Entiendo mi cinefilia como una entrega absoluta, pero también como una educación sentimental. “El itinerario de un soñador del cine”, fue a llamar a este afán nuestro el prestigioso crítico Noël Burch, uno de los más lúcidos de Cahiers du Cinéma.
Consciente de mi tendencia hacia la autodestrucción, jamás me asomo a un precipicio. Más aún, evito mirar hacia abajo desde cualquier altura: sé que allí, en el fondo, hay algo que me llama, impeliéndome al salto para ir en busca de mi destino. Con tales antecedentes, tengo en la mayor estima las películas de vampiros, que a veces son obras maestras de la talla de La bruja vampiro (Carl T. Dreyer, 1932). En estas historias de no muertos, más que en ninguna otra del resto de las cintas dedicadas a las criaturas de la noche, presumo la más arrebatada alegoría de la atracción del abismo. Y en la belleza de las condenadas por Nosferatu o el wurdulak —que dicen al vampiro en el folclore y la mitología eslavas, así como en Las tres caras del miedo (1963), del gran Mario Bava— descubro el atractivo de las lamias. En Rosanna Yanni, aquel magnetismo, el poderío, que le decíamos, fulgió sobremanera en El gran amor del conde Drácula (Javier Aguirre, 1973).
Era frecuente, entre los realizadores de aquellas entrañables producciones, confiar la creación de esas hijas de las sombras a actrices con fisonomías ajenas al patrón autóctono. De alguna manera, debían tener un aspecto evocador del aire centroeuropeo que, por tradición, se atribuye a los personajes oriundos de esos bosques y castillos alejados de nuestros paisajes habituales, donde se pronuncian estas terribles maldiciones. En El gran amor del conde Drácula fue el caso de la francesa Haydée Politoff —efímera estrella del cine de autor desde que en 1967 protagonizó La coleccionista, de Éric Rohmer—, y también lo fue de la alemana Ingrid Garbo e incluso de la argentina Mirta Miller, quien, pese a ser porteña, acaso por el nombre de su personaje, Elke, supo aportar ese empaque de la Mitteleuropa al filme. El encanto de Rosanna Yanni y Loreta Tovar era más autóctono: aquel poderío que decíamos.
Lástima que Loreta fuera una de esas actrices que ven finalizada su filmografía antes de que su estrella comience a despuntar. En El gran amor… recreaba a una lugareña a la que el Conde asalta mientras duerme en su alcoba. Creo que ni siquiera aparece acreditada en el reparto. Se diría que su presencia en la cinta obedece, básicamente, al desnudo de la secuencia. Pese a su singularidad —que yo sepa, el Drácula que incorpora aquí Paul Naschy es el único que se auto inmola al alba, rechazado por su gran amor—, aquella cinta de Javier Aguirre fue una de esas producciones que conocían una versión con desnudos para la distribución internacional y otra sin ellos para la cartelera nacional. De ahí la proliferación de bellezas y que la versión foránea llevase un título mucho menos romántico: La orgía de Drácula.
Tal que obedeciendo a una fuerza numinosa, hay dos títulos en la filmografía de Rosanna Yanni harto elocuentes respecto a lo que fue su presencia en el cine español de hace medio siglo. Uno es un drama de Antoni Ribas, Las salvajes en Puente San Gil (1966); el otro, una comedia de Luis García Berlanga, La escopeta nacional (1978). En esta segunda parodiaba a todas esas seductoras de alto standing a las que había estado incorporando hasta entonces. En el drama —a fe mía es la mejor cinta de Ribas— la actriz daba vida a una vedette, integrante de una compañía de revista que arriba a San Gil, un supuesto pueblo de la España profunda en los días en que el sexo era pecado y las beatas, más intransigentes que el propio cura, se encargaban de atajar al mundo, al demonio y a la carne —los enemigos del alma, según San Agustín— con toda la diligencia que, a su juicio, era menester.
Hablamos de la España en que, según Arias-Salgado —su ministro de Información y Turismo—, los anuncios de medias femeninas “fomentaban la masturbación”, y fue entonces cuando Rosanna Yanni irrumpió en la cartelera con toda la concupiscencia que su poderío desataba. Nacida en Buenos Aires en 1938, se inició en la actuación como corista en el Teatro Nacional de su ciudad natal. Corría 1960. En el 62 era una de las modelos más destacadas de Roma, y en el 63 ya era vecina de Madrid. La trajo a España un papel en Sol de verano, una comedia de Juan Bosch.
De presencia imponente, su poderío se hizo notar desde el primer plano en que fue retratada por el cine español. En 1965, Fernando Palacios la incluyó en el reparto de La familia y uno más, ejemplo meridiano del cine que potenciaba el Régimen en aquellos años. Pero me atreveré a decir que los censores, siempre alerta para que el mundo, el demonio y la carne no buscasen la perdición del alma del buen español, prestaban más atención a los posibles impudores de la actriz que a sus aportaciones a las cintas favoritas del Sindicato Nacional del Espectáculo, como La familia y uno más.
A diferencia de Susana Campos, otra actriz argentina de exquisito encanto, que en aquellos años rodó en España a las órdenes de Edgar Nevillle —Mi calle (1960)—, Julio Coll —Ensayo general para la muerte (1963)— o José Luis Borau —Crimen de doble filo (1965)—, pero siempre como estrella invitada en el cine español, Rosanna Yanni fue una de las actrices más genuinas de aquella pantalla autóctona. Tanto fue así que incluso llegó a protagonizar alguna de aquellas versiones filmadas de las zarzuelas que tanto gustaban a las señoras de la época —La canción del olvido (Juan de Orduña, 1967)— y, por supuesto, spaghetti westerns —Comanche blanco (José Briz, 1967)— y cintas bélicas, de la Segunda Guerra Mundial —Hora cero, Operación Rommel (León Klimowsky, 1968)—. Yo la admiraba en las cintas de terror: La marca del hombre lobo (1968), de Enrique Eguiluz, fue la primera. Después llegó Malenka (Amando de Ossorio, 1968).
Antes de que acabase el 68 colaboró con Ana Mariscal en El paseíllo y con Jesús Franco en El caso de las dos bellezas. Y en cuanto al cine de calidad, es decir, respetado por la crítica de entonces, habrá que recordar la versión de Fortunata y Jacinta (1970) de Angelino Fons; El ojo del huracán (1971), de José María Forqué, o Crimen imperfecto, también del 70, de Fernando Fernán-Gómez.
Trabajó mucho y muy bien. Rosanna Yanni era una de esas actrices plenamente conscientes de su poderío, y seducía a sus galanes burlándose, como mofándose de su capacidad para los galanteos. Pocas como ella sabían ironizar con aquel don. Su filmografía fue extensísima. Entre finales de los 60 y mediados de los 70, rodaba siete u ocho filmes al año.
Tras aquella colaboración con Berlanga, en la que parodiaba más abiertamente su poderío, llegó Madrid al desnudo (Paul Naschy, 1979), que protagonizó junto al propio Naschy y Fernando Fernán-Gómez, y Despido improcedente (Joaquin Luis Romero Marchent, 1980).
Ya en los 80, Rossanna Yanni se fue alejando de la cartelera, dejando al respetable con ganas de más. En los 90, muy esporádicamente, aparecía en algún capítulo de alguna serie de televisión. Como yo no veo series, nunca la vi. Prefiero recordarla con su poderío, iluminando las sombras del fantaterror español.
Vampyr, Mario Bava, la autodestrucción, el destino, la hostia en Cristo… El caso es que, gracias al artículo, acabo de ver en YouTube Las salvajes de Puente San Gil y me ha parecido un gran película, a un paso de la obra maestra.