Si de algo sirve ir apuntando tus lecturas es para darte cuenta en diciembre, justo antes de tomar las uvas, de toda la basura que has leído ese año. Por eso, uno de mis propósitos de año nuevo es siempre leer mejores libros, pero no es fácil cumplirlo con toda la mierda que nos intentan colar las editoriales.
Al contrario que La vida ante sí, que estaba en mi lista de lecturas pendientes desde hacía bastante tiempo, yo no quería leer el libro de Jean-Baptiste Andrea. No me gustaba el título, no me atraía la cubierta y no me suscitaba interés la sinopsis. Si me lo leí fue sólo porque tenía una faja que decía: «Premio Goncourt 2023».
Lo empecé, pues, a regañadientes el día después de Navidad, y sus primeras páginas me hicieron presagiar lo peor. “Esto parece un best seller”, pensé. No tardé en darme cuenta de mi error, y para entonces ya estaba tan embebido en la historia que me la leí a un ritmo desaforado hasta alcanzar el punto final. Cuidar de ella no es un best seller, como había creído al principio, sino algo mucho mejor. Cuidar de ella es un clásico.
Cuidar de ella es justo lo que odian los snobs: un libro que complace a quien posee una vasta formación literaria y a quien no ha leído prácticamente nada. Es una novela que podría recomendar a un catedrático de literatura y a la señora de la limpieza. Cuando un libro consigue eso, como en su momento lo hizo Cien años de soledad, no necesitamos que el paso del tiempo nos confirme su perdurabilidad. Esa obra es un clásico instantáneo.
—¿Por qué asumes que la señora de la limpieza no tiene cultura literaria? Es un comentario muy clasista.
—Ya, bueno, tal vez no ha sido lo más acertado. Era solo un ejemplo.
—¿Y por qué el catedrático de literatura es un hombre y la señora de la limpieza es una mujer? Es muy machista por tu parte.
—Podría haber dicho “una catedrática de literatura y el mecánico del taller de coches”, pero no quería que el mecánico me manchara de grasa las páginas de Cuidar de ella.
—¿Y por qué asumes que el mecánico no se limpia las manos antes de…?
—Vete a la mierda.
Lo que quería decir, antes de que me interrumpierais, es que Cuidar de ella es una novela que me ha deslumbrado y que me he convertido en el mayor fan en España de su autor, Jean-Baptiste Andrea. Tanto quiero a mi Jean-Baptiste que viajé a Madrid sólo para entrevistarlo, y lo primero que hice cuando lo vi fue arrodillarme ante él y besarle la mano. Después le tendí mi ejemplar de Cuidar de ella para que me lo firmara y le dije con acento uruguayo:
Si te quiero es porque sos
el autor de este tesoro
y escribiendo de este modo
eres mucho más que un dios.
Tengamos en cuenta que todo esto —mi descubrimiento de Cuidar de ella y, lo más importante de todo, el besamanos a Jean-Baptiste Andrea— podría no haberse producido jamás. Esta novela estuvo a punto de pasar por mi lado sin que le prestara la menor atención, pero el sello de calidad del Premio Goncourt me hizo fijarme en ella (y cuidar de ella también). Y esto es exactamente para lo que debe servir un premio literario: para filtrar la avalancha de novedades y señalar a los lectores las obras que no les deberían pasar desapercibidas. Cuán lejos estamos en España de aplicar este principio de puro sentido común. Pero en Francia, ya veis, les ha dado por premiar lo bueno. Están locos estos franceses. Desde hace más de un siglo llevan creando nuestros vecinos una constelación de galardones que priman la excelencia literaria, y a la cabeza de todos ellos está el premio Goncourt.
Yo no soy solo el mayor fan de España de Jean-Baptiste Andrea; también lo soy del premio Goncourt, creado por el testamento de Edmond de Goncourt y que, desde 1903, tiene por objetivo recompensar a “la mejor obra de imaginación en prosa publicada ese año”. Al contrario que los premios literarios españoles, en los que las editoriales se sacan la chequera para ver quién la tiene más grande, el Goncourt está dotado con unos míseros 10 euros, que con lo disparada que está la inflación cada año te dan para menos chupachups. De todos modos, ningún premiado va a cobrar esa propinilla porque prefiere exhibir el cheque en el salón de su casa como un trofeo. Vale más el marco de Ikea para colgar el cheque del Goncourt que el propio cheque del Goncourt.
Pero el verdadero premio, claro está, radica en su repercusión a nivel nacional e internacional. El Goncourt le cambia la vida a cualquier escritor y te hace rico en un instante porque, nada más anunciarse el ganador, empiezan a arder los teléfonos de las editoriales de todo el mundo. ¿Qué premio equivalente tenemos en España? ¿Cuál es ese premio español de novela que mueve a las editoriales extranjeras a pujar por sus derechos en una subasta sin preguntarse siquiera de qué va? Ya os digo yo que ninguno.
La segunda diferencia entre el Goncourt y la mayoría de premios españoles es que el Goncourt se otorga a una obra publicada, mientras que en España se han privilegiado los premios como herramientas de promoción de libros inéditos. Más allá de que todos sepamos cómo funcionan estos premios, pensemos en el desinterés que esto suscita en el público. Estos premios nos hurtan el debate que el Goncourt nos proporciona. Cuando se falla el Goncourt, mucha gente ya ha leído las obras finalistas y por tanto puede posicionarse y tirarse los trastos a la cabeza cuando se desvele el ganador. Toda esa polémica contribuye también a la promoción de la literatura. Pero en España hemos renunciado a esto. Decía Chesterton que el periodismo consiste en decir “Lord Jones ha muerto” a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo. En España, el periodismo cultural consiste en decir “Fulano X ha ganado un premio de novela” a gente que no sabía que Fulano X había escrito una novela.
Que el Goncourt se otorgue a una obra publicada supone que las editoriales compitan por publicar las mejores novelas posibles para lograr alzarse con el premio. El Goncourt es el pistoletazo de salida de una carrera por la búsqueda del talento, que es la labor de un verdadero editor. No publicar a tus amigos. No publicar a tus amantes. Tan solo publicar buenos libros. Así de sencillo. Para eso, claro, hay que leer manuscritos. Si en vez de leer manuscritos te dedicas a encargar novelas sobre el tema de moda o a mirar cuántos seguidores tiene un “escritor” en TikTok, mal vamos. A lo mejor el escritor al que deberías publicar no tiene TikTok porque ha dedicado su tiempo a escribir una obra maestra y no a grabar vídeos chorras en su habitación.
Llevo un tiempo pensando que el bajo nivel de la literatura española no es culpa de los escritores, sino de los editores. A un lado de los Pirineos se dedican a buscar el talento, y al otro se sientan a esperar a que los primeros lo encuentren. “Que inventen ellos —dijo Unamuno—, y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones”. Hay mucho editor unamuniano en España instalado en esta divisa: “Que lean manuscritos ellos, que ya luego nosotros los traduciremos”. Por eso la literatura francesa disputa siempre la final de la Champions, mientras que la literatura española está como el Hércules: encantada de haber subido a Segunda B. A ver si nos ponemos de una vez a leer manuscritos de desconocidos, y no solo de nuestros amigos, porque es mucho más probable que el genio literario lo tenga un desconocido que no un amigo tuyo. Y publicad de una vez mi maldita novela, cabrones.
El premio Goncourt tiene tres fases eliminatorias. El 3 de septiembre se anunció la primera selección de candidatos (este año fueron 16). El 1 de octubre esa lista se redujo a 8, y el 22 de octubre pasaron el corte los cuatro finalistas. Mañana se anunciará al ganador de este año. Pensemos en cómo van a dormir esta noche esos cuatro finalistas. Pensemos en cuántos ansiolíticos llevan consumidos desde el 3 de septiembre.
Una de las cláusulas del Goncourt es que las novelas candidatas deben estar en librerías en el momento en que se anuncia la primera selección. Esto hace que se cumpla el sueño húmedo de todo lector: la publicación de novedades en agosto. Cuidar de ella se publicó el año pasado el 17 de agosto, mientras que las cuatro obras finalistas de este año se publicaron entre el 14 y el 21 de agosto. Francia saca toda su artillería en agosto, mientras que en España seguimos preguntándonos por qué, justo cuando tenemos más tiempo para leer, no se publica nada interesante. Está el lector español veraniego anhelando un mar de novedades en el que sumergirse, pero al llegar agosto, vaya, vaya, aquí solo hay morralla.
Además del premio Goncourt propiamente dicho, hay otros Goncourt que premian diferentes categorías a lo largo del año: el Goncourt de poesía, de novela corta, de primera novela o de biografía. Pero lo más fascinante de todo es la ampliación del Goncourt original a jurados distintos del de la Academia Goncourt. Así, tenemos el Goncourt de los Estudiantes, donde alumnos de centros escolares de toda Francia otorgan su propio Goncourt a un candidato de la primera selección (que, recordemos, está compuesta por 16 obras). Si esto no os resulta fascinante, os diré que, sobre esta misma base, hay un Goncourt de los Presos. Hay condenados en cárceles de toda Francia leyendo novelas para otorgarle a una de ellas una faja que podrá lucir con orgullo en librerías: Premio Goncourt de los Presos. Al final es France y no Spain la que sí que is different.
Sin embargo, la idea más brillante de todas, por lo que significa para la promoción de la literatura francesa a nivel internacional, es la extensión de esos Goncourt alternativos a más de 40 países. En estos casos, son estudiantes universitarios los que otorgan su propio premio Goncourt. Generalmente se pronuncian sobre la lista de los cuatro finalistas tiempo después de que se falle el Goncourt verdadero. Sin embargo, en Polonia, que fue el país pionero de estos Goncourt, el veredicto se anuncia antes del propio Goncourt y sobre los 16 candidatos iniciales. El pasado domingo, un jurado compuesto por estudiantes de 12 universidades polacas, “tras cinco horas de debate en francés” (según señala la nota de prensa), le concedieron el Goncourt de Polonia a Carole Martinez, que no solo no está entre las cuatro finalistas, sino tampoco en el corte anterior de 8 candidatos.
Pensemos en lo que esto significa para estos estudiantes: esa sensación embriagadora de poder enmendarle la plana al jurado del verdadero Goncourt y de impartir justicia. Debe de resultar apasionante para un estudiante de Letras desconocido que te reciban en la embajada de Francia y, tras debatir con los representantes de otras universidades, comparecer ante la prensa cultural de tu país y anunciar el nombre de quien debería haber ganado el Goncourt. En el caso de Armenia, el último país que se ha unido a esta iniciativa, el ganador será traducido al armenio, por lo que las repercusiones del premio son todavía mayores. Y todo esto hace que durante todo el año se esté promocionando internacionalmente el Goncourt. Es una idea absolutamente genial.
El pasado mes de mayo tuve la oportunidad de asistir, en la embajada de Francia en Lisboa, a la concesión del Goncourt de Portugal. Fue unos días antes de que se publicara Cuidar de ella en español y en portugués, así que fui allí por un único motivo: para poder hablar con alguien de este novelón, porque ninguno de mis allegados lo había podido leer. Poco se habla del drama del lector que, tras acabar una obra maestra, no tiene a nadie con quien conversar de ella.
El acto lo abrió la embajadora con esta frase:
—Al igual que ustedes, yo tampoco puedo imaginar mi vida sin leer.
Los embajadores franceses tienen una diferencia con los embajadores españoles, y es que son capaces de decir esta frase y que te la creas.
A continuación, comparecieron los representantes de ocho universidades portuguesas. A todos ellos, la embajada les había enviado los libros de los cuatro finalistas y les había pagado el viaje a Lisboa (hubo uno que vino desde Madeira solo para la votación). Esto sí que es un gasto en cultura bien empleado. En España, el gasto en cultura consiste en pagarle a alguien un sueldo de secretaria de Estado para que le escriba los libros al presidente.
Tras una presentación de las cuatro obras finalistas, una representante del jurado, al más puro estilo Hollywood, abrió un sobre y anunció el ganador. Yo estaba que me moría de los nervios.
—El Goncourt de Portugal es para…
Redoble de tambores. Que sea Jean-Baptiste, que sea Jean-Baptiste…
—…Jean-Baptiste Andrea por Cuidar de ella.
Joder, menuda emoción me dio. Parecía que me acababan de dar el premio a mí. Qué feliz me sentí y qué envidia me dieron esos ocho universitarios, porque me habría encantado poder hacer algo así en mi época de estudiante. Qué lamentable es que en España, con nuestra política cultural a la deriva, no tengamos nada parecido.
Hace algunas semanas vi a un dependiente de La Casa del Libro recomendarle a una pareja Canción dulce, de Leïla Slimani.
—Esta novela ganó hace unos años el Goncourt —les dijo—, que es uno de los pocos premios que me inspiran un mínimo de confianza.
¿Es mucho pedir que tengamos en España un premio que les inspire un mínimo de confianza a los dependientes de La Casa del Libro?
No debe de ser tan difícil crear un premio así, porque en Francia, además del Goncourt, tienen muchos otros parecidos. Muestra de ello es la semana que viene, que está cargadita de premios. Mañana lunes, tras la deliberación final del jurado en el restaurante Drouant, se anunciará el ganador del Goncourt de este año. Minutos después se fallará el premio Renaudot, creado en 1926 por periodistas que se aburrían mientras esperaban el anuncio del Goncourt. El martes será el turno del premio Femina, creado en 1904 (un año después del Goncourt) y cuyo jurado está compuesto únicamente por mujeres. El miércoles se anunciará el premio Médicis, creado en 1958 y que tiene por objetivo galardonar la obra de un escritor novel o de un autor cuya notoriedad no se corresponde con su talento. Y el miércoles de la semana siguiente se fallará el premio Interallié, creado en 1930 por periodistas que se aburrían mientras esperaban el resultado del premio Femina (hay mucho periodista francés creando premios para matar el aburrimiento).
En pocos días, las carreras de varios escritores van a cambiar para siempre. Por su parte, los lectores tendrán tema de debate para varios meses, lo cual siempre es de agradecer.
Y todo esto nos lo estamos perdiendo en España, cuando no hay nada que nos impida hacer algo parecido. Tan solo hacen falta 10 euros. 10 euros y que la gente confíe en ti, claro está. A lo mejor el problema en España no son los 10 euros, sino justamente que la gente confíe en ti.
Llevamos 121 años de retraso con respecto a Francia, pero estaría bien que nos pusiéramos manos a la obra y creásemos un premio valioso tanto para los escritores como para la industria literaria a nivel internacional. Para ello, propongo algo tan simple como sustituir el nepotismo por la meritocracia. Es hora de que se produzca una revolución francesa en el panorama literario español.
¡Qué bueno el articulo!