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Selección de relatos del concurso juvenil #historiasdemiedo

Selección de relatos del concurso juvenil #historiasdemiedo

Más de 2.000 relatos han participado en la cuarta edición del concurso juvenil #historiasdemiedo, dotado con 2.000 euros en premios, organizada por Zenda y patrocinado por Iberdrola. Este certamen literario, en el que podían participar jóvenes autores nacidos entre 2007 y 2011, era de temática libre y comenzó el 1 de octubre de 2024, y terminó el 31 del mismo mes.

Este concurso de #historiasdejóvenes cuenta con un jurado formado por Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Roberto Santiago, Blue Jeans, Nando López, Paula Izquierdo e Inma Rubiales.

A continuación reproducimos la selección de las 30 historias que optan a los premios. El jueves 7 de noviembre se difundirán los nombres del ganador del primer premio y de los dos ganadores del segundo premio.

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1

Título: La caja de los caídos

Autor: Iker Rodríguez Pasadas

Centro docente: Institut Pau Casals

Jesús Gómez Blanco, un hombre de 77 años, vive solo en Zaragoza. Viudo desde hace una década y con los hijos lejos, su vida se ha reducido a investigar la Guerra Civil Española, especialmente los sucesos oscuros y las historias perdidas de los combatientes republicanos, como su abuelo. Jesús pasa sus días en su pequeño apartamento, revisando cartas, fotos y diarios. Pero esa noche, cuando descubre una caja de documentos en la esquina polvorienta del armario, algo cambia para siempre.

El metal de la caja está cubierto de óxido, y tiene una cerradura vieja. Jesús la examina, notando las iniciales “J.G.” grabadas de manera rudimentaria en la tapa. Con el pulso tembloroso, la abre y encuentra una serie de fotografías y un diario desgastado. En una de las primeras fotos, un grupo de soldados posa con armas rudimentarias en un campo de batalla desolado. Sin embargo, al mirar de cerca, nota un detalle que lo deja helado: entre los hombres, una figura oscura, desfigurada, parece flotar, mirándolo directamente. Su expresión es una mezcla de agonía y odio.

Jesús intenta convencerse de que es una mancha, un error de la fotografía antigua. Pero esa noche, el sueño lo evade, y la imagen del rostro oscuro y borroso de la figura persiste en su mente. Horas después, una sensación lo despierta: un frío intenso que parece emanar de la caja. Se levanta, y al acercarse, una corriente gélida lo recorre. En la penumbra, la caja parece moverse, como si algo dentro intentara salir.

Intrigado y aterrado, Jesús toma el diario y lo abre. La caligrafía es antigua, casi ilegible, pero entre palabras dispersas puede leer frases como: “fosas olvidadas”, “la maldición de Belchite”, y una que lo hiela: “el precio de recordar es llevar la muerte en los ojos”. Al avanzar las páginas, reconoce la mención de su abuelo, un combatiente republicano, y de otros soldados que desaparecieron sin dejar rastro en un lugar cercano a Zaragoza. La última página del diario muestra una advertencia clara: “Si ves sus rostros, ellos verán el tuyo. Y cuando te encuentren… no podrás despertar.”

Esa noche, Jesús no puede dormir. Cuando finalmente se duerme, su sueño lo arrastra a una trinchera húmeda, rodeada de sombras y lodo. En la penumbra, decenas de ojos oscuros lo miran, figuras de soldados desfigurados, arrastrándose entre el barro, pidiéndole algo en un susurro ahogado que apenas entiende. Al despertar, Jesús siente el peso de esos ojos, como si lo observaran desde algún rincón de la habitación.

Convencido de que necesita saber más, Jesús decide regresar al antiguo campo de batalla mencionado en el diario, cerca de Belchite, un lugar que se ha ganado fama de estar maldito. Coge su cámara, como si documentar la verdad pudiera liberarlo de esa presencia maligna. Conduce hasta el sitio al amanecer y, aunque está solo, el lugar le parece inquietantemente lleno de voces. A medida que camina, encuentra restos de trincheras y marcas en la tierra, como si los fantasmas de la guerra aún lucharan por salir a la superficie.

Justo cuando se decide a tomar una foto, un golpe seco retumba desde el suelo, como un puñetazo que sale de la tierra. Jesús retrocede, y entonces siente algo helado y huesudo aferrarse a su pierna. Con horror, mira hacia abajo y ve una mano de piel sucia y huesos sobresalientes que emerge de la tierra, aferrándose a él con una fuerza imposible. Las sombras alrededor se retuercen y en la distancia, las figuras desfiguradas del sueño comienzan a moverse hacia él.

Jesús intenta soltarse, pero el agarre es cada vez más fuerte. Una de las figuras logra llegar a su lado; sus ojos son pozos vacíos, su boca una mueca congelada en un grito de agonía. Cuando Jesús cierra los ojos, siente el aliento helado de esa presencia en su rostro, y escucha un susurro que parece venir de todas partes: “Nos olvidaste… y ahora, llevas nuestro peso”.

De algún modo, logra zafarse y correr hacia su coche, pero cuando llega, nota que algo lo acompaña. En el retrovisor, una figura oscura se sienta en el asiento trasero. Con el corazón desbocado, intenta arrancar el motor, pero este se apaga una y otra vez. Cuando finalmente logra encenderlo, la figura ha desaparecido. La sensación de ser observado no se va; al contrario, se vuelve más intensa con cada kilómetro.

Al llegar a casa, Jesús encuentra algo espantoso: en su escritorio, hay nuevas fotos, como si alguien hubiera estado documentando su escape del campo de batalla. En cada una de ellas, la figura de ojos vacíos y piel cadavérica aparece, cada vez más cerca de él. Las últimas fotos muestran claramente el rostro de Jesús, atrapado en una mueca de terror, como si fuera su propio retrato de muerte.

Aterrorizado y sin saber cómo deshacerse de esta maldición, Jesús decide quemar la caja y sus contenidos. Llena un balde con gasolina y arroja dentro las fotografías y el diario, tratando de evitar ver más de esos rostros vacíos. Cuando enciende el fuego, un grito ensordecedor llena la habitación, una cacofonía de voces desesperadas y agonizantes. En el humo, figuras borrosas emergen, estirándose hacia él, sus ojos oscuros llenos de reproche.

La última visión que tiene Jesús antes de desmayarse es la de su propio reflejo en las ventanas: su rostro se ha desfigurado, sus ojos son ahora pozos oscuros y vacíos como los de las figuras, como si él mismo se hubiera convertido en uno de ellos.

Al día siguiente, los vecinos encuentran la puerta abierta y el apartamento en silencio. Jesús está sentado en su escritorio, inmóvil, con las fotos de los soldados sobre la mesa. Todos sus rasgos se han desvanecido, como si algo hubiera absorbido su esencia, dejando una máscara vacía. En una de las fotos que quedó en la cámara, hay una última imagen: Jesús, de pie en una trinchera, rodeado por figuras espectrales que lo observan con esos ojos vacíos, los mismos ojos que ahora son suyos.

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2

Título: Máscaras fuera

Autor: Diego Castillo Martín

Centro docente: IES María Ibars

Los cristales de las ventanas y de los coches le cegaban irritablemente en su camino a casa. El sol brillaba con todo su esplendor a punto de alcanzar el cenit en un cielo grisáceo fruto de la bruma. Era uno de esos asquerosos días veraniegos en los que el calor era un fantasma insistente y todo resultaba molesto: las repetitivas chicharras, el asfalto de la carretera… Podía ser uno más de esos días monótonos y agotadores para Fred si no fuera por la llamada que había recibido hacía media hora.

Entró en su propiedad y recorrió el camino de piedra, inseguro, directo a la puerta de la casa. El edificio, magnífico y reluciente, no parecía el mismo en aquel momento; encerraba un secreto. Avanzó y posó la mano en la puerta. Estaba fría. No supo por qué pero sintió un escalofrío. Sacó las llaves y la puerta se abrió ante él lentamente. Murmuró el nombre de su esposa, temeroso, aún sin saber por qué.
El interior era fresco y tenues sombras se dibujaban en cada rincón. Frente a él estaban las escaleras que conducían a la planta superior. Soltó su maletín y dio la vuelta a la estructura central de la escalera, pasando por la espaciosa sala de estar con cocina abierta sin encontrar nada sospechoso pero tampoco rastro alguno de su mujer o hijos. Esa llamada había sido confusa y corta. Solo había oído sollozar a su mujer, murmurar el nombre de su hija y después, bueno, un golpe seco antes de que la llamada se cortase. No había dudado ni un momento en abandonar la oficina, pero… ¿ahora qué?

El pensamiento de la muerte se coló en él como una posibilidad, una terrorífica posibilidad. Temblaba ya, sin necesidad de haber encontrado nada. Solo la esperanza de reencontrarse con su familia le animaba a seguir. No dudó en agarrar un bastón en el vestíbulo antes de deslizarse escaleras arriba. Subiendo, centrado en lo que había sobre él, estuvo a punto de caer al resbalarse con algo en la escalera. Sangre. Sí, sin duda. Era la primera prueba física de que algo pasaba. O había pasado. Corrió, tropezándose varias veces y fue abriendo habitaciones esperando encontrar al fin el destino de su familia.

Creía que no encontraría ya nada allí arriba llegado ese punto. Un alivio sin duda. Un alivio que se desvaneció al ver la cuerda de las escaleras del ático manchadas de unas sospechosas manchas rojas. Tiró de la cuerda y subió, aún el bastón en la mano. Y allí estaba, su hijo. Tumbado en el suelo boca arriba, sus ojos abiertos petrificados en una expresión de primitivo horror. Se lanzó destrozado al cuerpo de su hijo. Agarró su cabeza con cariño, pero la mano se le empapó al instante. La retiró rápidamente y miró los ojos de nuevo. Aquellos ojos habían visto al asesino. Debía encontrar a su mujer y a Lily. Corrió de nuevo. Toda aquella claridad le aterrorizaba, con sus suaves sombras; el frío del aire acondicionado le había hecho erizarse el pelo y, ese silencio solo parecía susurrarle tres palabras: “vas a morir”.
Una vez en el comedor se dio cuenta de que había perdido el bastón. No le importó, solo quería encontrar a su mujer. Escuchó un chapuzón. Venía de la piscina. Salió lo más rápido posible y se asomó al borde. Bajo una nube de burbujas asomó un rostro casi irreconocible. Era su esposa. Se lanzó gritando y tiró de ella hasta las escaleras. Silencio. La reanimó. Nada. Lloró sobre ella. Nada. Estaba muerta.

El sol había llegado al fin a su punto más alto. La piscina se teñía lentamente de un rosáceo color. Su cabeza le daba vueltas. La casa fría, la piscina, las chicharras; todo se mezclaba inconexamente. No sabía si moriría ese día pero estaba seguro de que su vida ya había muerto.

El insistente calor del sol se detuvo un momento. Una sombra lo amparó del astro. Solo a él. Se enfrentó al rostro firme de la culpable, sus ojos sin atisbos de duda mirándole con respeto. Bastó un segundo para transformarse el cariño en asco y odio. Solo uno para convertir a su amada hija en un monstruo en su mente.

-Lo he hecho por ti, papá. Quiero vivir solo contigo- murmuró la voz con dulzura, sin importar las ensangrentadas manos.

Fred gritó con toda su alma. Todo se volvió un remolino, pero unos minutos después volvió en sí. Entonces al echar la vista al suelo vio el cuerpo de su hija, y un poco más arriba sus manos manchadas de sangre. Se retiró asustado. No recordaba cómo lo había hecho, pero de una cosa estaba seguro: no sentía remordimientos.

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3

Título: Te la quedas

Autor: Rocío Mengual García

Centro docente: ES María Ibars

Como Pascual no hay más, a sus ocho años es el mejor jugando al escondite, de su grupo de WhatsApp. Él presume orgulloso, que nació quince días más tarde, porque se escondió tan bien, que el doctor no lo pudo encontrar. Siempre está buscando nuevos retos.
A los dos años ya no cabía en el microondas, por lo que se metía en el tambor de la lavadora. Un día su padre estuvo a punto de centrifugarlo. Hace unos meses, se ocultó en el campanar, y hasta la policía lo tuvo que investigar.

Hoy es Halloween, no recuerda cuánto tiempo estuvo escondido la última vez que jugó, pero no tiene ninguna duda de que el primero quedó.

En el cementerio, todo volvió a empezar:

Pascual empezó a contar: uno, dos, tres, cuatro,… Los niños salieron corriendo sorteando lápidas, crucifijos y arbustos. Pero todo esto fue en vano, pues el olor a óxido y cipreses enmohecidos, alimentaba aún más sus inquietudes.

Pascual corrió asustado y desorientado, pues aquellos niños no eran sus amigos, sino unos completos desconocidos.

En su carrera tuvo la mala fortuna de tropezar con una piedra, golpeándose la cabeza contra una lápida.

Al incorporarse vio que en la lápida estaba su foto, y una placa que decía: “PERDONA HIJO, POR NO HABERTE BUSCADO EN EL POZO” firmado “PAPA Y MAMA”

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4

Título: Una habitación pequeña

Autor: Zi Cheng Jiang

Centro docente: IES. Las Veredillas

La habitación era muy pequeña. Demasiado pequeña. Y el foco LED que colgaba del techo brillaba mucho.

—Queremos ayudarte.

La silla de metal cojeaba y era incómoda. Y cada vez que te inclinabas a un lado hacía el molesto sonido de clac clac clac.

—Ayúdanos a ayudarte. Por favor.

La mesa, también de metal, era lisa y ligeramente polvorienta.

—Solo necesitamos unas pocas respuestas.

Aunque no lo suficiente como para ensuciarte las manos.

—¿Me estás escuchando?

Clac, clac, clac

—Mírame.

Clac, clac, clac

—¡Mírame!

El grito sobresaltó al niño, quien finalmente miró al hombre. Llevaba una camiseta sencilla con corbata y unos pantalones marrones. Parecía enfadado. Suspiró.

—No quería asustarte —dijo—, pero esto es serio.

Jaime permaneció callado.

—¿Nos ayudarás? —preguntó.

Lo miró tímidamente con el cuello encogido como una tortuga que asoma cuidadosamente de su caparazón.

—Si.

Una débil sonrisa se dibujó en la cara del hombre.

—Muy bien, en primer lugar —empezó a decir—, ¿recuerdas lo que estabas haciendo ayer por la noche? ¿Cerca de las diez?

Jaime lo recordaba muy bien, se había ido a la cama pero de pronto oyó gritos. No se atrevió a salir de la cama.

—Me había ido a dormir.

—¿Oíste algo?

Clac, clac, clac

—¿A algo o a alguien?

Clac, clac, clac

—¿No oíste nada?

Clac, clac, clac

—Sí —dijo al fin.

—Muy bien —respondió el hombre mientras anotaba la respuesta en una libretita—, ¿Qué fue lo que oíste?

Jaime sabía que sus padres discutían a menudo por las noches. Creían que sus hijos ya estarían dormidos pero se equivocaban. De vez en cuando, Jaime y su hermano oían las discusiones. No los entendían del todo, pero gritaban. Gritaban muy alto. Discutían sobre temas como el dinero, el amor y el divorcio.

—Gritos.

Pero los gritos de esa noche eran diferentes. Eran solo gritos, a secas. No había discusiones ni argumentos y todo ello duró mucho menos de lo normal, apenas unos diez minutos. Pero Jaime no se atrevía a salir de la cama. Se quedó quieto, envuelto en las sábanas. Le hacía sentir seguro.

—De acuerdo —continuó apuntando en la libreta—, ¿Solo gritos?

Clac, clac, clac

—¿Solo gritos?

Clac, clac, clac

—Sí.

—¿Y no fuiste a ver qué es lo que ocurría?

—Me daba miedo.

—Entiendo. Cambiemos de tema —sacó una foto de un archivador—, ¿Te suena esto de algo?

Era una escopeta Remington 870, propiedad del padre de los hermanos. La caza era una de sus aficiones. Además, siempre la mantenía en su habitación por las noches y anhelaba aquel día cuando llegue un ladrón para poder usarlo legalmente contra una persona. Jamie nunca había visto esa arma.

Clac, clac, clac

—No.

Clac, clac, clac

—¿No?

Clac, clac, clac

—No.

El rostro del hombre se ensombreció.

—¿Estás seguro? —preguntó.

Clac, clac, clac

—Si.

El hombre suspiró y miró fijamente al niño.

—Tus huellas están en este arma.

Jaime jamás había visto esa escopeta, y Jaime jamás la tocaría incluso si conociera de su existencia. Jaime siempre fue el hermano bueno de los dos. Era el más joven, era más educado, y sacaba mejores notas. Era el hijo perfecto, a diferencia de su hermano, Mateo, que era irrespetuoso, sinvergüenza, y siempre sacaba malas notas. Sus padres siempre comparaban a Mateo con su hermano menor. Y no le gustaba nada, era frustrante.

—¿Q- Qué?

Sacó otra foto del mismo archivador, ignorando la pregunta.

—¿Reconoces esta foto?

La reconoció. Eran sus padres. Ambos muertos, estaban tirados en el suelo sobre un charco de sangre. Había heridas de bala. Muchas, muchas heridas de balas. Y la escopeta estaba a un lado. Reconoció la escena, la recordaba vívidamente. La posición de las balas, de los agujeros, reconocía la extraña postura de las extremidades, la manera en la que reposaban sobre el suelo. Recordaba el olor metálico en el aire, que se mezclaba con el olor de la pólvora.

—Las únicas huellas en el arma son la tuya y la de tu padre —dijo—, y por la abismal cantidad de heridas de bala que tiene tu padre, podemos deducir que es imposible que se haya suicidado después de matar a tu madre.

—Sé honesto —continuó—, ¿Mataste a tus padres, Mateo?

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5

Título: Lo hizo mejor

Autor: Mayrim Smiht Blanco Céspedes

Centro docente: Institución educativa colegio Puerto Santander

Llevaba meses observándola, pero ya no era suficiente; necesitaba tocar hasta sus intestinos. Me obsesioné con ella cuando la vi por primera vez. Nunca hemos cruzado una palabra, y creí que solo observarla iba a ser suficiente, pero ya no aguantaba más. Así que, desde hace un mes, estuve acomodando mi sótano para que se ajuste a sus necesidades esenciales, porque ya no aguantaba más solo observarla. Sabía que, al tenerla aquí, también iba a ser por muy poco tiempo, porque iba a terminar despedazando su precioso cuerpo y saciándome de placer por el mismo. Así que, una noche, fui por ella…

El pesado viento me acariciaba el rostro mientras corría hacia donde trabajaba. Ya se aproximaba su hora de salida. Ahí iba ella, con su hermoso vestido rojo pegado al cuerpo. Fue fácil para mí, esperé a que cruzara el callejón para poder hacer que se desmayara ante mí. Su rostro se tornó confundido al despertar en mi sótano, pero me molestó tanto que no se formara ni una sonrisa en su rostro. Desesperada, empezó a preguntar dónde estaba y cómo había llegado allí. En medio de mi ira, le contesté que nunca podría escapar de ahí, que ahora me pertenecía y que sus días conmigo estaban completamente contados; no podría escapar. Ella solo soltó a llorar y empezó a suplicar su libertad. Ya conozco algo de esto, porque ya lo viví antes; por suerte salí ileso de eso, pero esta vez no iba a correr ningún peligro.

La dejé sola en la habitación, con agua y un simple pedazo de pan; era su castigo por haberme hecho enojar. Volví dos días después, con ropa para ella y buena comida. Le ofrecí disculpas por haberme enojado, pero también le recalqué que fue su culpa. Esa vez se mostraba más tranquila, pero nada me saca de la cabeza que solo lo hizo con el fin de embobarme para que la dejara ir. Fingí ir cayendo en su juego para poder jugar el mío.

Pasó un mes en el que ella juraba que había conseguido bastante de mí, pero el que consiguió más fui yo. A pesar de que cometí un error, y fue quedarme dormido allí con ella, por suerte desperté antes de que saliera de la casa. Me hizo enojar demasiado; la golpeé tanto que derramó mucha sangre. Pero eso solo me generaba placer; ver cómo lloraba y se retorcía de dolor fue lo mejor. Así le hacía pagar cada uno de sus errores. En repetidas ocasiones me suplicó que la matara de una vez y que no le hiciera vivir más esa tortura. Pero yo no quería, porque quería seguir llenándome de placer con ella.

Y así fue. Dos semanas más y llegó el último día. Siempre fui un hombre de palabra, así que organicé la siguiente habitación que ella no conocía: la habitación donde le haría sufrir como nunca, donde por fin iba a tocar hasta lo profundo de su ser. Organicé una cena; hice que pasara un buen rato antes de su muerte. Se veía muy emocionada y llena de ilusión; nuevamente dijo que me perdonaba por todo lo que le había hecho. Yo le dije que no lo hiciera, porque solo era una cena, y lo que venía era peor. Se soltó a Ilorar, y la dejé sola un rato. Cuando volví, no la encontré en su habitación y me alarmé; pensé que se había escapado. Me calmé solo cuando escuché un pequeño ruido proveniente de la habitación donde la mataría. Así que entré preparado. Pero, al abrir la puerta, me golpeó con un bate y caí profundamente inconsciente.

Al despertar, estaba atado a una silla y tenía una cadena rodeando mi cuello. En ese momento solo pude reír, porque lo hizo mejor. Ella se empezó a reír de mí en mi cara y veía que lo estaba disfrutando. Dijo que se iba a vengar por todo lo que le hice, pero eso solo causó que me excitara. Le dije que lo hiciera, que hiciera lo que quisiera. Me golpeó con el bate en repetidas ocasiones, nada tan grave; ella no era tan fuerte, estaba débil, pero al final de cuentas yo era el que estaba atado sin nada que hacer. Cuando se cansó de golpearme, se fue, y creí que me iba a dejar ahí e iba a escapar, pero al otro día volvió y me recordó que se iba a vengar: me cortó los dedos, rebanó mi miembro; me estaba desangrando y sabía que iba a morir ahí, pero el tiempo que estuve agonizando fue el suficiente para saber todo lo que hizo conmigo antes de morir. Se reía de mí y gozaba mi sangre. Eso… eso me encantó; creo que fue el mejor momento de placer que tuve. Rasgó mis brazos y piernas; para este punto ya debía estar más que muerto, pero no fue así. Su último ataque fue clavarme el cuchillo en la cabeza, y recuerdo que sus últimas palabras fueron: «Yo lo hice mejor. Yo gané el juego.»

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6

Título: No enciendas las luces

Autor: Sofía Arribas López

Centro docente: I.E.S. Claudio Moyano

Nunca se ha tenido miedo a la oscuridad, se le teme a lo que hay en ella. Monstruos que se esconden debajo de la cama o dentro del armario. Esas cosas que observan desde las sombras, y se sienten. Se siente su mirada clavada en la nuca, se oyen los golpeteos que dan en el cristal de la ventana queriendo entrar. Se puede sentir como a veces se suben encima de la cama y no se puede hacer nada por impedirlo, porque es imposible respirar.

Para ahuyentar a los monstruos que viven en las sombras todos hacemos lo mismo: encender la luz. Cuando encendemos la luz las sombras desaparecen, y con ellas los monstruos. Pero ¿no es cierto que una vez que se enciende una luz no se puede volver a apagar?

Esto es debido a que si la sombra vuelve es posible que el ser que nos acecha también lo haga. Es en ese momento donde aprendemos que las sombras no se van, simplemente dejamos de verlas.

Entonces, ¿qué se debe hacer: apagar las luces y dejar de ver la amenaza o quedarse a oscuras pero siendo consciente de todo lo que el sol oculta?

Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap

En medio de la noche una pequeña niña despierta de golpe. El sudor frío recorre todo su cuerpo, apenas puede respirar. Todo lo que se escucha en la habitación es la errática respiración de la pequeña y el martilleo del corazón en su pecho.

Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap

La pequeña recorre la habitación con la mirada. Cada rincón, cada sombra producida por la luna, cada mueble. No hay nada. Está sola en la habitación.

Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap

Es lógico, ¿no? Mamá dice que los monstruos no existen, que no hay que tener miedo. Y si alguna vez aparece uno, ella vendría a salvarla. Pero si eso es cierto, ¿por qué oye eso debajo de su cama? ¿Por qué sabe que está ahí si ni siquiera se atreve a mirar debajo de la cama? ¿Por qué mamá no está con ella cumpliendo su promesa?

Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap

“No hay que preocuparse”, piensa la niña, “Seguro está cansada, mamá hoy ha trabajado mucho. Debería ir con ella, quiero ir con mamá”.

Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap

La pequeña lo tiene decidido, irá con mamá. Pero para ir a la habitación de mamá tiene que bajarse de la cama. ¿Y si al tocar el suelo eso la coge de los pies y la arrastra debajo de la cama? ¿Debería levantarse o quedarse ahí?

Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap Tap

“Basta”. Debe ser valiente. La pequeña se sienta al borde de la cama, balanceando los pies. Tarda un poco pero se baja de la cama de un saltito.

De repente todo es mucho más grande y oscuro, la cama es mucho más alta, el armario mucho más imponente, las paredes cobran vida y se ponen a susurrar cosas incomprensibles, y la puerta de la habitación está mucho más distante.

Con los nervios a flor de piel camina rápidamente de puntillas sin hacer ruido hasta la puerta, con cuidado de no caerse, por si eso la atrapa estando en el suelo.

Siendo lo más silenciosa posible la pequeña cierra la puerta y mira hacia el frente. La sensación de incomodidad de la que intentaba escapar no ha desaparecido. Las paredes parecen estar observándola. Es como si todo el pasillo fuera un ente que la observa, como la sombra que está debajo de su cama.

Eso no había querido seguirla fuera de su habitación, eso es lo que importa, y un pasillo no te puede hacer daño, ¿cierto? Ahora lo que importa es cruzar el pasillo y llegar a la habitación de mamá.

Un suspiro tembloroso se escapa de los labios de la pequeña. “Antes el pasillo no era tan largo”, se dice la niña. Y es cierto, pareciera que la distancia se ha duplicado.

“Basta. Hay que ser valientes”. La pequeña atraviesa todo el pasillo, pendiente de todo el ruido que oye, el chirrido ensordecedor de sus pasos, el martilleo imparable de su corazón, el ruido de su respiración, parece que atrajera a todas las sombras de la casa.

Pero también está muy pendiente de los susurros de las paredes, que cuentan secretos, sus secretos.

Finalmente llega a la puerta de la habitación de mamá. Ni lenta ni perezosa se estira todo lo que puede, gira la manilla y entra en la habitación.

-¿Qué pasa, cielo?- Pregunta mamá muy adormecida.
-Mamá, tengo miedo, ¿puedo dormir contigo?- pregunta la niña, aunque ya sabe la respuesta.
-Claro, ven aquí.-Contesta mamá levantando las sábanas, invitándola a tumbarse con ella.

La pequeña corre hacia la cama, se tumba y abraza muy fuerte a mamá. En este momento todas esas cosas desaparecen. La pequeña no lo había visto, pero no le hacía falta, pues ya no los nota.

Entonces cierra los ojos y se duerme feliz.

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7

Título: La aterradora verdad

Autor: Marta Isabel Blaj Corfu

Centro docente: IES Districte Marítim

La pasión fluía en el ambiente. Nunca había sentido tanta lujuria y deseo por Sebastián. A cada beso que me daba yo tenía una prenda menos y me parecía que él estaba demasiado vestido. Para cuando por fin se quitó la camiseta mi cuerpo estaba completamente al descubierto. Sentía como el cuerpo de mi marido se estremecía, lo que hacía que el mío lo imitara. Sus manos no paran de moverse, cada vez más frenéticamente, cada vez más fuerte. Su desesperación me alenta a tocarle con más énfasis. Hasta que llego a una parte de su espalda donde está mojada. Eso me saca un poco de la situación, y lo que me confunde aún más es que el líquido sea espeso y caliente. El olor metálico de la sangre me llega el segundo siguiente, a la vez que el último sonido que saldrá de la boca de mi amor. Acto seguido se desploma encima de mí pero no tengo tiempo de sentir su peso pues el sujeto enmascarado lo ha alejado de mí y ocupado su lugar.
Ahora estoy debajo de un hombre que no conozco, totalmente desnuda y empapada en la sangre de mi amado. El terror corre a toda velocidad por mis venas. ¿Quién era este tío? ¿Qué me haría? Mi respiración se acelera por momentos, manteniendo la expectación de un final trágico. Mi ansiedad también crece a medida que el tiempo pasa y el sujeto no hace nada. Su macabra máscara no deja ver sus ojos, pero los siento. Se pasean por mi cara, por cada centímetro de piel descubierta, y me repugna que pose esos ojos de psicópata en mí.
Maldita sea, ¿Por qué no hace nada? ¿Estará pensando en cómo me va a matar? Después de tomarse su dulce tiempo para observarme se levanta la máscara mientras suspira.

— Veo que no has aprendido nada — dice en un tono decepcionado, pero continua con una falsa tristeza — ¿Cómo has podido?

Mi sorpresa escapa de los límites humanos en este momento, ¿qué está pasando?

—¿S-sebas? — digo con voz quebradiza.

— Veinte años juntos y todavía sigues sin saber diferenciarnos. Te ha costado la vida de mi hermano. Espero que estés contenta.

Pensaba que ese juego se había quedado en nuestra infancia. No me esperaba que lo fueran a practicar de nuevo. Y ¿cómo es posible que su hermano se hubiera aprovechado tanto de la situación como para intentar acostarse conmigo? La confusión y la traición son demasiado abrumadoras en este momento como para pensar con claridad, aun así se me ocurre una cosa:

— ¿Me vas a matar a mí también?

— Oh cariño, esto solo acaba de empezar. — Su sonrisa, la que alguna vez encontré tierna y la llamé mi hogar, ahora solo es la prueba de que nunca lo conocí de verdad.

El verdadero Sebas se inclina a un lado y reaparece en mi campo de visión con una motosierra. El sonido brusco de esta al encenderse me arranca un grito estremecedor y el loco que tengo delante empieza a soltar carcajada tras carcajada, cada una más fuerte que la anterior, en respuesta a mis gritos. En un momento de lucidez cojo las almohadas y las acerco al utensilio encendido, causando una explosión de plumas. Distracción suficiente para empujarlo y huir de esa habitación.

Él está tirado en el suelo cuando yo salgo por la puerta de la habitación. No miro atrás pero oigo sus pasos y sus gritos, sus amenazas, juramentos y promesas que tienen el mismo significado: si me alcanza estoy muerta.

Intento no tropezarme al bajar las escaleras y abrir la puerta lo más rápido posible. Comienzo a sufrir las bajas temperaturas de enero en Washington nada más salir al porche y más con todo el líquido rojo desagradable adherido a mi cuerpo.

Y con esas pintas lamentables y grotescas, corro.

Corro lo más rápido que puedo, tan rápido como me permiten mis piernas y más. La garganta me arde, mis piernas se debilitan. No me atrevo a gritar por ayuda por si él me encuentra, por si sigue detrás, por si sigue mis pasos y decide acabar lo que ha empezado. Llego a una comisaría de milagro, con una pulmonía acechando. Todos acuden a mi rescate al ver mis condiciones. Me bombardean con preguntas pero no hago caso a ninguna, solo lloro. Lloro más agua de la que he bebido en mi vida. Lloro de agradecimiento y alivio por encontrar un lugar seguro. Pero sobre todo lloro por el miedo que da saber que el hecho de que yo esté aquí es solo porque así lo quiere él. Él, a quien una vez llamé mi marido, mi primer y único amor.

Después de unas horas entré en estado de shock. Ya no me salían las lágrimas y mi mente estaba en blanco. No quería recordar.
Tras limpiarme la sangre como pude y ponerme ropa decente con ayuda de una policía, me llevaron a una sala en la que me dijeron que tendría que relatar lo que pasó y me harían unas preguntas para completar la denuncia.

Debía contarle lo ocurrido a un policía un poco antipático. Mientras le contaba los hechos tenía una postura muy condescendiente. Al acabar dijo algo que nunca habría esperado:

— Siento mucho lo ocurrido, señora Watson. Pero bueno, empecemos por el principio: ¿qué llevaba puesto?

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8

Título: El silencio del cuervo

Autor: Marta Cano Ramírez

Centro docente: I.E.S Albero

Una campanada, dos pasos. Silencio. Un paso, un golpe. Silencio. Dos campanadas seguidas, tres pasos, una voz, un susurro. Silencio. Ese día era distinto, él lo sabía. Si alguien le preguntara no sabría explicar por qué, pero lo sabía. ¿Qué sería? ¿Un paso más, un paso menos? ¿La voz, el susurro? ¿Decía lo mismo que los últimos 6 días o habría cambiado? Era incapaz de pensar. Solo quería escapar. Quería sentir. Ojalá el cuervo estuviera con el. ¿Cuándo era la última vez que lo había visto? Tampoco lo sabía. Sesenta segundos y la voz volvería. Siempre volvía. Esta vez escucharía. Debía escuchar si quería escapar. Treinta segundos. Silencio absoluto. Treinta y cinco. Paz, demasiada para ser real. Cuarenta, cincuenta, sesenta. Silencio. Aguantó la respiración. No escuchaba ni su propio corazón. ¿Se habría detenido? No, porque podía sentir la tierra contra su piel. La voz. Se escuchaba lejos. No era capaz de escuchar. Se acercaba. Cada vez era más clara. Un paso, dos, tres. La voz cada vez era más fuerte. Silencio. Una luz le cegaba cuando abrió los ojos. Era una habitación blanca. No había ni rastro de color en ninguna parte.

-Buenos días- le dijo una voz.

-Buenos días- contestó sin molestarse en preguntar.

-¿Cómo ha ido esta noche? ¿Ha habido algún problema? Si no duermes bien puedes decirlo para administrarte un medicamento más fuerte.

-No será necesario, todo ha ido bien. Gracias.

La puerta se cerró. El silencio volvió.

Miro a la ventana. Allí estaba, mirándolo fijamente con sus ojos negros. Cuando no lo necesitaba siempre estaba. Soltó un graznido como si lo hubiera escuchado. Soltó otro y otro. Silencio. Y la voz volvió. Cerró los ojos con fuerza. No podía estar pasando. Cuando el cuervo estaba nada iba mal. Todo estaba en su cabeza. Pero cuando sonó la campana y abrió los ojos el verdadero horror fue darse cuenta de que siempre había sido real.

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9

Título: Las taras

Autor: Antía Montero Segade

Centro docente: Santiago de Compostela

La comida sobre la sartén ya estaba fría, aunque tampoco hacía tanto tiempo que ella había llegado. La televisión seguía encendida, pero era noche de tormenta, y de vez en cuando los diálogos de los reporteros eran interrumpidos por un zumbido constante. Las luces blancas de la cocina también zumbaban. Eran antiguas, supuso, pero seguían perforándole las pupilas con aquel resplandor fluorescente.
Algunos la llamaban bruja, o demonio. Lo había escuchado por medio de diálogos como los de la televisión. Y en periódicos, y en la pequeña radio de su bolsillo, aunque se le había roto cuando salió a hacer su trabajo la semana pasada. Los medios de comunicación le eran realmente útiles para descubrir cuál sería su próximo empleo, así que tendría que buscarse una nueva.

También la llamaban cosas peores. Ella comprendía que solo era porque la gente común no suele comprender sus poderes o su estilo de vida; seguro que pensaban que no estaba bien pagado, porque siempre están pensando en dinero. Pero el dinero no importa cuando estás muerto. Nada importa excepto la huella que dejas tras de ti.

Hacía años ya que había decidido cuál sería su huella, el propósito que la movía y por el que le daba igual que la llamasen bruja, y era hacer del mundo de los humanos un lugar mejor. Era más fácil de lo que toda esa gente con poder falso se pensaba: consiste en eliminar las taras, y no es nada difícil encontrarlas.

Todos los días se hablaba de las taras, todos. Ella estaba harta de escuchar sobre ellas y ver que nadie hacía nada al respecto. Su propia madre había sido una tara, y se había encargado de ella. Nunca comprendió los poderes de su hija. Nunca entendió que había nacido con ellos por una razón. Si era capaz de guiar las acciones de las personas a voluntad, ¿por qué no iba a usarlo para lo que debía?
Aquel día, en aquella cocina, se había deshecho de otra tara. Se le habían quedado los ojos abiertos. La boca también. Tirado sobre el suelo de baldosas con esa expresión, aquel hombre casi parecía un muñeco. Poco quedaba de blanco en su camisa, decorada con un rojo igual al del cuchillo que le había dado muerte. Era un cuchillo de cocina, que estaba utilizando para cortar pimientos. El rojo de las verduras no era tan bonito como el de la sangre que bañaba el suelo.

Había sido un trabajo satisfactorio, el de aquella noche. La puerta de la casa estaba cerrada, pero la ventana del salón no. Aunque con la televisión encendida, el hombre estaba en la cocina. Lo vio desde la otra sala. Sergio Hernández Pazos, así se llamaba. A esa tara la había visto en los periódicos. “Un hombre acusado de violencia vicaria tras su divorcio”, decía el titular. Ella no comprendía cómo podía seguir en su casa, vivir en cierta normalidad, esperando un juicio. De todos modos, tampoco creía en las cárceles. No entendía por qué se deberían mantener juntas a todas las taras, en lugar de deshacerse de ellas. Todo era culpa de los hombres con poder falso, como siempre.
Sus noches favoritas eran siempre en las que, como aquella vez, la tara no se daba cuenta de que estaba allí. Al final, todas seguían un mismo camino, y si la veían mirándolos fijamente tratando de introducirse en su mente con el destello rojizo de sus ojos, el pánico y la confusión las paralizaban.

Sergio había seguido los tres pasos a la perfección; es más, teniendo ya cuchillo en mano, ella pudo saltarse ordenarle el primero. El segundo paso consistía en reconocer lo que era. Una tara. Con un mero movimiento de mano, trazaba poco a poco las letras de la palabra, y la tara seguía los mismos con el cuchillo, sobre su pecho. T. A. R. A. Así, una vez muertos, los humanos corrientes podían comprender el por qué, aunque casi nunca lo hacían.

El último paso era el que llenaba el suelo de sangre y el que hacía que las taras se cayesen sobre él. También era el más rápido. Ella cerraba el puño, y el cuchillo les atravesaba el pecho.

Sergio se cayó con los ojos abiertos, y la boca también. Ella pudo sentir su última respiración, que le llevó una sonrisa a la cara. Una menos.

La luz de la cocina era realmente molesta. Salió por la ventana de nuevo, sabiendo que al día siguiente, si es que encontraba una radio nueva, escucharía de nuevo que la “Bruja de las Taras” había vuelto a atacar. De nada servía. La policía o cualquiera de esa gente nunca la encontraría; al fin y al cabo, eran las víctimas las que se marcaban, y las que se quitaban la vida. Su madre fue la primera, y nunca le dieron explicación. Ni a ella ni a nadie. Nunca lo harían, y ella podría seguir con su trabajo hasta que todos comenzasen a comprender lo necesario y útil que era.

Sus pasos hacían crujir la hierba. Se sacudió algo de polvo de la manga, de la ventana de la tara, supuso, mientras pensaba en cómo sería su próximo trabajo. Era tan poco predecible que cualquiera podría serlo. Había taras claras como Sergio, por supuesto, y como él, muchas.

Pero de vez en cuando eran más entretenidas.

Una conductora arriesgada.

Un famoso arrogante.

Una madre poco empática.

Un amigo falso.

Una narradora como la de este relato.

Un lector como el de este relato.

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10

Título: La Mente Cautiva

Autor: Ángeles de la Rosa Fernández

Centro docente: IES LAURETUM

Siempre me ha fascinado el fuego, así que al ver mi casa arder desde la distancia, siento una mezcla de embelesamiento y tristeza.
Sin embargo, noto algo estorbando de fondo, rasgando las paredes de mi mente. Como una voz proveniente de una realidad distinta.
—Despierta —me dice.

Y obedezco.

Me incorporo fugazmente, rascándome la nuca, sobre la colcha de invierno.

Un sueño.

—Drake, vas a llegar tarde —esa voz.

—¿Mamá?

La habitación está hecha un desastre.

—Verás que llegas tarde.

Tengo partido.

Giro la cabeza hacia el marco de la puerta, donde una figura que muchos consideran mi doble se postra, observándome.
Su brillante pelo castaño a juego con los ojos le cae hasta la barbilla.

Salto de la cama con un resoplido y me visto mientras mi madre sigue con sus cosas.

Bajo la escalera hacia la cocina de un salto, preparo una taza de leche caliente y la dejo en la encimera. Voy a por los cereales y luego cojo la taza de la mesa de madera. Un momento…

—¿Mamá, has entrado en la cocina?

—Qué va, ¿por? —me responde desde otra habitación.

—Es solo que creí haber… —miro de la encimera a la mesa —da igual.

Una media hora más tarde estoy sujetando un stick a punto de salir al rink.

Miro hacia las gradas mientras el resto de la gente va saliendo a calentar. Puedo ver a mi madre desde aquí. Ya ni me acuerdo de la primera vez que mi padre me trajo a un partido de hockey. Y todas las veces que vino a animarme. ¿Y dónde está? No me había acordado de él hasta ahora. Qué raro. Hoy estoy teniendo un día rarísimo.

Me empieza a doler la cabeza. El sueño de hoy… mi casa. Y había algo más. Tiro el stick al suelo, me quito los patines y salgo corriendo.

La gente está muy rara hoy. Todos me saludan sonriendo a medida que corro por la calle, incluso la gente que nunca me había caído bien.

Giro a la derecha y llamo al timbre de la casa de Zeke.

—Tío, ¿sabes dónde está mi padre?

—¿Qué padre?

—No me vaciles, se llama como yo, Drake Voss.

—Mentira, nunca he oído hablar de él.

Algo va mal, muy mal.

— Me voy— giro sobre mí mismo y echo a andar.

—No te vayas —me coge de la muñeca —. No puedes irte.

Me da un puñetazo en la cara, y noto cómo me rompe la piel de la mejilla. Saca un cuchillo, que juraría no haber visto antes.

Me abalanzo sobre él y acabo encima suya. Le agarro del cuello y aprieto lo justo para meterle miedo, mientras él trata de darme con el cuchillo, sin éxito.

—¿Qué está pasando?

—Nada —dice con dificultad para respirar.

—Dímelo —aprieto más fuerte, hasta que noto el pulso de su sangre intentando pasar— ¡Suéltalo ya!

La sangre deja de intentar pasar.

Dios, no, no. No quería hacerle daño.

Salgo corriendo mientras se me saltan las lágrimas. Era mi mejor amigo.

Esto no puede ser real.

Una mano me agarra del codo con una fuerza irresistible y me arrastra hasta el interior de una casa.

—¿Pero qué?

—Calla si no quieres que nos escuchen.

La voz áspera viene de una mujer de unos veinte años enfundada en un chándal naranja y con el pelo teñido de verde.

—Escucha. Creía que era la única. Pero te has despertado.

—¿De qué hablas?

—Esto no es real, es una simulación creada por un colapso psíquico colectivo.

—¿Qué?

—Lo que conocemos como mundo real se ha desvanecido por completo. Guerras nucleares, crisis, hambrunas, calentamiento global… Todo a la vez, una crisis mundial.

—Imposible —digo incrédulo, una chiflada.

—Eso explicaría por qué tu mejor amigo ha intentado matarte, y por qué nadie se acuerda de tu padre.

—¿Cómo sabes…?

—Yo lo sé todo —dice ella.

—Entonces, ¿no he matado a mi mejor amigo?

—Has matado su mente, así que básicamente sí, está muerto. Verás, las personas que hay aquí son reales.

—Joder.

Aún veo el brillo de sus ojos desvaneciéndose.

—Tienes que salir de aquí, de otro modo, el sistema de seguridad intentará volverte loco. Ve al instituto. La puerta del conserje. Una persona no levantará sospechas.

Corro porque no sé qué hacer.

Al girar por una calle veo una casa en llamas, y a mi padre arrastrándose, envuelto en lenguas de fuego, intentando escapar.

—¡Papá!

—¿Drake? —dice alguien.

—Zeke —susurro.

—¿Por qué me has matado? —dice con agonía saliendo de la casa.

Corro porque no es real.

Me estoy volviendo loco.

De repente soy un niño otra vez, jugando mi primer partido de hockey y mi padre en las gradas, animándome. Entonces, las mejillas se le hunden del hambre a todo el público.

—¿Por qué nos has matado? —gritan al unísono.

—Yo no…

Se me saltan las lágrimas.

Corro los pocos metros que me quedan hacia la puerta del instituto.

Me están siguiendo. Mi padre, Zeke, la gente del público, mi madre… Y la mujer del chándal naranja.

Cuando voy por el pasillo y estoy a punto de abrir la puerta, se me abalanza la mujer del chándal naranja encima.
—¿Qué haces?

—¿No lo entiendes? No puedes escapar. Es un ciclo que se repite una y otra vez.

Consigo entreabrir la puerta metiendo las puntas de los dedos por la raja que separa el marco.

Un resplandor lo engulle todo y pierdo el conocimiento.

Esa noche no tengo sueños, y me levanto en mi cama con un respingo.

Lo he conseguido.

—Vas a llegar tarde —dice mi madre desde el marco de la puerta.

Es totalmente lo contrario que yo, ojos azules y el pelo negro teñido de verde. Hoy está vestida con un chándal naranja.

—No, qué va.

Salto de la cama, me visto y bajo a la cocina.

Lo conseguí.

Allí, cojo una taza del armario, la pongo en la encimera, y agarro los cereales.

Luego cambio la taza de la mesa de madera a la encimera.

¿Lo conseguí?

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11

Título: La noche del solsticio

Autor: Isaac Alonso Martínez

Centro docente: IES Sefarad

Todos le tenemos miedo a algo. A los monstruos, a las arañas, incluso, aunque no lo crean, a las palabras largas y es irónico porque el propio nombre lo es: hipopotomonstrosesquipedaliofobia. O, incluso, el miedo irracional al número 666: hexakosioihexekontahexafobia, resumido en trihexafobia. Esta historia es una leyenda. Bueno, en verdad se acabó convirtiendo en realidad.

Era un verano normal en el pueblo: el viento soplaba, los pájaros cantaban y los coches pasaban. Pero pasaban solo una vez al día: uno rojo, uno azul y uno verde. Siempre pasaban a distintas horas: el rojo, a las 14:00 pm; el azul, media hora después y el verde, cada cinco minutos desde las 14:00 pm hasta las 14:30 pm, pero era siempre el mismo coche.

Estaban ocurriendo sucesos extraños, así que no me preocupé mucho por eso. Los niños habían empezado a desaparecer. María Fernanda, la panadera, declaró que era de noche y que estaba viendo su serie favorita, cuando escuchó un ruido en el cuarto de su hijo, fue corriendo y ya no estaba.

Yo era un niño entonces y, por supuesto, no me gustaba escuchar noticias como esa. Mi pueblo tenía tantas leyendas en su historia como habitantes. La que más miedo me daba era la que contaba que “si se te aparecía un pájaro amarillo, grande como el de barrio Sésamo, pero perturbador, te obligaba bajo pena de muerte a jugar con él a un juego infantil que consistía en que toda tu familia se tenía que tirar al agua. Cogidos de la mano, con el pájaro en medio, y por turnos (una especie de ‘pasa palabra’), el pájaro te hacía una pregunta. Si respondías mal, o respondía otra persona, os mataba con un machete y el agua en vez de teñirse de rojo sangre se volvía amarilla limón”. Otra de ellas, y la que más nos interesa, era esta : “todos los meses de julio, en torno al solsticio de verano, un ser humanoide que iba a cuatro patas raptaba gente por las noches y se refugiaba en los tejados… al día siguiente caían descuartizados por la chimenea de su casa”. ¿Terrorífico verdad?

Fueron muchos los que pensaban que el ser de los tejados estaba detrás de aquellas desapariciones. Habladurías, pensé yo. Pero empezaron a encontrarse peluches o juguetes en las chimeneas. Recuerdo que dijeron que en la chimenea de Alberto, el hijo de la doctora Jimena, apareció enganchada la sábana de su cuna ¿Eran pruebas de que el ser era real? Yo no lo quería creer. Pero, aún así, comencé a dormir bajo una montaña de peluches y cojines, a veces debajo de la cama, otras en el pasillo.

Este verano lo he recordado todo. El miedo que me fue atrapando hizo que dejara testimonio de todo aquello en la vieja grabadora de cassette que me había regalado el abuelo Bernardo, de sus tiempos de reportero. Lo había olvidado, pero ha vuelto. Las cintas de cassette estaban en el fondo del baúl de mi madre, en la casa del pueblo. He tenido que desmontar la casa tras su muerte y he vuelto a revivir aquel verano.

– “Mis padres me han cambiado de habitación a una con ventanas. Grandes ventanas. Ahora no puedo dormir. Se oyen ruidos extraños en el tejado… como goteras… Me he despertado y allí estaba: mirándome, desde la ventana. Era como el de la leyenda, pero con ojos rojos y la boca llena de sangre. Lo extraño es que parece sufrir, pero sonríe constantemente. Una sonrisa ansiosa. No sé cómo, me levanté, cerré la cortina y me hundí bajo mis peluches. Volví a dormirme, ciego, con la esperanza de que ya no lo volvería a ver”.

Diez años después, en la misma casa, en la misma habitación, vuelvo a escuchar goteras. Esta noche es el solsticio de verano.

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12

Título: Libro

Autor: Alba Moyano García

Centro docente: IES Madrid Sur

Sara encontró el libro en una librería de segunda mano, en el rincón más oscuro y polvoriento. No tenía título ni autor, pero algo en su encuadernación antigua y en las hojas amarillentas le llamó la atención, como si el libro le perteneciera desde siempre.
Esa noche, con una taza de té en la mano, comenzó a leer. Las primeras páginas describían la vida de una mujer, con una precisión inquietante. Detallaban sus gustos, sus recuerdos de la infancia, incluso su primer amor. Todo coincidía con su propia vida. Asustada, cerró el libro de golpe, pero su curiosidad la venció y lo abrió de nuevo.

A medida que leía, el libro comenzó a contar cosas que le estaban sucediendo en ese mismo instante: el sonido del viento en la ventana, el crujir de las tablas del suelo, el latido de su corazón cada vez más acelerado. Cada línea anticipaba sus movimientos: Sara se llevó la mano a la boca, horrorizada. Y así lo hizo. Pasó las hojas frenéticamente hasta detenerse en una frase que la dejó helada: Sara se levanta de la silla, pero algo la detiene. Nota una presencia en la oscuridad, una sombra que la observa desde el rincón de la habitación. Incapaz de respirar, levantó la vista y miró hacia el rincón. No había nada. Volvió al libro, pero las palabras se habían adelantado otra vez. Sara sabe que es su última noche, que el libro la ha atrapado. Intenta salir de la habitación, pero la puerta no se abre. Sintió un escalofrío, y corrió hacia la puerta. Giró la perilla, pero estaba bloqueada, aunque no tenía seguro. El libro continuaba:

La sombra se acerca, y Sara siente un aliento helado en su cuello. No hay escapatoria; sus gritos quedan atrapados en la soledad de la casa. Las luces comenzaron a parpadear. En un último intento de desesperación, Sara lanzó el libro al suelo y corrió hacia la ventana, pero no pudo abrirla. Detrás de ella, el libro se abrió solo en la última página. Una frase breve se formó ante sus ojos, escrita como si la tinta acabara de secarse:

«Sara cae al suelo, con la mano extendida hacia la puerta, mientras su último suspiro se apaga en la oscuridad.»
Sintió cómo el aire le faltaba, sus fuerzas disminuían, y cayó de rodillas. Su mano se extendió hacia la puerta, pero no alcanzó a tocarla.

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13

Título: La pesadilla de las cartas rosas

Autor: María Bravo Castellano

Centro docente: IES Ribera del tajo

Me llamo Antonio, tengo cincuenta y dos años y padezco parálisis del sueño desde hace tres años, la mayoría de las noches sufro esta pesadilla, al dormirme de madrugada me despierto y mi cuerpo no reacciona, y empiezo a ver entes que se pasean por delante mía mirándome y me susurran cosas, me pongo muy nervioso pero a los cinco minutos ya recupero la movilidad. He acudido a demasiados médicos pero todos me dicen que es normal ver o sentir presencias con este trastorno, me han recetado de todo.

Todo empezó cuando mi mujer desapareció aquel verano, y no volví a saber nada de ella, me dijo que se iba a dar un paseo y nunca volvió a dar señales estuvimos meses buscándola la policía y nuestra familia. Tenemos dos hijos a los cuales les afectó mucho la desaparición de Celeste, desde ese verano no volvieron a estar tranquilos en casa, decían que notaban algo que los observaba, y por esa razón no suelen venir mucho por casa y suelo estar más bien solo.

Una noche tuve un trastorno del sueño en el que lo pasé muy mal. Notaba que esos entes intentaban ahorcarme, pero sonó un portazo y desperté , fue ahí cuando vi una carta rosa. Tenía una letra muy parecida a la de ella pero pensé que se podría tratar de una broma. La carta decía que me esperaba en Siero, un pueblo al cual fuimos de vacaciones hace diez años ,los dos solos, sin los niños, y afirmaba que fueron las mejores vacaciones de su vida, se despedía llamándome por un nombre que solo ella y yo conocíamos, eso fue lo que me hizo confiar en que no era ninguna clase de juego o de broma y decidí acudir.

Eran cuatro horas de viaje y salí tarde de casa, debido a ello iba solo por la carretera. Cuando estaba llegando a aquel pueblo de Asturias los principales desvíos que había para salir de la autovía estaban cortados. Al no saber cómo acceder paré en un restaurante de carretera a repostar y preguntar como poder llegar. El camarero me dijo que tuviera mucho cuidado, le daba miedo hablar de ese tema y solo me advirtió eso y me dijo como llegar a través de un camino que no está señalizado.

Tras muchos desvíos llegué al pueblo, tenía un aspecto abandonado, no encontré ningún habitante. Todas las puertas y ventanas estaban tapiadas. Corría mucho viento, tanto que al chocar con las pequeñas casas y los árboles engendraba un susurro, pero decidí no escucharlo. Era de noche, todas las luces del pueblo estaban fundidas y estaba cansado. Aparqué el coche y dormí dentro. Esa noche fue extraña, no tuve parálisis del sueño, dormí plácidamente.

Al despertar vi que había un papel rosa enganchado en el parabrisas del coche. Salí del coche para leerlo pero me sentía indefenso fuera, cogí la carta y la leí dentro del coche. Era suya, pude olerla a través del papel. Me decía que sabía que iba a ir a buscarla pero que tengo que ser más astuto que anoche me estuvo llamando pero no le hice caso. Que debía buscarla por el pueblo empezando por el apartamento, en el que estuvimos alojados. El pueblo no era muy grande así que no tardé mucho. Todo me llenaba de recuerdos pero me seguía sintiendo incómodo en ese ambiente. Encontré otra carta en el suelo de la puerta del apartamento. Esta comenzaba recordándome anécdotas que vivimos allí, pero la termino con esta oración “dicen que de amor no te puedes morir, pero yo si pude y todo fue por tu culpa te espero en el mirador”. Al leer eso empecé a ponerme nervioso y fui corriendo al mirador.

Allí estaba Celeste a lo lejos sentada en un banco. Me calmó saber que seguía viva, fui rápido a abrazarla seguía igual que siempre, de hecho iba con la misma ropa que el día que desapareció. No me dejó hablar, me mandó silencio y me dijo que principalmente me lo explicaría todo ella.

Comenzó diciendo que sabía todo lo que hice. Me contó que la noche antes de irse una mujer llamó a la puerta de casa y preguntó por mí ( yo me estaba duchando), ella afirmaba ser mi novia y Celeste le cerró la puerta en la cara. Ella tenía dudas y empezó a ver en mi movil que estaba en el salón, muchas llamadas perdidas de una mujer. Así descubrió que su amor eterno se había terminado. Su voz cada vez se hacía más grave incluso notaba q se distorsionaba. Continuó diciendo que tras pensárselo mucho a la mañana siguiente cogió un autobús a Siero, porque lo recordaba como el sitio más bonito que había conocido, pero al llegar ya estaba como hoy en día, abandonado, y se tiró por el acantilado del mirador. Yo no podía creerlo la tenía delante mía la dije que eso era mentira que estaba loca y empezó a enfadarse y cada vez su estado físico iba cambiando más la veía distinta su voz era grave, la toqué y me empujó, me caí y cuando la volví a mirar no la vi a ella vi al ente veía siempre en mis parálisis, tenia miedo, la dije qué la pasaba y me respondió “ahora te asusto? llevo atormentándote tres años”.

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Título: La presencia en el bosque

Autor: Nadia Makhloufi

Centro docente: IES Madrid Sur

En el bosque, Jorge siempre se había sentido como en casa. El amor por la naturaleza lo llevó a perderse en el bosque que rodeaba su casa, constantemente seguido de su fiel amigo, el gato de pelo negro, Noir. Con su pelaje negro y ojos verdes y brillantes, Noir parecía tener un sexto sentido inusual. Una tarde de otoño, Jorge entró por un inusual corredor entre los árboles, cada paso en las hojas era crujiente, pero había un extraño vacío en el aire. Sin embargo, el chico caminó más y más, sintiéndose irresistiblemente atraído, cuanto más caminaba, más frío lo recorría, como si lo observaran. Por cada segundo que pasaba, la sensación se intensificaba. De repente vio algo moverse entre los árboles, pero no puedo identificar lo que era. Pasó una brisa fría y sintió un escalofrío recorriendo su espalda. Se acordó de los últimos sueños extraños que había estado teniendo últimamente, en los cuales siempre veía figuras extrañas a la distancia, observándolo. Se dirigió hacia la calva del bosque, en donde en el medio se encontraba un altar antiguo y muy descuidado, como si nadie hubiese ido en muchos años, cubierto de musgo y de flores marchitas. Era un ambiente tenebroso, aún así, lo que más le asustó fue la figura que se mostraba en la niebla. Era una sombra alargada, casi humana, que parecía susurrar su nombre, «Jorge… ven…» La voz resonaba en su cabeza. Noir comenzó a rasguñar el suelo, mostrando su incomodidad. La sombra se acercó lentamente y Jorge sintió una punzada en su corazón, fue en ese momento que recordó las advertencias de su abuela sobre no acercarse a aquel altar, pues estaba maldito. De repente la sombra se abalanzó hacía él y el niño sintió un terror absoluto, pero antes de que la sombra le pudiese hacer algo Noir se interpuso entre ellos. Sorprendido por la valentía de su gato Jorge dio un paso atrás, su instinto de supervivencia tomando control. «¡No!» Gritó Jorge, mientras la figura oscura parecía tambalearse ,de repente, la imagen de su abuela apareció en su mente nuevamente, recordó la historia que le contó acerca de como de pequeño siempre se lo querían llevar los espíritus malignos debido a un pacto que hizo su, ya difunto abuelo, José Antonio, sin embargo estos nunca fueron capaces de llevárselo mientras estuviera en la luz, con el tiempo su abuela y madre sellaron a los espíritus en un altar dentro de un bosque cerca de hogar. Entonces Jorge al recordar esto se dio cuenta sobre el poder de la luz, sacó su linterna y la encendió con manos temblorosas. La luz brilló intensamente y la sombra retrocedió, gritando en un eco escalofriante. «¡No puedes deshacerte de mí!» Resonó en el aire pero Jorge, con Noir a su lado, avanzó con determinación. La luz creció y la figura comenzó a desvanecerse. Con un último esfuerzo Jorge iluminó el altar y gritó: «¡No te tengo miedo!» La sombra se disipó en un susurro en el viento, dejando solo un frío en el aire.

Al salir del bosque, el chico sabía que nunca podría olvidar esa experiencia. Con Noir en sus brazos, sintió que la conexión entre ellos se había fortalecido aun más. Desde ese día, aprendió a presentar atención a los presagios y a no deambular por el bosque, sabiendo que a veces los espíritus más oscuros acechan en los lugares más inesperados.

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15

Título: Carlitos

Autor: Daniel Ortiz Mugno

Centro docente: Institución educativa #9 sede Manuel Rosado Iguarán, Maicao, Colombia

Antes que nada, creo que usted cometió un error, cree que puede hacer justicia. Permítame decirle que esto no se lo digo por arrepentimiento, ni por miedo, ni mucho menos para tener 5 minutos de fama, de hecho, nunca me han gustado los reflectores. Le narraré esto porque siento que no tengo opción, sé que en la cárcel no tienen misericordia alguna con los de mi clase. Usted bien ha comprobado que ya había hecho esto en repetidas ocasiones, incluso podría alardear de ser un especialista en el rubro. Entonces ¿Qué hace alguien tan meticuloso siendo descubierto? Debe saber que no suelo cometer errores tan estúpidos como los de aquella vez, esa fue una ocasión especial, única, de eso no hay duda.

Llevaba tiempo inactivo, las autoridades son cada vez más molestas, he tenido que hacer todo con perfecto cuidado, esto me ha convertido en un hombre metódico, después de todo, el método es la clave. Siempre, sin excepción, debemos regirnos por un conjunto de reglas para hacer algo, y mucho más si ese algo requiere de perspicacia y agilidad como lo es el arte de persuadir. No cualquiera puede convencer a alguien, y más en esta época resulta ser una labor impresionante. Debemos recurrir a nuestro ingenio, ser lo suficientemente sagaces para poder elaborar nuestra tarea de manera adecuada, nosotros, los de mi clase, nos adelantamos a las posibilidades.

Mi método en específico es bastante simple; lo primero que hago es preparar el escenario, tiene que ser un lugar placentero, un lugar que parezca seguro, tanto para mí como para mi acompañante. Esa habitación pintada de un blanco puro, repleta de figuritas de cerámica, objetos fantásticos, que contraste con el tono gris de la casa, es lo indicado para mis tareas. Luego pongo a prueba la práctica, tanteo el terreno por cierto tiempo, verifico la ausencia de figuras problemáticas en el ambiente (adultos responsables, algún familiar consciente). Luego, el contacto, hay que procurar no ser invasivo, ser amistoso es lo mejor para no asustarle, lo fundamental es disimular las intenciones. Lo próximo eran apenas detalles, evitar ser visto, convencer de que vengan a descansar a la casa y brindarles un vaso de leche.

En esta ocasión tuve contratiempos. Yo mismo fui consciente de los errores cometidos, no es ningún logro para usted atraparme en estas condiciones, la verdad estaba algo cansado, sé que levanté algunas sospechas, lo noté en las miradas, estas destilaban un desprecio al que no estaba acostumbrado. Además, noté autos y personas extrañas rondando cerca de mi casa. Hace un buen tiempo tenía contemplado hacerlo, me llamó la atención desde la primera vez que la vi, su inocencia era de esas cosas irresistibles, tenía una pureza, un brillo en la mirada que pocas de su edad tienen. Hace meses me había percatado de que sus padres solían llegar tarde, eso facilitó un poco la operación.

No había planeado todo como de costumbre, había sido un día de esos malos, necesitaba algo que me reconfortara. La vi sola, ya había pasado la hora de salida del colegio, apliqué el siempre eficaz método, aunque estoy seguro de haber sido descuidado, sabía que me habían visto. Pero no me importó. así la llevé a casa, a donde tenía que estar, a nuestro hogar. Me replanteé muchas veces el hacerlo, podía haber evitado esto, sin embargo, no soporté mis bajos impulsos, necesitaba de ellos, sentirme completo.

Primero me senté con ella, en esta misma sala, le conté historias sobre las mejores vidas que nunca tuve, le dije que alguna vez fui una estrella de cine, también que fui un soldado que luchó por su patria, que en mis tiempos libres me ofrecía trabajar como payaso en algunas fiestas del barrio, en fin, una sarta de mentiras que la maravillaron, me veía con un entusiasmo y una ternura que no pude soportar, para ella no era simplemente Carlitos el vendedor ambulante, yo era un héroe, alguien a quien admirar.

La llevé a la habitación, inventamos historias fantásticas. Sonreí como no lo había hecho hace mucho tiempo. Cuando se cansó, acaricié su hermoso pelo, palpando cada uno de sus brillantes cabellos, lo disfruté como si fuera la última vez. Salí del cuarto, tomé el pañuelo ruborizado, lo puse con fuerza alrededor de su boca y sus vías nasales, su mirada cambió, a esa que me condena siempre, al principio esas miradas me hacían sentir desdichado, con el tiempo comenzó a generar en mí, esa sensación de sentirse deseado.
Describir lo que le hice, sería una falta de respeto tanto para usted como para sus familiares, pero puedo asegurarle una cosa: la traté con absoluto y ferviente amor, tal amor que ustedes no podrían llegar a comprender.

Sé por los periódicos que me asignaron el alias de “El diablo” o “la bestia” siendo honesto, me quedan cortos ambos. De cierta forma, lo acepto, pues el diablo siempre cumple sus objetivos, aunque esa vez, no sentí ni una pizca de infierno en mí, fui angelical.

Siempre el último paso me parece triste, depresivo, solitario, en esta ocasión lo gocé como ninguno, los cortes eran finos, precisos, estupendos, el amor impregnado en ellos los hacía magníficos, el mejor carnicero del mundo los habría envidiado. Ella era especial, no sólo por ser la última, sino porque sentí que de verdad me amaba, y yo la amé, aunque muchos no lo crean.

Por eso detective creo que usted cometió un error, vino solo, creyendo que podría hacer justicia por su hija, sin saber que lo estaba esperando, y no notó la trampa con agujas hipodérmicas, sé que ahora mismo debe pesarle el cuerpo, no se preocupe, lo trataré con el mismo cariño que traté a su hija. No demoraré mucho, me imagino que ya sus compañeros deben encontrase cerca. De mi parte solo le diré que esta misma noche estaré cruzando la frontera.

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16

Título: a puerta prohibida

Autor: Gabriel Capón García

Centro docente: IES Rosalía de Castro

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Siempre supe que había algo extraño en la vieja casa de mis abuelos. En la planta baja, una puerta cerrada con candado me llamaba cada vez que la veía, pero mi abuela me advertía: “Esa puerta nunca debe abrirse, promételo”. Yo asentía, aunque el misterio me carcomía

Una noche, cuando la casa estaba en completo silencio, escuché ruidos procedentes de la puerta. Mi curiosidad venció el miedo, y me acerqué, sosteniendo una linterna con manos temblorosas. En el suelo, el candado yacía abierto, y la puerta entreabierta parecía invitarme.

Abrí la puerta.

Un hedor a tierra húmeda y descomposición llenó el aire. La luz de la linterna alcanzaba apenas para iluminar las escaleras que descendían hacia una oscuridad espesa. Avancé lentamente, notando con horror que las paredes estaban cubiertas de arañazos y manchas oscuras.

Al final de las escaleras, en una pequeña habitación, vi algo que heló mi sangre: mi propio rostro, reflejado en un espejo polvoriento. Frente al espejo, una figura encorvada y de aspecto cadavérico me imitaba, con una sonrisa demente y ojos vacíos. Cuando retrocedió, la figura se adelantó.

Corrí escaleras arriba, pero antes de cerrar la puerta, escuché su susurro detrás de mí: “Ya no puedes cerrar la puerta; ahora, el que está encerrado eres tú”.

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17

Título: La mujer en la foto

Autor: Santo Dollar Kenneth

Centro docente: IES Madrid Sur

La niebla cubría todo aquella noche de octubre en un pequeño pueblo al sur de Irlanda. La humedad calaba hasta los huesos, y el silencio era tan profundo se podía escuchar a los corazones latir. Sara había vuelto de Londres para visitar a su abuela, que vivía en una casa vieja a las afueras, cerca del bosque. A Sara siempre le había gustado ese lugar, aunque esa noche había algo en el ambiente que la hacía sentir incómoda. Desde el momento en que entró a casa, notó algo extraño, algo que no vio la última vez que vino.

Todo empezó cuando decidió subir al ático, buscando una caja con recuerdos de su infancia. Al entrar, un frío incesante la envolvió, un frío que no era propio de la época ni del lugar. Sara encendió su linterna y empezó a revisar las cajas, mientras el polvo llenaba el aire y le picaba en los pulmones con ese olor a madera vieja.

Ya casi se daba por vencida, cuando encontró una caja pequeña, distinta a las demás. Era de madera oscura, con siluetas que parecían formas humanas, alargadas, como atrapadas en la madera misma. Al abrirla, vio una foto antigua en blanco y negro, y en ella, una mujer que la miraba fijamente. La expresión de la mujer era indescriptible, sus ojos tristes, como si quisieran decirle algo. Sara sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo, pero no podía apartar la mirada de esos ojos. Fue entonces cuando escuchó un leve susurro, un murmullo que no logró entender del todo, pero que hizo que dejara la foto sobre una mesa y se fuese asustada.

Esa noche, ya en su habitación, le fue imposible dormir. Cada vez que cerraba los ojos sentía que alguien la observaba desde la puerta. Intentó ignorarlo, diciéndose que era solo su imaginación, pero la sensación era tan intensa que, finalmente, se levantó y encendió la luz. No había nadie, pero encontró algo: la foto de la mujer estaba en el suelo de su habitación. Sara estaba segura de haberla dejado en el ático.

Sara, sin saber qué hacer, bajó a la cocina, donde su abuela la esperaba en silencio. La mujer, que normalmente era alegre, tenía una expresión seria, como si supiera lo que estaba ocurriendo. Antes de que Sara pudiera decir una palabra, su abuela comenzó a explicarle, en voz baja y feroz, que la mujer en la foto era su tía, una tía que Sara nunca conoció, pues había desaparecido en ese mismo bosque hacía muchos años. La familia creía que su espíritu había quedado atrapado, buscando algo que la ayudara a descansar en paz.

Esa noche, guiada por su abuela y con la foto en la mano, Sara salió al bosque. En el bosque apenas se distinguía bajo la tenue luz de la luna, y a cada paso que daba, el susurro que había escuchado antes se hacía más claro. “Ayúdame… no puedo salir,” decía la voz, suave y triste.

Llegó finalmente a un claro y encontró un árbol solitario, viejo y torcido. La voz parecía salir de la tierra misma. Asustada, Sara dejó la foto debajo del árbol y murmuró una oración, esperando que eso ayudara de alguna forma. De repente, el susurro se detuvo y un aire cálido la rodeó. Se sentía como si, por fin, algo se hubiera liberado.

Al regresar a la casa, su abuela le sonrió, asegurándole que todo había terminado. Sin embargo, esa noche, antes de dormir, Sophie miró por la ventana hacia el bosque. Entre la niebla, juraría haber visto una figura femenina de cabellos largos y oscuros, observándola desde la distancia. Era una mirada tranquila, casi agradecida. Parpadeó y, al abrir los ojos, la figura ya no estaba.

Desde aquella noche, Sophie nunca volvió a sentir una presencia en la casa, aunque de vez en cuando, cuando el viento soplaba fuerte y la luna iluminaba el bosque, creía oír un susurro suave que parecía darle las gracias.

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18

Título: Cautiva del destino

Autor: Alicia García Rueda

Centro docente: IES Universidad Laboral

Nací en la aldea de Onagua, allí donde la maldad reina en cuanto la oscuridad se adueña de nuestro pueblo. Desde que tengo memoria jamás he cruzado la puerta tras el ocaso o me he asomado a la ventana para admirar los secretos de la noche.

Aun así, fui feliz.

La primera vez que oí, o mejor dicho leí su nombre, fue en un ajado libro que hallé en la biblioteca de mi madre. Recuerdo que me pareció una especie de estornudo: Smogg. Si en algún momento hubo una ilustración, esta se había borrado hace mucho tiempo.

-Eh, mira, la vieja Nona me ha dado un talismán y dice que si me lo guardo puedo estar fuera todo lo que quiera-me murmuró mi vecino Idro esa misma tarde.

En ese momento no le di mayor importancia. La vieja Nona era una excéntrica anciana a la que solo se le adivinaban un par de dientes sanos, siempre andaba divagando y vivía como una ermitaña en el bosque, pero no pude reprimir una punzada de curiosidad.

-Tú mismo, – le contesté fingiendo indiferencia -a mí esas tonterías del talismán me dan igual-.

Decidí permanecer la noche en vela, por si escuchaba algún ruido. Pasó un buen rato hasta que oí su puerta abriendo y cerrándose, y cómo unos pasos decididos se dirigían hacia la plaza. Toda la aldea dormía y podía escuchar la respiración alterada de mi vecino.
De repente sentí un grito ahogado y un silencio de muerte se adueñó del pueblo. Mi curiosidad pudo más que la prudencia y me asomé.
Lo que vi me dejó petrificada, una especie de sombra, más oscura aún que la noche, agarraba a mi amigo por la garganta y lo observaba con curiosidad, con hambre, hasta que se introdujo dentro de él salvaje e insaciable.

-Muerto, Idro está muerto-pensé observando su cuerpo sin vida. Solo que había algo raro, ya no era él.
Finalmente lo entendí, el Smogg se había alimentado de su alma.

Quise creer que nada había sido real, solo otra pesadilla más, y que Idro, como todo el mundo, estaba durmiendo en su casa.

En ese instante, sentí una especie de viento frío en la nuca y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me giré bruscamente esperando verlo tras de mí, pero no había nada.

Me dispuse a acostarme por fin cuando oí unos golpes en mi ventana toc,toc

Había quebrantado la norma sagrada, sé que puede entrar. Idro, el Smogg, se abalanza sobre mí. Soy incapaz de gritar. Me observa. Estoy llorando. Todo sucede muy rápido, pero soy muy consciente de que este es mi final.

Despierto sin recordar nada, Idro nunca había existido…Mi vida continúa y me convierto en una mujer.

Hoy, de camino a la plaza la Nona me ha traído a este lugar, una cabaña en medio del bosque, y se ha ido sin decir nada. Al entrar todos estos recuerdos me han asaltado como una bofetada.

Mis manos, mis piernas y brazos desaparecen mimetizándose con la oscuridad. Mis pulmones son solo resquicios de sombra. No puedo respirar. Soy la siguiente, lo sé.

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19

Título: Mi mayor miedo, la soledad

Autor: Gema Barquero Martínez

Centro docente: IES Sanje, Alcantarilla

Recordaba con tristeza el tiempo en el que ir a comprar no le suponía esfuerzo alguno. Él también fue joven alguna vez.

Andaba muy despacio, a la velocidad que en su juventud le habría resultado irritante. Nunca había soportado a la gente que caminaba lento por la calle, estorbando el paso. Ahora era él quien obstaculizaba a los demás, esto era algo que le entristecía.

Compró algunas verduras y un poco de carne y retomó el camino a casa. Llovía y hacía frío. Las calles estaban llenas de personas, como casi todos los lunes a primera hora. Salía a esa hora porque le gustaba ver a los niños camino a la escuela, una de las pocas cosas que no había cambiado desde que era pequeño. Pero para él, el mundo ahora se sentía raro. A sus 86 años, le resultaba difícil no sentirse como un extraño en este mundo digital y artificial en el que ahora le tocaba vivir.

Mientras caminaba, miraba a los jóvenes con quienes se cruzaba, todos absortos en sus teléfonos. Estos aparatos parecían haberse convertido en una extensión de ellos mismos. Le resultaba hasta gracioso verlos inmersos en ese mundo imaginario que les robaba cada segundo de sus vidas. Se preguntaba si algún día se darían cuenta de toda la vida que estaban dejando pasar. Para entonces, pensaba, ya sería demasiado tarde.

Sí, definitivamente el mundo había cambiado mucho.

Llegó, cansado, a la parada del autobús, y esperó pacientemente los veinte minutos que faltaban. A su alrededor, la misma escena repetida: personas sumidas en sus pantallas. Ya casi no existía el “buenos días”, ni el interés por entablar una conversación real, una que durara más de dos palabras. Solo miradas bajas, impaciencia y soledad. Soledad, porque aunque todos decían que la tecnología conectaba, la realidad le parecía bastante diferente.

Subió al autobús, lleno de gente. Una joven le ofreció su asiento, y él, agradecido, se dejó caer pesadamente junto a las bolsas de la compra.
—¿Vive lejos? —le preguntó la chica con amabilidad.
—No mucho. Pero estoy mayor, ya no tengo prisa.
—No diga eso, yo le veo muy bien.
—Se lo agradezco, joven. ¿Vas a estudiar o trabajas?
—Voy camino al trabajo. Terminé de estudiar hace un par de años.
—¿Qué estudiaste?
—Literatura.
—Qué interesante. A mí me habría encantado estudiar, pero no pude. Tuve que trabajar desde muy joven para ayudar a mi familia.
—Lo siento mucho. Aún está usted a tiempo, puede estudiar.
—Hija, me falta juventud para meterme en esos líos. ¿Y a ti te va bien? ¿Estás contenta?
La joven sonrió, pero sus ojos se apagaron un poco.
—Sí, estoy muy contenta con mi trabajo. Pero aún no he podido independizarme.
—¿Y eso?
—Bueno, el precio de la vivienda está por las nubes. Es casi imposible encontrar un alquiler asequible. Con estos salarios, ¿quién puede comprar una casa? Los jóvenes nos sentimos perdidos. Hemos avanzado en muchas cosas, pero creo que nos hemos olvidado de lo esencial.

Las palabras de la joven lo hicieron reflexionar sobre su propia vida. Su mujer había muerto hacía un par de años, y su hijo vivía en el extranjero, con pocas oportunidades de verse. Quizás, pensó, los miedos cambian, pero no dejan de ser miedos. Cuando era joven, temía no poder mantener a su familia; ahora temía enfrentarse solo a sus días. Cada quien, se dijo, libra sus propias batallas.
De pronto, una horda de niños disfrazados subió al autobús, acompañados por una profesora. Parecía que algunos iban de magos, otros de zombis, aunque también había un chico cuyo disfraz no identificaba.

Mientras él estaba absorto en sus pensamientos, una aguda voz interrumpió.

—Hoy es Halloween —respondió la chica, antes de que él preguntara— Es 31 de octubre. De noche salen a pedir caramelos, eso de “truco o trato”. ¿Nunca lo había oído?

Halloween… Curiosa festividad. De pequeño, le daban miedo cosas improbables: que el “cuco” apareciera por su ventana, o que de pronto lo atrapara un monstruo en la oscuridad. Pero ahora, al hacerse mayor, comprendía que los miedos verdaderos no se escondían en la sombra ni en lo fantástico. Había algo mucho más aterrador: la certeza de que, cada día, perdía un poco más de lo que alguna vez amó.

La joven le miró, casi como si hubiera entendido sus pensamientos.

—Es curioso, ¿verdad? —le dijo él, suspirando— Ojalá tener los miedos que tienen esos pequeñajos.
Ella asintió, y antes de bajar, le sonrió con tristeza.
—A veces lo que más miedo da no son las cosas que imaginamos, sino aquello que dejamos de sentir. Tenga cuidado, señor.
Sus palabras lo dejaron pensativo mientras caminaba hacia casa. Subió las escaleras hasta su piso y, al abrir la puerta, lo recibió un silencio tan denso que parecía llenar el aire. Nada de los sonidos que antes solían esperarlo: ni la televisión encendida, ni pasos aproximándose, ni el alegre ruido de su perro corriendo hacia él. Era como si el vacío lo rodeara.

En la entrada, dejó las llaves junto al viejo abrigo de su esposa, aún colgado en el perchero. Al ir a la cocina, sacó dos tazas por costumbre, y, al darse cuenta, dejó una sobre la mesa, incapaz de devolverla al mueble. Miró por la ventana, recordando las noches junto a ella, viendo las luces de la ciudad reflejadas en la lluvia. Cerró los ojos, intentando recuperar ese recuerdo, pero solo halló el silencio de la casa.

Finalmente, se hundió en su sillón, sintiendo que el silencio se volvía casi familiar. La idea de acostumbrarse a esa soledad le llenó de un terror profundo, un miedo a que el vacío fuera su única compañía. Comprendió entonces que ese era el verdadero miedo: la soledad persistente y silenciosa, el vacío de una vida que ya no volvería.

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20

Título: La cabaña

Autor: Elkin Josué Baena Ramos

Centro docente: Institución educativa #9 sede Manuel Rosado Iguarán, Colombia

En el corazón de un bosque, oscuro, silencioso, de árboles secos, desgastados, de hojas que se alzan como espectros malignos y la niebla se desliza como un sudario. Allí, justo en medio de un descampado se encuentra una cabaña de madera, aislada y olvidada por el tiempo. Sus ventanas son como ojos vacíos, y sobre el dintel de la puerta descansa un cuervo que parece susurrar secretos ya olvidados.
Hace mucho tiempo, en esa cabaña, vivía una mujer que, en las noches, buscaba calor cerca de la chimenea antes de dormir. Sus dedos siempre sostenían una taza humeante, las llamas iluminaban su rostro pálido, demacrado, reflejando una profunda tristeza. Sus ojos parecían siempre mirar el abismo.

Ella era viuda. Su marido, que era leñador, había sido encontrado con mordeduras de lobo en el cuello, le hacía falta gran parte de su cuerpo, parece que había sido carroñado. Para su mala fortuna, nunca pudo tener hijos. Desde entonces, la soledad la había envuelto en una mortaja. Y la cabaña, que antes era su hogar cálido y acogedor, se había convertido en un sepulcro lleno de silencio.
Una noche, mientras perdía la vista en las llamas, escuchó un débil golpe en la puerta, su corazón dio un vuelco en su pecho. Temblando, se levantó y miró tímidamente desde la ventana, la oscuridad no la dejó distinguir humanidad alguna, así que preguntó tres veces, la única respuesta fue: silencio. Regresó entonces, al frente de la chimenea y comenzó la faena de todas las noches: tejer ropa de bebé, que una vez al mes bajaba al pueblo a cambiarla por comida. Hacía esto hasta quedar dormida, pero esa noche algo volvió a tocar la puerta de la cabaña.

De nuevo, miró por la ventana, nada parecía perturbar el hogar, quizás era el viento o algún cuervo desdichado, pero justo cuando volvía a su sitio, sintió como los golpes eran más claros. Aburrida de la situación y sin nada que perder, la mujer abrió penosamente la puerta. Y a varios metros encontró, que un hombre alto y delgado, como la apariencia del silbón, estaba parado en frente, envuelto en un manto oscuro que ocultaba su rostro, había llegado a su cabaña en medio de la densa oscuridad, tenía ojos brillantes que parecían predecir la tormenta que se avecinaba.

– ¿Puedes ayudarme? – Preguntó el hombre con voz profunda, como si las palabras le hubieran costado un gran esfuerzo. -He perdido mi camino-

La mujer dudó, hace mucho tiempo que no hablaba con otro ser humano (o lo que parecía ser uno). Pero luego de meditarlo, decidió invitar al extraño a pasar. El hombre, sin decir una palabra cruzó el umbral y se adentró en la cabaña. La mujer, le ofreció una taza de té y un trozo de pan, mientras el hombre se sentaba en una silla junto a la chimenea. Su rostro, ahora visible a la luz del fuego, era de una palidez enfermiza, con labios finos y pálidos.

– ¿De dónde vienes? – preguntó la mujer para romper el silencio. El hombre se encogió de hombros, esperó un lapso y susurró algo como: –

De un lugar lejano, donde la noche nunca termina y el silencio es eterno- La voz del hombre generó un escalofrío que le recorrió su cuerpo y la llenó de una inquietud inexplicable.

-Y ¿Adónde vas? – Preguntó con apenas un susurro.

-A un lugar donde encuentre la paz- respondió el hombre, su mirada fija en las llamas danzantes. La mujer, sintió un nudo en su estómago, se llenó de un miedo que no podía explicar. -puedes dormir aquí abajo, mañana cuando pase la tormenta podrás marcharte- dijo la mujer entregando unas cobijas mientras ella se encerraba en su habitación.

La tormenta arreció toda la madrugada, la mujer tuvo un sueño ligero, como si flotara sobre algodón, se despertaba entre veces con el sonido de los rayos. Llegó un punto en que la mujer había olvidado que había un hombre durmiendo en la sala de la cabaña. De repente, sintió una mirada que la atosigaba en las sombras, al comienzo pensó que era su imaginación, pero luego, un rayo que iluminó desde la ventana mostró aquel hombre envuelto en las sombras. El sonido de la lluvia no dejaba escucharlo bien.

La mujer se levantó de la cama, retrocedió, buscaba una salida. -No te preocupes- creyó oírlo decir, el hombre se le acercaba a paso lento. Hasta que se abalanzó sobre ella. Sus manos agarraban su cuello con una fuerza brutal. – ¡NO! – murmuró la mujer, su voz apenas se escuchaba. Sus dedos hundidos en la carne de su cuello, los ojos de la mujer parecían querer salir de sus órbitas. El rostro del hombre, que antes era pálido y demacrado, se había convertido como un espectro y la mujer se sumió en un miedo: a lo desconocido, a la muerte y a las tinieblas.

El hombre la levantó en el aire y la arrastró hacia la chimenea. Y cuando llegó, la arrojó sobre las brasas, la mujer gritó, su agonía resonó en todo el bosque, su grito despertaba a todos los seres del infierno, aquellos que descendieron al llevarse el alma de la mujer, ese grito terminó perdido en la noche silenciosa.

-Ahora eres mía- murmuró el ser maligno -Para siempre- dicen que susurró.

La cabaña se llenó de un olor nauseabundo, mientras las llamas se elevaban hacia el cielo, como si quisieran alcanzar las estrellas. El ser maligno se fue, buscando más víctimas, dicen que su rostro es iluminado por llamas ardientes y su corazón es un vacío que nada podrá llenar.

La mujer se había ido, pero su recuerdo permaneció en la cabaña, como un espectro que la seguirá rondando, susurra secretos a los oídos de los que se atreven a escuchar, y en la noche, la cabaña seguirá esperando, sus ventanas como ojos vacíos, una puerta como una boca abierta, lista para tragarse a cualquier alma desafortunada que se acerque.

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21

Título: Ego Lüge

Autor: Rocío Andrés Gómez

Centro docente: IES Juan de Mairena

«Bloqueo creativo, el mayor miedo de un escritor». Lo he oído innumerables veces, pero nunca pensé que alguna vez llegase a experimentarlo. Yo, Ego Lüge, novelista de historias de terror mundialmente reconocido, ahora incapaz de hilar dos frases sin que suenen vacías. Por eso estoy aquí, buscando inspiración en esta mansión antigua, perfecta para escapar de aquel bloqueo que me atormenta.

La casera, una mujer de mediana edad y extrañamente siempre vestida de blanco, me enseñó el lugar durante las primeras noches. Contando anécdotas de los antiguos residentes mientras me enseñaba las habitaciones. «Esa puerta no es para los inquilinos», dijo al llegar al final del pasillo, dejando a un lado su tono dulce mientras miraba a una puerta de madera robusta, justo al lado de mi nueva habitación. «Ni piense en entrar ahí», añadió, y casi solté una carcajada por el «cliché» en el que parecía encontrarme. Era la trama perfecta para una nueva novela.

Sin embargo, intenté ignorarlo durante los primeros días. Había pagado el primer mes de alquiler y no pretendía hacer que me echaran sin antes haber terminado mi novela. Día y noche pasé escribiendo, sin descanso, intentando crear una obra maestra que sabía que se escondía entre los recovecos de mi mente. Desgraciadamente, nada era suficiente para saciar mi ambiciosa persona. No lograba escribir más de un par de páginas antes de arrancar el papel de la máquina de escribir y romperlo en pedazos para, después, volver a empezar el ciclo.

Hoy la casera no está, no he oído sus pasos ni tampoco he visto la bandeja de comida que suele dejarme frente a mi habitación. La casa está en silencio y yo, no aguanto más. La curiosidad me carcome por dentro como termitas a la madera. Me levanto de mi escritorio y casi puedo oír el suspiro de la silla de madera, aliviada de no tener que soportar mi peso ni un segundo más. Vago por los pasillos hasta encontrarme frente a frente con la puerta de madera, quien me recibe con un silencio tan ruidoso que hace que mis oídos duelan. Extiendo mi mano para abrir la puerta, siendo inmediatamente acogido por un olor a desinfectante que me produce arcadas. Una luz blanca, casi cegadora, entra del otro lado de la puerta, revelando una habitación acolchada, con una única cama en su interior. «Vamos, es hora de tu medicación», dijo la casera, detrás de mí.

Y entonces comprendí por qué siempre iba vestida de blanco.

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22

Título: El Reloj de Oro

Autor: Julia Hernández García

Centro docente: IES Alfonso X el Sabio

Dorian Belmore es el mejor relojero de Londres. Todos lo saben. Sus enemigos le temen, sus clientes lo respetan, su mujer ya no lo aguanta… Poder. Es poder lo que tiene Dorian Belmore. Donde otros ven avaricia, él ve años de duro trabajo.

No suelen entrar clientes a Belmore & Higgins, Relojes y Antigüedades minutos antes del cierre, pero aquel día en el que la lluvia torrencial castigaba duramente las calles de Londres, un hombre de ropas oscuras parecía tener mucha prisa por que Dorian arreglase su reloj. El individuo llegó rápido pero sigiloso, dejó el reloj sobre la mesa, lo señaló con el dedo y salió por la puerta sin hacer sonar la campana. Dorian Belmore, intrigado, observó el reloj. Era peculiar. De oro, reluciente y muy elegante. Consultó la hora en el reloj de cuco de la pared de la tienda. Las 23:55. Quedaban cinco minutos para el cierre, pero podía hacer una excepción.

Abrió la tapa. Los números eran elegantísimos y las manecillas, doradas y finamente ornamentadas, destacaban sobre la blanca esfera. Una pieza muy peculiar, sin duda alguna. Sin más dilación, abrió el reloj y procedió a manipular los engranajes. Debía de ser un reloj realmente antiguo, porque estos opusieron una resistencia casi burlona. Tras unas expertas maniobras, finalmente escuchó un crujido y los viejos engranajes parecieron estar correctamente colocados. Cerró el reloj y le dio cuerda. Enseguida escuchó el ruidoso tic tac propio de los relojes antiguos. Sonrió satisfecho y abrió la tapa para ver las manecillas en acción.

Sin embargo, su sonrisa no tardó en borrarse: el segundero giraba en sentido contrario, de derecha a izquierda. ¿Cómo puede ser? – pensó Dorian, incrédulo. Con todos los años de experiencia que lleva a sus espaldas, ¿en qué puede haberse equivocado? Atónito, intentó volver a abrirlo. Apartó los dedos instantáneamente, como si acabase de tocar un hierro al rojo vivo con sus yemas. De repente, los engranajes ardían como brasas. Así no podía retomar el trabajo. Volvió a mirar la esfera del reloj, y entonces se fijó en un extraño detalle. En el centro, bajo el eje en el que rotaban las manecillas, había una inscripción que no recordaba haber visto antes, escrita en tinta roja como la sangre: 12 horas. Cerró la tapa de un golpe y se sobresaltó al ver otro detalle nuevo: su propio nombre grabado en la tapa. Era tal su turbación que decidió colgar el cartel de cerrado, subir las escaleras de caracol hacia su habitación y acostarse.

Qué extraño reloj. ¿Qué debía hacer con él? ¿Devolvérselo al propietario y pedirle explicaciones? El hombre no le había dado su nombre o su dirección, y ni siquiera había podido verle la cara. ¿Qué era aquello, un regalo de un admirador? ¿O de algún malintencionado rival? Mientras cavilaba, guardó el reloj en el cajón de su mesilla de noche.

Todavía podía escuchar el infernal sonido de sus agujas. Había algo en ese reloj que le daba a la vez curiosidad y un miedo inexplicable. ¿12 horas para qué? Entonces cayó en la cuenta. Una cuenta atrás. 12 horas. ¿Qué sucederá cuando pasen las 12 horas? – y mientras pensaba esto se quedó dormido.

En su sueño, esperaba sentado en un banco rodeado de árboles cuyas hojas anaranjadas eran agitadas y caían por la acción del viento. Estaba oscuro, pero podía ver a su alrededor gracias a una farola situada junto al banco. La única farola. Aguardó en silencio hasta que empezó a escuchar un tic tac cada vez más fuerte. Cuando el ruido era ya ensordecedor, una palabra inundó su mente: muerte. Se despertó sobresaltado y con la cara empapada en sudor.

En menos de 12 horas, Dorian Belmore iba a morir.

No, no iba a suceder. ¿Muerte? No, Dorian Belmore no iba a morir. El exitoso Dorian Belmore no podía morir.

Estaba visiblemente asustado. Su inquieta mirada recorría la habitación en busca de un reloj. Abrió el cajón. Cogió el reloj. Abrió la tapa. Miró la inscripción. 12 horas. Miró las manecillas. 18:00. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que lo abrió? Recuerda que el individuo llegó a la tienda a las 23:55. ¿A qué hora comenzaron a girar las manecillas? ¿A las doce?

Llevaba dos meses sin beber. Se lo había prometido a su ex-esposa antes de que lo abandonara. Pero necesitaba un trago, por dios, lo ansiaba. Corrió hacia la taberna más cercana, probablemente en pijama, según pensó. Le dio igual. Pidió un trago de ron, y luego otro, y luego otro… y se durmió.

Otra vez el maldito banco. En vez de quedarse sentado, se levantó y fue a investigar la procedencia del dichoso tic tac. No veía nada ahora que se había separado de la farola. Caminó a tientas, tropezó con lo que podría ser una boca de incendios y cayó al suelo. Entonces una luz iluminó el objeto que provocó su tropiezo. Era un letrero que simplemente rezaba: 6 horas. Y pensó que entonces despertaría, pero de pronto comenzó a escuchar un canto lejano, como una siniestra procesión. A medida que se acercaba, escuchaba más claramente la letra del cántico:

Es el tiempo que no tienes
es el oro que arrebata.
La codicia de los bienes;
es aquello lo que mata.

Es la vida que tú quieres
la avaricia que desata.
Agraviar a las mujeres;
es aquello lo que mata.

Es aquellos que tú hieres
la ruindad de tu alma ingrata.
Cuantos enemigos tienes
mal te claven espada de plata

Es la muerte lo que temes
mas no es el tiempo quien te mata;
son aquellos pobres seres
que apagaste por la plata.

Reza el tiempo que quede,
corazón de hojalata,
pues a hierro muere
quien a hierro mata.

Y cada palabra desató una llamarada de arrepentimiento en el pecho de Dorian, quien despertó sobresaltado. Se acercó a la ventana y miró el reloj por última vez. 12:00. Tiró el reloj por la ventana y, al ver en su caída el dorado destello del sol, saltó.

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23

Título: The Whispering Book

Autor: Lledó Rocher Bello

Centro docente: La Devesa School Carlet

Eleanor had worked at a small town’s library for years, getting to know every single corner of the building like the back of her hand. However, there was a specific room that always gave her chills. It was a place where the most forgotten books rested, she always avoided entering there because each time she did she felt like someone was watching her.
One day, her boss confronted her. He asked her why she was always skipping chores related to that room. She was ashamed that a simple room scared her for no reason, so she decided to go ahead and clean it to prove that she was not afraid.
While tidying up the room’s shelves, Eleanor saw a book that heightened all her senses. It was alone on a table, as if it was left there on purpose. The cover was black leather, with no author, no title of any kind. Something made her pick it up. When she opened it, she was surprised: all the pages were blank.
About to set it down, she heard something. A whisper. She dropped the book abruptly and looked around, but there was no one. Trembling, she opened it again, and the whisper returned, but this time it was clearer. It felt as if someone was speaking directly into her ear, words too faint to understand, floating in the air as if they came from the blank pages. Her skin prickled, she felt like something was off.
That night she couldn’t sleep. The whispered words echoed in her mind, though she couldn’t quite decipher what they said. The next day, she returned to that room as if something was calling her. This time, when she opened the book, the words were much clearer.
“Martha… Martha robs to her clients.”
Eleanor froze. Martha was one of her coworkers at the library, a woman always kind and attentive to everyone. How could a book be whispering? Eleanor thought it was crazy to believe that a book was doing that, but she couldn’t shake the words from her mind. That same afternoon, she saw Martha taking an old woman’s wallet from her bag after the lady left it on the library’s coatrack.
A week passed and Eleanor started thinking that she was turning crazy. The whispers not only told her people’s deeper secrets, but they started to speak about people’s darkest desires.
However, the worst came when the book started speaking directly to her.
“Eleanor, you’re afraid of what you might do,” the book whispered one day, in a voice so close it seemed to come from inside her own body.
Eleanor began to feel like she was being watched. Each time she opened the book, the whispers disturbed her more. Soon, she didn’t just hear the whispers when she opened the book, but in her everyday life: while working, while shopping, even in her own home. She started believing that something was invading her soul.
One night, while lying in bed, the whisper woke her.
“You’ll die soon” a different voice whispered, desperate.
Her reaction was to get out of bed and try to tear off the pages of the book, but something stopped her. She glanced at the mirror and her reflection began to change, distorting into a grotesque grin as she struggled to look away. Her eyes, once full of life, were now hollow, empty, as if the soul staring back at her wasn’t hers. Terror overwhelmed her; the book was no longer just a cursed object but an extension of something living inside her, feeding on her fear.
The whispers, growing ever more persistent, no longer just revealed secrets but demanded things from her. “Eleanor, take that knife,” they said while she was in the kitchen talking to her husband. “Eleanor, let the fire consume everything,” they insisted as she passed by a candle at the church.
Finally, desperation led her to that room one last time. She threw the book to the floor, took a match and blew it out, but as she did, the whispers turned into screams. Screams that came not just from the book but from the walls, the ceiling, the shelves.
Eleanor fell to the floor, her eyes wide with terror, and then she saw it: something grew from the burning book, a horrifying shadow silhouette. The last whisper in Eleanor mind was “you are dead”.
When the fire extinguished, only Eleanor remained, kneeling on the floor, in silence. The firefighters arrived, alerted by the smoke. Eleanor was left in a catatonic state, unable to speak, her eyes fixed on the wall. No one understood what had happened to her.
Eleanor remained in a coma, but her face was far from peaceful. It was frozen in the same look of sheer terror as when they found her. The nurses feared entering her room; gossips in the hospital claimed she whispered something indecipherable to anyone who got too close. Two days later, Eleanor passed away.
The library reopened soon after, returning to its usual state—students anxiously poring over textbooks and children lost in the magic of stories.
The new librarian was a kind and cheerful girl, eager to make a fresh start. Her first assignment was to organize the old archive room where the tragic events had unfolded. It was supposed to be an easy task. But as she sorted through the dusty volumes, her attention was drawn to a book without a title or cover, lying in the center of the room, as if it had been waiting to be opened.
Her fingers hovered over it, curiosity overcoming caution. The moment she opened the book, a cold breath seemed to stir the air around her, and the familiar whisper echoed faintly through the room. She had unknowingly unleashed what should have remained sealed. The story was far from over.

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24

Título: La granja

Autor: Aurora González García

Centro docente: INS Olivar Gran

En un futuro sombrío, las brechas entre ricos y pobres eran cicatrices grotescas en el tejido de la sociedad. Las ciudades de los adinerados, fortificadas por muros impenetrables, eran bastiones de opulencia que ofrecían refugio de un mundo en ruinas. Dentro de esos muros, los privilegiados vivían en un lujo inimaginable, inmersos en placeres efímeros, mientras la decadencia moral corroía sus vidas. La explotación de quienes habitaban fuera de las murallas era el pilar de su bienestar, pero pocos se molestaban en reconocerlo.

Fuera de esas ciudades, la vida era una batalla constante. Los más desfavorecidos, atrapados en tierras desoladas donde la violencia reemplazaba las leyes, luchaban por sobrevivir. Sin embargo, incluso en medio de la desesperación, algunos soñaban con un cambio. Individuos valientes que anhelaban un mundo donde las divisiones entre ricos y pobres pudieran ser superadas. La periodista Arabella Blackwood era una de esas personas.

Bella se había hecho un nombre por su afán de descubrir la verdad, detrás de las apariencias, y nada le resultaba más intrigante que el restaurante Chez Antoine. En un mundo de recursos escasos, la existencia de un lugar de alta cocina, dirigido por un chef cuyo talento parecía desafiar toda lógica, era un misterio irresistible. Decidida a destapar los secretos que rodeaban al enigmático Antoine, Arabella comenzó una investigación que cambiaría su vida para siempre.

Desde el momento en que Bella se acercó al Chez Antoine, el lugar la deslumbró. El restaurante, una estructura de cristal y acero, brillaba como una joya en medio de la devastación. Los rayos del sol se reflejaban en su superficie pulida, proyectando una imagen de perfección en un mundo arruinado. Al cruzar sus puertas, Bella quedó impresionada por la elegancia y el refinamiento que la rodeaba. El diseño del lugar, una mezcla de minimalismo y sofisticación, parecía una contradicción en sí mismo, una burla cruel a la miseria del exterior.

El comedor principal, con sus mesas elegantemente dispuestas y su decoración de tonos neutros, ofrecía un respiro de tranquilidad. La luz natural que inundaba el espacio a través de los ventanales creaba un ambiente acogedor, mientras que cada detalle, desde la vajilla hasta los cubiertos, detonaba una obsesión obsesiva por la perfección. La disposición cuidadosa de las mesas y el ambiente casi irreal hacían sentir a los comensales como si estuvieran en otro mundo, lejos del caos que dominaba más allá de las murallas.

Esa noche, Bella asistió a una cena de degustación, un evento exclusivo que prometía ser una experiencia culinaria inolvidable. Cada plato que le servían, era una obra maestra. La presentación de los alimentos era tan impecable que casi resultaba un sacrilegio destruirla con el primer bocado. Cada plato estaba diseñado para impresionar los sentidos. Los sabores bailaban en su paladar con una precisión asombrosa: texturas suaves y crujientes, saladas y dulces, todo armonizado a la perfección. Era, sin duda, la cúspide del arte culinario.

Pero mientras los otros comensales se perdían en el placer del momento, Arabella no podía ignorar una inquietud creciente. Cada plato tenía algo en común: la carne. Un ingrediente que, en un mundo de recursos limitados, era un lujo escaso. ¿Cómo mantenía un suministro constante de carne tan exquisita cuando el resto de la Tierra apenas sobrevivía con sobras? La curiosidad de Bella, insaciable, la empujaba a buscar respuestas.

Fue entonces cuando Antoine, el carismático chef, se acercó a ella. Con una sonrisa enigmática, la invitó a visitar su “granja”, un lugar que, según él, era la clave de su éxito. Ella aceptó la invitación, incapaz de resistir la tentación de desvelar el misterio. Sin embargo, a medida que el viaje avanzaba, la inquietud que sentía se transformó en un terror palpable. La transición de la ciudad a los páramos desolados fue drástica, como si cruzaran una línea invisible entre el lujo y la barbarie. La granja, rodeada por altos muros y guardias armados, era un enclave de vida en medio de la desolación, pero lo que encontró allí la dejó sin aliento.

Dentro de la granja, no había animales pastando ni cultivos que sugirieran una fuente de alimentos. Lo que Arabella encontró fueron seres humanos, cautivos en condiciones inhumanas, obligados a vivir en un escenario de horror indescriptible. Las miradas de desesperación y miedo que se cruzaron con la suya fueron suficientes para que comprendiera la verdad. Antoine, con su voz suave y controlada, comenzó a revelarle su plan. Con una sonrisa retorcida, le explicó cómo había logrado mantener su imperio culinario en medio de la escasez. Los cautivos no eran más que el recurso que utilizaba para crear sus platos más exquisitos.

El terror que invadió a Bella fue paralizante. Comprendió entonces que se había convertido en una pieza más en el siniestro juego de Antoine, una víctima más de su macabra creación. Y, al final, cuando intentó escapar, fue demasiado tarde. La sensación de claustrofobia y desesperación la envolvió. No podía creer que el mundo del que había sido parte era solo una fachada, y que su vida había sido el precio de la ostentación de otros.

De vuelta al Chez Antoine, la vida continuaba como de costumbre. Los comensales reían, brindaban y disfrutaban de los platos que se les servían, ajenos a la verdad tras cada mordisco. El plato estrella de la noche, la “Creación de Antoine”, fue recibido con ovaciones. Los sabores refinados y la presentación deslumbrante cautivaron a todos los presentes, pero nadie sabía que estaban saboreando la última obra del chef: la carne de Arabella Blackwood, transformada en un plato que sellaba su destino. Antoine observaba desde la cocina con satisfacción, mientras los elogios y las risas llenaban el salón. Su oscuro secreto permanecía a salvo, protegido por la ignorancia de aquellos que, sin saberlo, se habían convertido en cómplices de su horror.

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25

Título: Sonríe

Autor: Itxaso Illarramendi González

Centro docente: CPR Compañía de María

Miro el móvil otra vez. Hostal dos estrellas, calle Iglesias, 28. Esta es la dirección. ¿No se habrán equivocado?
El bloque de pisos parece abandonado. Las ventanas tienen tablones que parecen más viejos que el propio edificio.
Me acerco a la puerta del portal, que está ligeramente abierta. La empujo con cuidado para no hacer ruido, pero empieza a chirriar.
Entro a un pasillo largo cubierto por una alfombra marrón con pinta de haber sido roja. A cada paso que doy el suelo cruje tanto que parece que se va a hundir.

Llego a la recepción. Hay un escritorio de madera, con una máquina de escribir y un montón de papeles desordenados. Cojo un papel y todos los demás se caen y se esparcen por el suelo asustando a unas cucarachas que al huir me hacen patear para no pisarlas.
Detrás del escritorio hay un tablón de madera con ganchos. De los ganchos cuelgan llaves. Encima de ellos, con tipografía dorada, están indicadas las habitaciones. Falta una llave, la 4D.

Me agacho y abro los cajones del escritorio. Papeles, bolígrafos y una llave. La cojo. Tiene una tira de cuero en la que pone “MASTERKEY”.

Avanzo por el pasillo oscuro. Apenas llega la luz de media tarde que se cuela por la puerta. Pulso un interruptor. Se enciende la bombilla, un instante. Estalla y mi retina se llena de luces incandescentes. Enciendo la linterna del móvil y en la pared de la izquierda se perfilan unas puertas.

Me acerco a la primera, la 1A. Introduzco la llave en la cerradura de metal. Está tan oxidada que no soy capaz de girarla. Forcejeo con la puerta hasta que cede y se abre. En la habitación hay un lavabo, una cama individual y una mesilla de noche con una lámpara sin bombilla.
Dejo mi mochila en el suelo, apoyada en la mesilla y me siento en la cama. Del colchón lleno de agujeros saltan miles de motas de polvo que se posan en mi cara y me hacen estornudar.

Voy hasta el lavabo para quitarme el polvo. Abro el grifo y sale un chorro naranja que me repugna. Cojo una toallita higiénica de mi mochila y me la paso por la cara. Mucho mejor. La miro. Está llena de motas de hollín.

Salgo de la habitación y continúo por un pasillo. La pared de la derecha, cubierta por un papel amarillento, está llena de cuadros de niños siniestros que sonríen. Todos tienen los ojos bordeados de ojeras negras. Uno come fresas que le manchan de rojo sus colmillos; otro está en un circo con la cabeza retorcida dentro de la boca de un tigre, otra monta en una bicicleta con una cesta blanca. Sigo hasta el final del pasillo, subo por unas escaleras, no hay acceso al segundo ni al tercer piso. En el cuarto las escaleras desembocan en otro pasillo largo y oscuro. En sus paredes solo hay un cuadro. El niño del cuadro tiene las mismas ojeras que los del primer piso y sonríe mordiéndose la punta de la lengua. Me acerco. La parte de abajo del lienzo está rasgada. Cuatro surcos paralelos, los del medio más profundos. La puerta de la derecha del cuadro tiene el mismo rasguño. Entro. La habitación está a oscuras. Me llega un hedor horrible, respiro por la boca.

Enfoco el centro de la habitación con la linterna del teléfono.

No hay cama, ni lavabo, ni mesilla de noche, solo un cuadro de otro niño en el suelo. Es un niño triste con los labios apretados. Lo cojo y vuelvo al pasillo. Bajo las escaleras y corro por el pasillo hasta la habitación 1 A. En la pared en la que antes no cabía ningún cuadro ahora hay un hueco con un clavo. Coloco el cuadro en el hueco. Me giro para volver a la habitación, pero se me cae el teléfono con la linterna cara el suelo. Me arrodillo y palpo el suelo polvoriento hasta encontrarlo. Me levanto y enfoco la linterna frente a mí. El niño ya no está triste, sonríe.

Corro. Entro en la habitación y cojo mi mochila. Corro hacia la puerta que da a la calle, pero está cerrada con llave. Pruebo con la llave maestra pero no hay suerte. Avanzo por el pasillo y busco en las habitaciones una ventana por la que salir. Todas están tapadas con la madera.

Subo hasta el cuarto piso. Al pasar por la primera puerta me golpea el mismo hedor de antes. Las dos siguientes están tapiadas como las ventanas. Llego a la 4D. Meto la llave en la cerradura, pero la puerta ya está abierta. La empujo y entro. Huele igual de mal que en la primera. Me adentro y enfoco la luz de la linterna hacia el centro. Ahogo un grito. Veo a los niños de los cuadros, colgados con hilos para mantenerlos en las mismas posiciones que las que aparecen en sus retratos. Me fijo en el que está subido a la bicicleta. Un hilo tira de su cabeza para que no caiga y tiene la boca cosida en forma de sonrisa. Los parpados tienen puntadas para dejar ver los ojos del niño. Se ven secos, sin vida. Las manos las tiene atadas al manillar de la bicicleta, y los pies a los pedales. De un bolsillo del pantalón asoma un trozo de papel doblado.

Sonríe, a él no le gustan los niños tristes.

Un escalofrío me paraliza. Quiero correr, pero algo me agarra los pies. Caigo y me golpeo la cabeza con el marco de la puerta. Veo todo negro. No sé si es oscuridad o es por el golpe. Oigo unos pasos delante de mí. Palpo el suelo para buscar mi móvil con la linterna, pero al intentar desplazarme mi cuerpo no responde. Noto que me pinchan en la mejilla. Intento gritar, pero me meten una bola de algodón en la boca. Siento un hilo que zurce mis labios. Tira del hilo, lo ata y lo corta.

—Sonríe.

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26

Título: Rojo carmesí

Autor: Mencía Jiménez García

Centro docente: Colegio Esclavas Sagrado Corazón fundación Spínola Sevilla

Mi espada, oxidada y carmesí, corta espinas y rosas, enredaderas y ramas. Cada vez son más robustas. Pienso en recoger un ramo escarlata, mas para qué. Ya estoy haciendo suficiente, más que suficiente. Sólo llegar hasta aquí me hace el caballero más valeroso y audaz. Me repito lo mismo una y otra vez para ahuyentar la oscuridad del espeso bosque. No tengo miedo. Soy un héroe. Soy el mejor. Insisto como un devoto sus oraciones hasta que por fin la diviso a la lejanía. La alta torre en la colina, negra como el carbón, cortando nubes y rayos de sol. Sonrío, satisfecho. Siempre supe que era capaz, no como tantos inútiles con complejo de grandeza.
La subida es fácil, sorprendentemente hay unas escaleras de caracol. El verdadero desafío fue el camino, que solo demuestra mi genialidad otra vez. Finalmente, me asomo por la pequeña ventana. Deja ver una amplia sala, brillante y recubierta de oro y terciopelo, elegante cuál palacio. Me trago la sorpresa con júbilo, seré rico.

-¡No temáis, princesa, aquí llega vuestro salvador Enrique de la corte del rey! -mi voz suena potente y segura de sí, mientras me dejo caer al mullido suelo.

Entonces, aparece ante mí. Una joven rolliza, con un vestido rubí repleto de pedrerías y encaje. Su cabello es una cascada de mechones obsidianos. Sus ojos oscuros se fijan en mí. No hay dulzura, ni el agradecimiento esperado. Me clava la mirada como si fuera un puñal.
Algo va mal. ¿Dónde está la damisela en apuros? ¿Será la mala bruja, fingiendo con un disfraz para que caiga en su telaraña de engaños?
Desenvaino mi espada, cuando ella habla. Su voz es sedosa y muy lenta.

-No os confundáis, caballero. Sí soy quién creéis. El camino debe haber sido duro, ¿deseáis un refrigerio?

Ah, finalmente, lo que esperaba. Que el aspecto de la princesa sea algo horrendo no le quita la sangre azul ni la fortuna a su nombre.
Al caer la noche, nos encontramos sentados en una larga mesa, cada uno en una punta opuesta. Un plato de, lo que aparentemente es, venado se encuentra enfrente de mí, rudamente cocinado, con los tendones sobresaliendo de la carne rosada y algo cruda. Revuelvo el tenedor de plata en la comida, sin atreverme a probar un bocado, mientras carraspeo.

-Princesa, no es por ser impaciente, mas me gustaría conocer cuándo partiremos a su tierra natal y podremos casarnos.

Ella asiente sin despegar los ojos de su plato, relamiéndose los dedos de una manera salvaje. Menuda dama está hecha, mi boca se torna en una mueca. Pero yo soy todo un caballero y pruebo un bocado, con el rugir de las llamas de la chimenea en mi oído y sintiéndome observado por la hilera de cuadros en las paredes.

Llevo caminando demasiado tiempo. Me duelen los pies. Tengo frío. Tengo miedo. No me gusta el bosque. No sé por qué intentaba ser heroico, si tantos han fallado antes. No soy nadie especial en comparación, solo un chico cualquiera. No soy nadie. Mis pensamientos revolotean como un huracán cuando por fin me abro paso entre la maleza, y veo la alta torre negra. Es preciosa. Detalles tallados mire donde mire. Una flor, un ángel. Un ciervo, una mariposa. Veo una escalera de caracol, por la que parece una subida cómoda. No me arriesgo, prefiero escalar. Tardo demasiado, me sangran las manos, el líquido manchando mis viejos ropajes. Finalmente llego. Una elegante sala como no he visto nunca me da la bienvenida. Mire donde mire todo es oro y terciopelo y más oro si es posible. Entonces, la diviso. Es sumamente hermosa; parece estar peinando una melena tan negra como esta torre. Respiro, una, dos, tres veces. Hago acopio de valor.

Una vez que he entrado, todo parece suceder muy rápido. Me da la bienvenida sin ninguna emoción. Me pregunta si tengo hambre. Me sienta a su banquete.

-¿Qué carne es? -no puedo evitar preguntar.

Ella levanta la cabeza, sus dientes están manchados.

-Carne a la Enrique.

Me estremezco. No sé por qué.

-Nunca lo había oído.

-Es una receta nueva.

No hablamos más. He de reconocer, el plato está bastante bueno. Un sabor que nunca había probado, no por eso menos delicioso.

Me duele la cabeza. Me siento extraño.

Me ofrece un catre, que acepto con fervor. Me da las buenas noches, tiene una voz muy suave.

Me duele todo el cuerpo. Me siento extraño.

Finalmente, cierro los ojos y me entrego a la noche.

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27

Título: Las Cucarachas

Autor: Lydia Gallego Sánchez-Toril

Centro docente: IES Salvador Victoria

Movían y movían los pies. Los panes rebotaban en la bolsa, la cuesta de gravilla los aceleraba como si deseara verlos caer. Aún oían tras ellos los gritos de la mujer a la que acababan de robar.

En el cielo, la luna pretenciosa juzgaba y ellos, Beatriz y su hermano, se ocultaron de su mirada en el cementerio. Allí, en aquel pueblo que los detestaba, la oscuridad de la noche los amparaba y ocultaba sus crímenes; las estrellas en el cielo, cálidas y lejanas, cerraban los ojos ante la gelidez de sus vidas.

Porque eran Cucarachas y, bajo la cúpula del universo, no se veían los harapos que lucían con dignidad o las manchas y cicatrices de su joven rostro.

Y allí, rodeados del frescor de la hierba y la frialdad de las lápidas, la puerta del cementerio se cerró. El sonido de un candado, las bisagras oxidadas… durante un momento eterno fue lo único que retumbaba en el aire; lo hacía vibrar como los conductos del órgano de Maese Pérez.

A Beatriz se le cortó la respiración y dejó caer las bolsas; su hermano la abrazó y comenzó a llorar entre sus brazos. Sus sollozos flotaban en el aire y se mezclaban con los últimos suspiros de las almas que yacían ahora tantos metros bajo tierra y, quizás, los rodeaban y suspiraban en sus oídos.

¿Había sentido ese canto desesperado?

Sus rodillas flaquearon y se obligó a abrazar con más fuerza a su hermano. Le permitió sentir el calor del amor bajo el frío silencioso, la grisácea piedra y el óxido de la valla que les impedía huir.

—Estaremos bien —musitó. Temía que la luna pudiera mofarse de su ingenuidad—. Somos Cucarachas: sobrevivimos sin importar qué.

Su hermano asintió contra su cuerpo. Sus temblores transmitían miedo, el viento se revolvía como una risa cruel.

¿La había escuchado de verdad?

Comenzó a escrutar los nombres sobre las rocas cuando sus ojos, ambarinos como los de un zorro astuto, se acostumbraron a aquella oscuridad. Entonces vio a su derecha algo parpadear. En una de las lápidas había una luz, un foco que aparecía y desaparecía cada vez que centraba su mirada.

Su hermano la miró; el brillo de sus ojos ya no era de terror.

—Entre cadáveres vivís y entre ellos moriréis —susurró. Se escuchó como si cada objeto del cementerio hiciera rebotar su voz; para engrandecerla, para mofarse quizás.

¿Fue una sonrisa lobuna lo que afloró en su rostro o Beatriz, embriagada por la penumbra y la luna, no diferenciaba lo real de lo místico?
Cerró los ojos y dio un pasó hacia atrás. Esta vez, su susurro fue tan pequeño que podría haberse confundido con las risas de los espíritus:

—¿Qué te ocurre?

Al volverlos a abrir sólo halló un rostro irritado por la sal de las lágrimas y alguien, simplemente, humano.

—¿No lo has oído…? ¡Repite lo último que has dicho!

—«¿Qué te ocurre?».

—¡Lo anterior!

¿Se reía la luna de sus chillidos agudos? ¿Seguía la luz parpadeando? ¿Cuándo habían desaparecido los panes?

—¿Beatriz…?

—¡Lo has dicho! —irrumpió—. «Entre cadáveres viviréis y entre ellos moriréis». Esa noche…

Las palabras se negaban a salir. Pero, ¿cómo podrían hacerlo cuando la oscuridad que los había visto nacer criticaba los pecados que pensó que ocultaría?

Beatriz vio el momento en el que las palabras le recorrieron. El instante en el que las entendió. Y, con todo, continuó. Porque así funcionaban: cuando uno caía, el otro se manchaba de barro para ayudarle.

—Lo dijo antes de… Cuando entramos a su casa, cuando se defendió. ¿Tres días sin comer llevábamos? ¿Cuatro?

—Richard… Richard Sheffer.

El olor de la sangre volvió. No era metálico, sino un hedor verde. Verde como la mugre que se apodera de los cadáveres hasta consumirlos, hasta alimentarse de cada órgano bajo esa piel tan flácida. El martillo de su mano goteaba sangre; su brillo era más hermoso que el del rubí.

La bilis ascendió a su garganta de la misma manera que lo hizo tras escuchar el crujido del cráneo al resquebrajarse; la misma sensación de aplastar una cucaracha: primero la escuchas crujir y luego sientes todo su cuerpo chafándose bajo el peso de tu zapato. Abrió los ojos y se vio nadando en sangre.

¿Los había abierto de verdad?

Si no hubiera sido por la forma en la que la luna hacía brillar su carmesí y su espesura, podría haber dicho que era agua. Entró en su boca, estremeció sus papilas gustativas, la comenzó a ahogar,, llenó sus pulmones…

El grito de su hermano, su abrazo, la devolvió a la realidad. Miró su cuerpo y, aunque todavía sentía la viscosidad deslizarse entre su vello, nada brillaba en oscuros colores rojizos.

—Somos… —comenzó a decir. Necesitaba recordárselo—. Y por ello sobreviviremos.

—¿Qué somos? ¿De qué estás hablando?

Entonces lo supo. La luna analizó cómo sus pies se movían hacia la tumba que parpadeaba. Ora se iluminaba el nombre de Richard Sheffer, ora desaparecía con la frialdad con la que se esfuman los recuerdos tras la muerte.

Golpeó la lápida con un martillo hasta que la roca que rezaba «entre cadáveres vivís y entre ellos moriréis» se partió por la mitad. Hasta que su garganta lloró de tanto gritar.

Aquellas almas con nombre podrían ser recordadas por una eternidad; aquellos nombres que se pierden entre los escombros serían olvidados y la historia los borraría de su camino. ¿Tendrían ellos la oportunidad de ser recordados?

Pero eso no importaba. Eran Cucarachas, supervivientes sin importar qué, y si para salvar a su hermano del fantasma de Richard Sheffer debía condenarlo al olvido, hacerlo desaparecer, así sería.

Pero mientras sentía la ira y el terror abrasar la boca de su estómago, bajo una luna y unas estrellas cotillas, acompañada de una oscuridad capaz de disfrazar la sangre de agua, no pudo evitar preguntarse quién era Richard Sheffer.

¿Tenía realmente un martillo en la mano? ¿Podría haber sido algo de lo ocurrido real?

¿Quién había muerto en verdad aquella noche?

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28

Título: El último suspiro

Autor: Lídia Sánchez Nieto

Centro docente: Institut del Voltreganès

El hospital había sido su hogar durante los últimos diez años. Javier, un anestesista experimentado, había trabajado en incontables cirugías, siempre detrás de la cortina de calma que ofrecía el control del sueño. Control. Esa palabra lo definía. Mientras los cirujanos manejaban el bisturí, él tenía el poder de detener o reiniciar la respiración de un paciente con una simple dosis, un pulso de una máquina.

Era una noche tranquila. Los quirófanos estaban vacíos, excepto por una cirugía de emergencia en la que iba a asistir. María, una joven con un aneurisma cerebral, acababa de ser ingresada. Javier revisó sus signos vitales, calibrando la dosis perfecta de anestesia. La tranquilidad antes del caos.

Mientras esperaba que la operación comenzara, algo empezó a inquietarlo. Desde el otro lado de la habitación, sentía una presencia. Levantó la vista y la vio: una sombra oscura, inmóvil, en la esquina del quirófano. Una figura con un rostro borroso, que parecía observar desde las profundidades de la nada.

—¿Está todo listo? —le preguntó el cirujano, entrando con su equipo.

Javier apartó la vista de la figura y asentó con la cabeza, enfocándose en su tarea. Ajustó los niveles de la anestesia y pronto María comenzó a caer en el sueño profundo.

Pero algo no estaba bien. Javier miraba las constantes vitales en la pantalla. La frecuencia cardíaca de María bajaba, más rápido de lo habitual. Verificó los niveles de los medicamentos. Todo parecía en orden, pero la respiración de la paciente se volvía cada vez más superficial. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda y miró hacia la esquina de la habitación.

La sombra seguía allí, pero esta vez se había movido. Estaba más cerca, observándolo con un rostro deformado que parecía hecho de fragmentos de las caras de otros pacientes. Eran rostros de los que Javier apenas recordaba, como sombras de cirugías pasadas, que ahora le miraban con una mezcla de reproche y sufrimiento.

—¿Qué demonios es eso? —murmuró para sí mismo.

Sacudió la cabeza. No era posible. Debía ser el cansancio. Pero cuando volvió a mirar a la pantalla de los signos vitales, todo había colapsado. El corazón de María se había detenido.

—¡Parada cardíaca! —gritó el cirujano—. ¡Desfibrilador!

Javier trató de recuperar el control, ajustando la anestesia, revisando la máquina de respiración, pero su mente seguía volviendo a esa sombra en la esquina, más y más cerca. Era como si estuviera absorbiendo la vida de María, robándole la última bocanada de aire. Las manos de Javier temblaban, y aunque el equipo médico intentaba reanimarla, sabía que ya era demasiado tarde. Algo más estaba tirando de su alma.

Horas después, cuando María fue declarada muerta, Javier permaneció en el quirófano. Los otros se fueron, pero él no podía moverse. Miraba el rincón vacío donde la figura había estado, sintiendo el peso de todas las vidas que había sostenido entre el sueño y la muerte. Se le revolvía el estómago con la sensación de que aquella sombra lo seguía.

Esa noche, antes de irse a casa, decidió revisar los expedientes médicos de todos sus antiguos pacientes. Un detalle lo aterrorizó. Cada vez que uno de sus pacientes había muerto en la mesa de operaciones —no por error médico, sino por circunstancias inexplicables—, siempre estaba él como anestesista. Una vez más, controlando el sueño… y algo más.

Los días siguientes no fueron mejores. Cada vez que Javier entraba a un quirófano, sentía que esa figura lo acechaba más cerca. Parecía alimentarse del miedo y de las vidas suspendidas entre la anestesia y la muerte. Un día, mientras intentaba inducir a un paciente en el sueño, la figura apareció justo detrás del hombre, tocando sus pulmones con una mano larga y gélida.

Fue entonces cuando entendió la verdad.

Él no solo inducía el sueño. Había algo que pasaba por las grietas del subconsciente, un espacio donde las almas eran vulnerables, y esa figura, ese parásito, había estado acechando en las sombras todo el tiempo, esperando que Javier abriera la puerta. Controlaba la respiración de los pacientes, pero nunca había notado que alguien más estaba compartiendo ese poder.

La noche que decidió renunciar, el quirófano estaba vacío. Salió sin mirar atrás, con la sombra siguiéndolo hasta la salida del hospital. Justo antes de abrir la puerta, sintió un peso en su pecho. La figura estaba sobre él, y esta vez no había un paciente al que acechar.

Era él.

Su última respiración quedó atrapada en el aire frío de la sala, y la sombra por fin se lo llevó al lugar del que nunca podría despertar.

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29

Título: El susurro del bosque

Autor: Alejandro Puga Iglesias

Centro docente: IES Campos y Torozos

Habían pasado varias semanas desde que el cuerpo de Pablo fue encontrado en las afueras del pueblo, en un camino olvidado, que llegaba hasta el oscuro bosque. Nadie sabía cómo había llegado allí, algunos decían que se había perdido, otros hablaban de una mala caída. Pero entre los chicos del colegio, se murmuraba algo más oscuro: «El bosque no olvida a quien lo invade».
Marina no creía en historias de terror. Siempre había sido la más escéptica del grupo, la que se reía de las supersticiones, la valiente y decidida. Así que, cuando sus amigos comenzaron a decir que Pablo había muerto porque había entrado en el bosque a medianoche, decidió que probaría que estaban equivocados.
—Vamos esta noche —dijo Marina, mientras lanzaba su mochila al suelo. Sus amigos la miraron sorprendidos. —Vamos al bosque, a la misma hora en la que Pablo fue encontrado.
— ¿Estás loca? —dijo Sara, nerviosa. Ella siempre había sido la más miedosa del grupo—. ¿Y si es verdad lo que dicen? El bosque es………. algo más que extraño.
—Tonterías. Lo que pasó con Pablo fue un accidente. Nada más.
Después de muchas dudas y protestas, al final, Sara, Carlos y Luis accedieron. Si Marina quería probar que no había nada que temer, ellos la acompañarían.
La noche cayó rápido, oscura y sin luna. Los cuatro amigos se adentraron en el bosque, armados con linternas y algo de valor. El viento soplaba entre los árboles, creando un sonido misterioso, casi como un susurro, como si el propio bosque estuviera vivo. Las ramas crujían bajo sus pies, y una extraña sensación de ser observados se apoderó de ellos.
—Esto es una tontería —dijo Marina, pero su voz sonaba menos firme de lo que habría querido. Al fondo del camino, se veía la figura oscura de la vieja caseta de caza, abandonada desde hacía años. Decidieron que ese sería su punto de llegada.
Sin embargo, cuanto más se adentraban, más extrañas se volvían las cosas. Primero fueron los sonidos: pasos que no eran suyos, susurros que venían de todas direcciones. Luego, las linternas empezaron a parpadear, como si algo estuviera interfiriendo con ellas.
— ¿Habéis visto eso? —preguntó Luis, señalando entre los árboles.
— ¿El qué? —respondió Marina, tratando de mantener la calma.
—Allí, entre los árboles… juraría que había algo moviéndose.
Todos se quedaron en silencio, mirando a su alrededor. No había nada visible, pero el aire se sentía denso, cargado de una energía que les ponía los pelos de punta.
—Seguramente fué un animal —dijo Marina, pero incluso ella empezaba a dudar de sus palabras.
De repente, un fuerte crujido a su derecha los hizo saltar. Sara gritó, y las linternas se apagaron por completo. Todo quedó en una oscuridad absoluta.
— ¿Qué está pasando? —gritó Carlos, tratando de encender su linterna de nuevo. Pero ninguna de las linternas encendía. Sólo tenían la oscuridad, el frío y el inquietante susurro del viento.
—Volvamos —dijo Sara, temblando—. Esto no está bien.
Pero justo cuando se iban a dar la vuelta para regresar, se escuchó un murmullo alto y claro de una voz, ¡no era el viento! Alguien estaba hablando, pero las palabras eran inentendibles, casi como si vinieran de una pesadilla.
— ¿Quién anda ahí? —gritó Marina, decayendo su valentía.
Nadie respondió. Pero el susurro continuó, cada vez fuerte, más cerca, a su alrededor.
Sin pensar, los cuatro comenzaron a correr, aunque con la oscuridad, no podían ver más allá de sus narices. Las ramas les rasgaban la piel, y las raíces sobresalientes parecían intentar atraparlos. Marina tropezó y cayó, rodando por el suelo cubierto de hojas húmedas.
— ¡Marina! —gritó Luis, corriendo hacia ella.
Mientras se levantaba, algo frío rozó su cuello. Giró la cabeza, y por un segundo, vio una figura alta y delgada, con ojos que brillaban en la oscuridad. Pero cuando parpadeó, ya no estaba.
Con el corazón latiéndole a mil por hora, Marina se levantó y corrió con el resto. No se detuvieron hasta que salieron del bosque, cubiertos de sudor y suciedad. Una vez a salvo, miraron hacia atrás, esperando ver algo persiguiéndolos. Pero el bosque parecía inmóvil, como si nada hubiera pasado.
— ¿Qué… qué fue eso? —preguntó Sara, entre lágrimas.
Ninguno supo responder. No podían explicar lo que habían visto, lo que habían sentido. Pero algo estaba claro: no volverían a entrar en ese bosque.
Al día siguiente, Marina intentó olvidar lo ocurrido. Sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, veía la figura en la oscuridad, y los susurros del bosque aún resonaban en sus oídos.
Y fue entonces cuando lo escuchó otra vez, en pleno día, justo en su habitación: «El bosque no olvida a quien lo invade».

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30

Título: Locura

Autor: Izarbe Rodríguez Zapater

Centro docente: Colegio Alemán de Zaragoza

Hay un monstruo por el que solo algunos han sido visitados, se llama Locura. De cuerpo escuálido, que escurre de sombra en sombra, de rincón en rincón, acechando a la espera, silencioso se acerca, envuelto en las tinieblas. Mientras tú descansas, te levanta con su aullido, algo entre una risa y un sollozo, entre un grito y un chillido, que parece que viene de él, de todas las esquinas, de todas partes y de ninguna, un sonido de ultratumba, que sin eco se pierde. Cuando te despiertas atenazado por el desasosiego y el miedo, ves por el rabillo su rostro, una sonrisa fina, ancha y temblorosa, unos plateados ojos afilados de lechosos reflejos, que no expresan ninguna emoción, mas tal vez una fría y cruel diversión; ves su vagamente humano cuerpo de finos miembros, todo él cubierto de una lívida, cuarteada piel, de áspero aspecto y sin pelo visible, que si lo tiene es imperceptible.

Cuando se percata de que tu atención está posada en él, de que tú lo miras de reojo, sin la bravura necesaria para observarlo directamente, su rostro transforma, su sonrisa se estira, se abre, mostrando cientos de finos colmillos, finas agujas blancas y brillantes que relucen; un destello rojo aparece en sus ojos, volviendo su rostro una aún más aterradora mueca, que te obliga a volverte, mirarle y comprobar lo que has visto, aterrorizado, atenazado por el miedo creciente.

Cuando finalmente le observas, tan solo ves un brillo blanco, un vago reflejo blanquecino, sin cuerpo ni forma, sin poder distinguir ni sus ojos, que normalmente brillarían plateados como si de dos lunas se tratasen, ni tampoco se distingue su piel enfermiza, pálida, blanca como la luna a través de la niebla. Ese cuerpo no se percibe si te concentras en él.

Al intentar gritar, chillar, nadie te oye, al final el llanto brota, desesperación, miedo y pánico, eso eres.

Por la mañana desaparece, nadie te cree.

Si una noche no te visita, lo hará en sueños, o tal vez no, tal vez te dejará asustado esas noches, esperando su llegada, una presencia que no llega, sin dejarte conciliar el sueño; para cuando lo intentes superar, volver a llegar, robándote así no solo el sueño sino también poco a poco llevarse tu cordura. Nadie más le podrá ver, oír ni sentir, simplemente hará que te creas demente hasta que su profecía, su deseo, se cumpla y marches totalmente ido.

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Gema Barquero Martínez
Gema Barquero Martínez
17 ddís hace

Saludos, soy Gema Barquero Martínez, escritora del relato *mi mayor miedo, la soledad* y me he percatado de que no habéis puesto mi centro docente, mi centro docente es el IES Sanje, Alcantarilla.
Gracias y espero haber podido aclarar cualquier confusión ❤️.

Última edición 17 ddís hace por Gema Barquero Martínez