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¡Mucho, Alfredo, mucho!

¡Mucho, Alfredo, mucho!

Hay que tener afición para esperar a que abran la puerta de un frontón un domingo a las doce y media de la mañana con apenas ocho grados para ver un partido de pelota. Y no digamos ya jugar, con las manos heladas y el corazón encogido.

—¿Y esta cola? —pregunta un joven.

—Para un partido.

—Un partido de qué.

El vigilante jurado, siempre hay un vigilante jurado, intenta explicarle.

La cola se alarga. Es la de los torpes, la de quienes no hemos sacado entradas (¿había que hacerlo, dónde, cuándo?). Por lo que oigo, hay quien también ha reservado para las cinco.

—¿Hay alguien  con entradas? —vocea el vigilante.

Seremos cincuenta esperando. Como en el Madrid-Barça de la semana pasada.

Caen hojas de acacias, pasa un anciano en silla de ruedas, algunos hablan en francés, hay quien deserta, otro fuma y varios patean el suelo para espantar el frío.

—¿Hay alguien con entradas?

"La cola se acorta y se espesa porque nos juntamos, quizá por el frío, quizá por las ganas de sentir que avanzamos, no porque hayan abierto la puerta"

Uno echa en falta el caldo de Don Ángel en el Guernica, aquel bar en blanco y negro sin grifo de cerveza y con unas cámaras de posguerra revestidas de madera donde se enfriaban los botellines. Parecían fresqueras. Tenía vino y poco más. Y croquetas, que redondeaba sin prisa su hermana en la cocina, al fondo de la barra, larga y de madera oscura. Fue hace demasiado.

Don Ángel era tripón, calvote, de cara alargada, papada y ojos azules, siempre con camisa blanca de manga corta, daba igual el mes. Y paciente. Y de poco hablar. Con nosotros sí, algo, lo justo, porque su nieta y mi prima estudiaban juntas.

—¡Un caldo!

Pronunciaba la palabra en alto, recalcando el acento en la a, la l perdía fuelle, la d se evaporaba y la o ni se percibía.

La una menos cuarto.

—¿Hay alguien con entradas? ¿Sí, seguro? Pues pasa hacia la puerta.

La cola se acorta y se espesa porque nos juntamos, quizá por el frío, quizá por las ganas de sentir que avanzamos, no porque hayan abierto la puerta.

Cómo no acordarse uno de aquel pasaje de Baroja, uno de aquellos textos tiernos que insertaba en las novelas. Apuntes que no venían muy a cuento pero que le surgían y no podía reprimir; un pequeño desgarro. Como aquel Elogio sentimental del acordeón o Elogio de los viejos caballos del tiovivo de Paradox, rey. No me refiero al episodio del partido de pelota entre el «Cacho» e Isquiña contra Zalacaín y Bautista Urbide de Zalacaín el aventurero, no. Del que me acuerdo lo leí de muchacho y no he vuelto a encontrarlo, pero sí conservo el aroma: un hombre joven, padre de familia de pocos recursos, duda si apostar o no en un partido. Acariciaba el poco dinero que tenía dentro de un bolsillo de pantalón, sudaba, se ponía nervioso porque aquello podría salvarle o perderlo todo.

—¿Hay alguien con entrada?

Hay quien se limpia los cristales de las gafas, otros trastean en el móvil, la mayoría simplemente espera. También se habla sin mucho fundamento.

—Los de las entradas ya han entrado.

—Ya.

—¿Cabremos todos?

—Pero si es enorme, hombre.

—Ya, pero me dijeron que no iban a poner muchas sillas.

Nadie se explica por qué se tarda tanto si ya casi es la una. “Es por si viene alguien con entrada a última hora y se queda sin sitio”, razona el guarda.

"Los cuatro jugadores y los dos jueces aguantan el sermón. Se les aplaude, se dan la mano, moneda al aire, un tanteo largo con la pelota con la que van a jugar"

Por fin se avanza de verdad, pero por grupos. Quien dirige la situación es una jovencilla de ojos verdes con un listado de varias hojas repletas de nombres que ha ido tachando según llegaban los espabilados. Una mujer ya setentona se baja apurada en taxi ante la incredulidad de los que esperamos. Los de atrás de mí, una pareja, son de Salvatierra.

¿Qué estarán haciendo los pelotaris? Se supone que calentando. Quizá aburridos, quizá hartos, seguro que nerviosos.

Ahora ya sí. Hay que descender una rampa entre el edificio de la izquierda, en cuyo portal un cartel recuerda que allí tuvo Victoria Kent su despacho, esos de rombo amarillo, y la pared circular de ladrillo visto y neomudéjar del graderío. A través de los huecos de unos ventanales, mientras bajamos, llega el sonido hueco de los botes de la pelota. Ya no hay frío que valga.

El frontón es enorme. Un jesuita navarro recuerda micrófono en mano, como si se dirigiera a un grupo de jovenzuelos en un curso prematrimonial de jueves por la tarde, que se inauguró en 1894. Y que él fue pelotari. Que se llama Fernando Larumbe. “Esto fue la Capilla Sixtina de la pelota, el más antiguo del mundo conservado…”. Lo que queremos todos es que se empiece de una vez. Que si en los años 20 ya había mujeres que jugaban aquí con raquetas de tenis, que si esto fue una corrala y un taller de coches, que…

Los cuatro jugadores y los dos jueces aguantan el sermón. Se les aplaude, se dan la mano, moneda al aire, un tanteo largo con la pelota con la que van a jugar. Un tripón con cazadora marrón mira con desgana desde el marcador de madera y plástico.

Sacan los azules. Silencio absoluto. Resuena el eco del golpe de la pelota contra el frontis. Es de bloques claros de piedra. La otra pared está revestida de un cemento gris.

Nadie aprieta. Punto largo. El delantero rojo, de buena envergadura y tatuado, no se atreve a matarla. El delantero azul, un muchacho fino y con barba, se la clava con la zurda. Por perdonar. 1-0. Se aplaude.

El zaguero rojo tiene barriga y gafas. Se miden los de atrás, como si sólo jugaran ellos. Tanto largo también. El de barbas corta de repente y la deja a la derecha. Imposible llegar. 2-0.

"El gafas parece que ya está entonado, pero no acaba de estirar el brazo. Tendría que esperar la pelota desde más atrás para luego ir hacia ella y ayudarse con el impulso"

Es raro que en el saque el barbas no intente arrimar la pelota a la pared buscando la zurda del contrario, como si no estuviera seguro de sí mismo. No se ratonea delante. El de gafas falla sin venir a cuento. 3-0. El jesuita se gira sonriendo a alguien desde su silla sobre un entarimado. Más aplausos. Hay ganas de aplaudir.

¿Dónde está la picardía? Será por el frío. El gafas parece que ya está entonado, pero no acaba de estirar el brazo. Tendría que esperar la pelota desde más atrás para luego ir hacia ella y ayudarse con el impulso.

—¡Mucho, Alfredo, mucho!

El público jalea al zaguero azul, sobrio, sin un gesto. Las devuelve con aplomo, con garbo.

El sol va y viene. Aquí no se apuesta. Se mira el marcador y como mucho se comenta con el de al lado. “Los azules tienen mejor pinta, ¿no crees?”.

Está claro que los azules quieren cansar al gafas. Le buscan la zurda, su talón de A quiles. A veces las devuelve apurado, de cualquier manera, como esos globos en el tenis. 6-3.

Cambio de pelota con el 9-4. Los pelotaris se sientan en unas sillas con esa excusa a descansar y a beber agua. Está claro que es un partido de exhibición.

Los azules se escapan, pero pronto los rojos, sobre todo con las dejadas del delantero, se arriman. No se trata de hacer sangre. A saber cuántos espectadores asisten por primera vez a un partido de estos.

—¡Vamos!

—¡Aúpa!

El suelo no es muy uniforme, hay botes extraños. Bastante, dice alguien. El frontón es al descubierto. Y más que enorme, como para cesta punta. El graderío auténtico, el de los arcos, se le ve restaurado pero no se puede subir para ver el partido desde allí.

"Los azules están más enteros, sin embargo el delantero rojo, el tatuado, los trae por la calle de la amargura porque tiene dos manos, le da igual"

Brilla el sudor en los cuellos de los pelotaris. Los azules están más enteros, sin embargo el delantero rojo, el tatuado, los trae por la calle de la amargura porque tiene dos manos, le da igual. Y no tiene miedo. La ajusta mucho por encima de la chapa. Y falla, claro. Así cuatro veces. Le falta temple.

Con el 18-17 los cuatro se dan un respiro. Son pelotas largas, altas. De bote reposado. El partido está en su plenitud. Hay escarceos delante, resbalones, dejadas. El juego vuelve a serenarse. De nuevo se aplaude la entrega, pero el tatuado se emborracha de pelota.

Está claro el veredicto. Se acaba con un 22-18.

Aplausos. Ni rastro del jesuita. Ni del frío.

Durante un rato no he estado aquí, sino en el frontón de la Aneja de Bilbao, o en el de Rabanera.

La una y diez. Hora del aperitivo. Qué no daría por unos vinos en Ledesma.

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