareció la iglesia de Saint-Germain-des-Prés tan espectacular como imaginaba que sería, pero cómo disfruté viendo el sol del mediodía incidir sobre la cúpula del Sacré-Coeur desde los ventanales de la antigua estación de Orsay. Lo comido por lo servido, por resumirlo con una expresión popular, y en cualquier caso nada que justificara una visita urgente al psicólogo. Tampoco es tan raro que las cosas, una vez vistas, luzcan distintas a como habríamos querido que fuesen. Es la eterna dicotomía entre la realidad y el deseo, o la traducción de esa otra sentencia popular que nos enseña que al cocer todo mengua. Puede ocurrir, asimismo, que nuestro criterio o nuestros gustos difieran de los de las autoridades a las que otorgamos el rol de prescriptoras. En el viaje de estudios del octavo curso de EGB nos llevaron de excursión por varias provincias de España y una de las últimas paradas fue Toledo. Era demasiado joven y no conservo un recuerdo muy detallado de nuestras andanzas durante las horas que pasamos en la ciudad, pero se me quedó grabada una escena que irremediablemente me ha venido a la memoria al enterarme de esta decepción en la que sumen a no pocos visitantes japoneses sus estancias parisinas. Me parece que ocurrió al poco de nuestra llegada. Los profesores nos condujeron por las intrincadas callejuelas hasta la iglesia de Santo Tomé y, una vez allí, nos ordenaron en la plaza y nos pidieron a cada uno el dinero de las entradas para contemplar El entierro del conde de Orgaz. Eran setenta y cinco pesetas por cabeza. Entramos y, durante diez o quince minutos, un guía esmerado se ocupó de explicarnos el cuadro con la amenidad necesaria para evitar que se desmadrase la horda protoadolescente que éramos. Finalizada su disertación, se acercó a un cortinón, lo corrió y dejó al descubierto una puerta por la que volvimos a salir a la plaza. Se suponía que debíamos de sentirnos embelesados tras la observación detallada de una de las obras maestras de El Greco, pero un chaval de mi clase no lo interpretó así. Tras comprobar que el caudal que se le había confiscado acababa de dilapidarse en una actividad que ni siquiera había durado un cuarto de hora, al verse de nuevo en la calle, y entre grandes aspavientos, exclamó: «¿Ya está? ¿Y para ver esta mierda acabo de pagar yo quince duros?»
Dogmas de fe
Mientras tomamos un café me cuenta que, cuando sus hijos estaban en la edad de prepararse para hacer la comunión e iban a catequesis, llegaban cada tarde a casa con dudas o comentarios acerca de las cuestiones doctrinales que les daban a conocer en las sesiones. Él los escuchaba indiferente y, una vez que terminaban la disertación, únicamente les respondía: «Dios no existe». La escena se repitió varias veces, no sé si muchas o pocas, pero sí las suficientes como para que su mujer se sintiese concernida y optara por tomar cartas en el asunto: «Si no quieres que hagan la comunión, díselo y que se queden sin hacerla, pero no los líes más de lo que ya están». Su reacción fue inmediata: «Todos a la cocina». Una vez que la familia ―su mujer, él y las tres criaturas― se sentó en torno a la mesa, miró frente a frente a sus vástagos y les planteó la cuestión: «¿Vosotros qué preferís, hacer la comunión o ir a Disneylandia?» Unas semanas después los niños volvieron a casa convencidos de que, en efecto, Dios no existe, pero, en cambio, Mickey Mouse sí.
Palabra e imagen
Hablamos durante la cena de lo complicado que es adaptar libros al cine y de cómo a menudo ese trasvase ha generado el descontento de los autores, que no siempre ven el espíritu de sus obras reflejado cabalmente en la pantalla. Hay casos sonados ―el de Javier Marías, por ejemplo, que pidió que se retirara su nombre y la alusión a su novela Todas las almas de los títulos de crédito de El último viaje de Robert Rylands, de Gracia Querejeta, inspirada en ella―, pero puede que el más recurrente sea el de Juan Marsé y Vicente Aranda. Hasta en cuatro ocasiones llevó el segundo a la pantalla otras tantas obras del primero, y ninguna de esas versiones satisfizo al escritor, que acostumbró a mostrar en público su descontento. Pese a las desavenencias, parece ser que ambos eran amigos, o al menos lo fueron durante largo tiempo. Alguien cuenta que, una vez, y a propósito de sus discrepancias, Marsé espetó a Aranda: «Vicente, es que tú no eres John Huston». Aranda, socarrón y calmo, replicó: «Bueno, Juan, tú tampoco eres Flaubert».
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