Inicio > Blogs > Ruritania > Richard Yates y la jaula de hierro

Richard Yates y la jaula de hierro

Richard Yates y la jaula de hierro

En la creación literaria, tanto en novelistas como en poetas, suelen darse tres etapas bien diferenciadas que —sin pretender ser irrespetuosos con las sensibilidades religiosas— mantienen ciertas relaciones analógicas con los episodios evangélicos de la pasión, muerte y resurrección, solo que en este caso del libro o de los libros de un escritor. Un narrador cuando emprende una novela vive un momento de intenso apasionamiento, casi de obsesiva compulsión, que lo aísla y enajena de sus realidades más inmediatas. Son muchas las expectativas e ilusiones que durante el febril periodo de composición el escritor pone en el desarrollo de cada página, para vencer las innumerables dificultades técnicas que presenta su urdimbre, hasta que, tras incontables tentativas y zozobras, todo parece resolverse y precipitarse hacia el punto final. Entonces es cuando aparecen las peores dudas y recelos del autor, pero el proceso está en marcha y la mecánica editorial parece imparable: se agolpan las pruebas y las improvisadas correcciones, así como la fecha señalada para su publicación. A ese intenso periodo de vaivenes emocionales, de pasión creativa, le sigue el de la muerte del libro, que siempre se produce tras una enfática presentación con vino español y canapé incluido, y después de las críticas y reseñas de algunos bienintencionados amigos y críticos de rigor. A partir de ese momento el libro desaparece, como si súbitamente se hubiera muerto y sus arrumbadas páginas ya solo fueran carne de trituradora, papel trizado del olvido. En ese negro periodo de duelo es cuando al atribulado escritor solo le preguntan por el nuevo libro que tiene proyectado escribir, y no por el que acaba de publicar apenas hace unos meses. Pero no todo está perdido, y por eso la esperanza anida con firmeza en su pecho, porque cualquier escritor sabe, gracias a la historiografía, que algunos libros resucitan y vuelven a la vida de las manos lectoras después de pasar sumergidos varios años en las aguas del Leteo, tras el milagro realizado por algún avispado lector o crítico literario, cumpliéndose las tres etapas, no evangélicas, sino creativas.

"Yates refleja en sus narraciones, como puede comprobarse en Once tipos de soledad, a una serie de sencillos personajes de la fauna urbana que pueden encontrarse en cualquier ciudad occidental"

Cuento esta pequeña alegoría literaria porque creo que la historia del escritor norteamericano Richard Yates, por lo menos la de sus novelas y libros de relatos, cumple y encarna estos tres pasos —la pasión creativa del autor y la muerte y resurrección de su obra—, ya que en sus últimos años lo asolaron los acres efluvios del olvido hasta que el ensayo del novelista y crítico literario Stewart O’Nan, El mundo perdido de Richard Yates (1999), volvió a sacar su obra del anómico mundo de los libros perdidos.

Richard Yates tuvo desde su nacimiento una vida bastante turbulenta, o mejor sería decir poco sosegada, lo que tal vez le impidió escribir más. Fumador empedernido y dipsómano, padeció una severa tuberculosis tras su participación como soldado en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial que le dejó una indeleble huella personal, como puede rastrearse en su escritura. Su admiración desmedida por Scott Fitzgerald ha llevado a la crítica americana a establecer tópicamente un paralelismo entre los dos escritores, debido a que, si bien Fitzgerald encontró la plasmación de sus ideales literarios en los difíciles años de su juventud, que el mismo bautizó como la era del jazz, a Richard Yates se le considera, por oposición y complemento a este concepto fitzgeraliano, como el escritor de la era de la ansiedad.

"Este es uno de los perturbadores resultados de la lectura de Once tipos de soledad, la íntima contemplación del perímetro de nuestra jaula de hierro, de nuestras condicionadas y predeterminadas limitaciones"

Ciertamente, Yates refleja en sus narraciones, como puede comprobarse en Once tipos de soledad, a una serie de sencillos personajes de la fauna urbana que pueden encontrarse en cualquier ciudad occidental, no solo norteamericana, y que deambulan por sus calles trenzando la trama de sus secretas aspiraciones, ambiciones y anhelos. Personajes que no pueden sustraerse a su roma realidad, a los vedados límites de su implacable jaula de hierro. Desconozco si Yates habrá leído a Max Weber, pero desde luego desarrolla literariamente el símil más afortunado del modelo teórico del sociólogo alemán. Los Once tipos de soledad podrían ser los once barrotes de una jaula de hierro con los que sus personajes colisionan una y otra vez sin posibilidad alguna de encontrar una vía de escape que les permita sustantivar, ensanchar y dar sentido a sus predeterminadas vidas, en donde «todo es prisa y desilusión».

Yates, imperturbable, con una sosegada voz omnipresente y un diáfano estilo literario que roza la pulcritud estilística, muestra la redoma que constriñe con sus vigencias la libertad del individuo en una sociedad corrompida y corruptora; una sociedad inflexible en su estratificada articulación, donde sus privilegiados moradores se extrañan de que se pueda «ser inteligente y pobre al mismo tiempo». Sus cuentos no narran grandes hechos, ni complejas epopeyas urbanas; sus personajes surgen de la epidérmica urdimbre de la cotidianidad, y todo lo que les acontece sigue aconteciendo sin solución de continuidad. No hay grandes respuestas en sus ficciones, sino desasosegantes interrogantes encubiertos que se trasladan al lector como desnudos barrotes de una jaula de hierro. Este es uno de los perturbadores resultados de la lectura de Once tipos de soledad, la íntima contemplación del perímetro de nuestra jaula de hierro, de nuestras condicionadas y predeterminadas limitaciones.

"La editorial Fiordo acaba de publicar Once tipos de soledad, de Richard Yates, con una cuidadosa traducción a cargo de la escritora y traductora argentina Esther Cross"

Yates recrea el niño inadaptado que acaso fue en «El doctor Jack-o’-Lantern», donde las buenas intenciones de una profesora proyectan lo monstruoso en la bondad del niño; o cómo la pureza del amor, en «Lo mejor», acaba degradada por las obligaciones y débitos sociales. Pero quizá donde se contrapone con mayor claridad la subversión de valores es en «Jody tuvo suerte», donde el sargento Reece es sustituido por el posibilista Queens porque su recto proceder es incompatible con la doblez de sus mandos. En el universo cerrado de Yates, a pesar de su desabrido desencanto, siempre se reafirman los más nobles ideales que jalonan al ser humano, unas veces paradójicamente, otras por negación y, en la mayoría de las ocasiones, por la derrota y humillación de quienes los encarnan; así sucede en «Ningún dolor», en «Un perdedor nato» y, entre otros, en «El luchador y los tiburones». Por las páginas de estos cuentos deambulan algunos escritores que imitan en sus actitudes a Hemingway, pero que no tienen más talento compartido con el escritor de París era una fiesta que su adicción a la bebida, así como una galería de personajes condenados por la tuberculosis. Esta enfermedad le sirve como cruel metáfora para representar a las personas condenadas por sus infranqueables aserciones, es decir, a la mayoría de los ciudadanos; y vuelvo de nuevo, sin pretenderlo, a Max Weber.

La editorial Fiordo acaba de publicar Once tipos de soledad de Richard Yates, con una cuidadosa traducción —me imagino que revisada de su anterior edición de Emecé (2022)— a cargo de la escritora y traductora argentina Esther Cross.

"Una ventana Richard Yates ha dejado abierta en Once tipos de soledad para que podamos asomarnos a dilucidar las sombras de nuestra jaula de hierro. Afortunadamente, existen tres etapas en la obra de un escritor, y el olvido no siempre vence"

En «Constructores», quizá el cuento más relevante de Once tipos de soledad, Richard Yates, profesor avezado de talleres de escritura, relata cómo se construye un cuento a través de la analogía de la construcción de una casa, aunque al final el lector se dé cuenta de que el autor está hablando de algo mucho más importante, de la construcción del propio destino, una edificación difícil de solventar por no encontrar a tiempo las ventanas que permiten contemplar el espacio que se extiende detrás de ellas: «A lo mejor la luz tendrá que abrirse paso como pueda a través de las grietas que se hayan hecho por culpa de la falta de habilidad del constructor. Dios sabe que debe de haber una ventana por aquí, en algún lugar, para nosotros».

Una ventana que Richard Yates ha dejado abierta en Once tipos de soledad para que podamos asomarnos a dilucidar las sombras de nuestra jaula de hierro. Afortunadamente, existen tres etapas en la obra de un escritor, y el olvido no siempre vence.

—————————————

Autor: Richard Yates. Título: Once tipos de soledad. Traducción: Esther Cross. Editorial: Fiordo. Venta: Todos tus libros.

4.9/5 (23 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios