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Ganador y finalistas del concurso juvenil #historiasdemiedo

Ganador y finalistas del concurso juvenil #historiasdemiedo

Ya tenemos la historia ganadoraLa caja de los caídos, de Iker Rodríguez Pasadas—y las dos que han resultado finalistas El Reloj de Oro, de Julia Hernández García, y El último suspiro, de Lídia Sánchez Nieto— de nuestro concurso juvenil de relatos #historiasdemiedo Más de 2.000 propuestas se presentaron en esta edición, dotada con 2.000 euros en premios, organizada por Zenda y patrocinada por Iberdrola. Este certamen literario, en el que podían participar jóvenes autores nacidos entre 2007 y 2011, era de temática libre comenzó el 1 de octubre de 2024, y terminó el 31 del mismo mes.

Este concurso de #historiasdejóvenes cuenta con un jurado formado por Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Roberto Santiago, Blue Jeans, Nando López, Paula Izquierdo e Inma Rubiales.

A continuación reproducimos los textos del ganador del primer premio y de los dos ganadores del segundo premio.

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GANADOR

Título: La caja de los caídos

Autor: Iker Rodríguez Pasadas

Centro docente: Institut Pau Casals

Jesús Gómez Blanco, un hombre de 77 años, vive solo en Zaragoza. Viudo desde hace una década y con los hijos lejos, su vida se ha reducido a investigar la Guerra Civil Española, especialmente los sucesos oscuros y las historias perdidas de los combatientes republicanos, como su abuelo. Jesús pasa sus días en su pequeño apartamento, revisando cartas, fotos y diarios. Pero esa noche, cuando descubre una caja de documentos en la esquina polvorienta del armario, algo cambia para siempre.

El metal de la caja está cubierto de óxido, y tiene una cerradura vieja. Jesús la examina, notando las iniciales “J.G.” grabadas de manera rudimentaria en la tapa. Con el pulso tembloroso, la abre y encuentra una serie de fotografías y un diario desgastado. En una de las primeras fotos, un grupo de soldados posa con armas rudimentarias en un campo de batalla desolado. Sin embargo, al mirar de cerca, nota un detalle que lo deja helado: entre los hombres, una figura oscura, desfigurada, parece flotar, mirándolo directamente. Su expresión es una mezcla de agonía y odio.

Jesús intenta convencerse de que es una mancha, un error de la fotografía antigua. Pero esa noche, el sueño lo evade, y la imagen del rostro oscuro y borroso de la figura persiste en su mente. Horas después, una sensación lo despierta: un frío intenso que parece emanar de la caja. Se levanta, y al acercarse, una corriente gélida lo recorre. En la penumbra, la caja parece moverse, como si algo dentro intentara salir.

Intrigado y aterrado, Jesús toma el diario y lo abre. La caligrafía es antigua, casi ilegible, pero entre palabras dispersas puede leer frases como: “fosas olvidadas”, “la maldición de Belchite”, y una que lo hiela: “el precio de recordar es llevar la muerte en los ojos”. Al avanzar las páginas, reconoce la mención de su abuelo, un combatiente republicano, y de otros soldados que desaparecieron sin dejar rastro en un lugar cercano a Zaragoza. La última página del diario muestra una advertencia clara: “Si ves sus rostros, ellos verán el tuyo. Y cuando te encuentren… no podrás despertar.”

Esa noche, Jesús no puede dormir. Cuando finalmente se duerme, su sueño lo arrastra a una trinchera húmeda, rodeada de sombras y lodo. En la penumbra, decenas de ojos oscuros lo miran, figuras de soldados desfigurados, arrastrándose entre el barro, pidiéndole algo en un susurro ahogado que apenas entiende. Al despertar, Jesús siente el peso de esos ojos, como si lo observaran desde algún rincón de la habitación.

Convencido de que necesita saber más, Jesús decide regresar al antiguo campo de batalla mencionado en el diario, cerca de Belchite, un lugar que se ha ganado fama de estar maldito. Coge su cámara, como si documentar la verdad pudiera liberarlo de esa presencia maligna. Conduce hasta el sitio al amanecer y, aunque está solo, el lugar le parece inquietantemente lleno de voces. A medida que camina, encuentra restos de trincheras y marcas en la tierra, como si los fantasmas de la guerra aún lucharan por salir a la superficie.

Justo cuando se decide a tomar una foto, un golpe seco retumba desde el suelo, como un puñetazo que sale de la tierra. Jesús retrocede, y entonces siente algo helado y huesudo aferrarse a su pierna. Con horror, mira hacia abajo y ve una mano de piel sucia y huesos sobresalientes que emerge de la tierra, aferrándose a él con una fuerza imposible. Las sombras alrededor se retuercen y en la distancia, las figuras desfiguradas del sueño comienzan a moverse hacia él.

Jesús intenta soltarse, pero el agarre es cada vez más fuerte. Una de las figuras logra llegar a su lado; sus ojos son pozos vacíos, su boca una mueca congelada en un grito de agonía. Cuando Jesús cierra los ojos, siente el aliento helado de esa presencia en su rostro, y escucha un susurro que parece venir de todas partes: “Nos olvidaste… y ahora, llevas nuestro peso”.

De algún modo, logra zafarse y correr hacia su coche, pero cuando llega, nota que algo lo acompaña. En el retrovisor, una figura oscura se sienta en el asiento trasero. Con el corazón desbocado, intenta arrancar el motor, pero este se apaga una y otra vez. Cuando finalmente logra encenderlo, la figura ha desaparecido. La sensación de ser observado no se va; al contrario, se vuelve más intensa con cada kilómetro.

Al llegar a casa, Jesús encuentra algo espantoso: en su escritorio, hay nuevas fotos, como si alguien hubiera estado documentando su escape del campo de batalla. En cada una de ellas, la figura de ojos vacíos y piel cadavérica aparece, cada vez más cerca de él. Las últimas fotos muestran claramente el rostro de Jesús, atrapado en una mueca de terror, como si fuera su propio retrato de muerte.

Aterrorizado y sin saber cómo deshacerse de esta maldición, Jesús decide quemar la caja y sus contenidos. Llena un balde con gasolina y arroja dentro las fotografías y el diario, tratando de evitar ver más de esos rostros vacíos. Cuando enciende el fuego, un grito ensordecedor llena la habitación, una cacofonía de voces desesperadas y agonizantes. En el humo, figuras borrosas emergen, estirándose hacia él, sus ojos oscuros llenos de reproche.

La última visión que tiene Jesús antes de desmayarse es la de su propio reflejo en las ventanas: su rostro se ha desfigurado, sus ojos son ahora pozos oscuros y vacíos como los de las figuras, como si él mismo se hubiera convertido en uno de ellos.

Al día siguiente, los vecinos encuentran la puerta abierta y el apartamento en silencio. Jesús está sentado en su escritorio, inmóvil, con las fotos de los soldados sobre la mesa. Todos sus rasgos se han desvanecido, como si algo hubiera absorbido su esencia, dejando una máscara vacía. En una de las fotos que quedó en la cámara, hay una última imagen: Jesús, de pie en una trinchera, rodeado por figuras espectrales que lo observan con esos ojos vacíos, los mismos ojos que ahora son suyos.

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FINALISTAS

Título: El Reloj de Oro

Autor: Julia Hernández García

Centro docente: IES Alfonso X el Sabio

Dorian Belmore es el mejor relojero de Londres. Todos lo saben. Sus enemigos le temen, sus clientes lo respetan, su mujer ya no lo aguanta… Poder. Es poder lo que tiene Dorian Belmore. Donde otros ven avaricia, él ve años de duro trabajo.

No suelen entrar clientes a Belmore & Higgins, Relojes y Antigüedades minutos antes del cierre, pero aquel día en el que la lluvia torrencial castigaba duramente las calles de Londres, un hombre de ropas oscuras parecía tener mucha prisa por que Dorian arreglase su reloj. El individuo llegó rápido pero sigiloso, dejó el reloj sobre la mesa, lo señaló con el dedo y salió por la puerta sin hacer sonar la campana. Dorian Belmore, intrigado, observó el reloj. Era peculiar. De oro, reluciente y muy elegante. Consultó la hora en el reloj de cuco de la pared de la tienda. Las 23:55. Quedaban cinco minutos para el cierre, pero podía hacer una excepción.

Abrió la tapa. Los números eran elegantísimos y las manecillas, doradas y finamente ornamentadas, destacaban sobre la blanca esfera. Una pieza muy peculiar, sin duda alguna. Sin más dilación, abrió el reloj y procedió a manipular los engranajes. Debía de ser un reloj realmente antiguo, porque estos opusieron una resistencia casi burlona. Tras unas expertas maniobras, finalmente escuchó un crujido y los viejos engranajes parecieron estar correctamente colocados. Cerró el reloj y le dio cuerda. Enseguida escuchó el ruidoso tic tac propio de los relojes antiguos. Sonrió satisfecho y abrió la tapa para ver las manecillas en acción.

Sin embargo, su sonrisa no tardó en borrarse: el segundero giraba en sentido contrario, de derecha a izquierda. ¿Cómo puede ser? – pensó Dorian, incrédulo. Con todos los años de experiencia que lleva a sus espaldas, ¿en qué puede haberse equivocado? Atónito, intentó volver a abrirlo. Apartó los dedos instantáneamente, como si acabase de tocar un hierro al rojo vivo con sus yemas. De repente, los engranajes ardían como brasas. Así no podía retomar el trabajo. Volvió a mirar la esfera del reloj, y entonces se fijó en un extraño detalle. En el centro, bajo el eje en el que rotaban las manecillas, había una inscripción que no recordaba haber visto antes, escrita en tinta roja como la sangre: 12 horas. Cerró la tapa de un golpe y se sobresaltó al ver otro detalle nuevo: su propio nombre grabado en la tapa. Era tal su turbación que decidió colgar el cartel de cerrado, subir las escaleras de caracol hacia su habitación y acostarse.

Qué extraño reloj. ¿Qué debía hacer con él? ¿Devolvérselo al propietario y pedirle explicaciones? El hombre no le había dado su nombre o su dirección, y ni siquiera había podido verle la cara. ¿Qué era aquello, un regalo de un admirador? ¿O de algún malintencionado rival? Mientras cavilaba, guardó el reloj en el cajón de su mesilla de noche.

Todavía podía escuchar el infernal sonido de sus agujas. Había algo en ese reloj que le daba a la vez curiosidad y un miedo inexplicable. ¿12 horas para qué? Entonces cayó en la cuenta. Una cuenta atrás. 12 horas. ¿Qué sucederá cuando pasen las 12 horas? – y mientras pensaba esto se quedó dormido.

En su sueño, esperaba sentado en un banco rodeado de árboles cuyas hojas anaranjadas eran agitadas y caían por la acción del viento. Estaba oscuro, pero podía ver a su alrededor gracias a una farola situada junto al banco. La única farola. Aguardó en silencio hasta que empezó a escuchar un tic tac cada vez más fuerte. Cuando el ruido era ya ensordecedor, una palabra inundó su mente: muerte. Se despertó sobresaltado y con la cara empapada en sudor.

En menos de 12 horas, Dorian Belmore iba a morir.

No, no iba a suceder. ¿Muerte? No, Dorian Belmore no iba a morir. El exitoso Dorian Belmore no podía morir.

Estaba visiblemente asustado. Su inquieta mirada recorría la habitación en busca de un reloj. Abrió el cajón. Cogió el reloj. Abrió la tapa. Miró la inscripción. 12 horas. Miró las manecillas. 18:00. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que lo abrió? Recuerda que el individuo llegó a la tienda a las 23:55. ¿A qué hora comenzaron a girar las manecillas? ¿A las doce?

Llevaba dos meses sin beber. Se lo había prometido a su ex-esposa antes de que lo abandonara. Pero necesitaba un trago, por dios, lo ansiaba. Corrió hacia la taberna más cercana, probablemente en pijama, según pensó. Le dio igual. Pidió un trago de ron, y luego otro, y luego otro… y se durmió.

Otra vez el maldito banco. En vez de quedarse sentado, se levantó y fue a investigar la procedencia del dichoso tic tac. No veía nada ahora que se había separado de la farola. Caminó a tientas, tropezó con lo que podría ser una boca de incendios y cayó al suelo. Entonces una luz iluminó el objeto que provocó su tropiezo. Era un letrero que simplemente rezaba: 6 horas. Y pensó que entonces despertaría, pero de pronto comenzó a escuchar un canto lejano, como una siniestra procesión. A medida que se acercaba, escuchaba más claramente la letra del cántico:

Es el tiempo que no tienes
es el oro que arrebata.
La codicia de los bienes;
es aquello lo que mata.

Es la vida que tú quieres
la avaricia que desata.
Agraviar a las mujeres;
es aquello lo que mata.

Es aquellos que tú hieres
la ruindad de tu alma ingrata.
Cuantos enemigos tienes
mal te claven espada de plata

Es la muerte lo que temes
mas no es el tiempo quien te mata;
son aquellos pobres seres
que apagaste por la plata.

Reza el tiempo que quede,
corazón de hojalata,
pues a hierro muere
quien a hierro mata.

Y cada palabra desató una llamarada de arrepentimiento en el pecho de Dorian, quien despertó sobresaltado. Se acercó a la ventana y miró el reloj por última vez. 12:00. Tiró el reloj por la ventana y, al ver en su caída el dorado destello del sol, saltó.

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Título: El último suspiro

Autor: Lídia Sánchez Nieto

Centro docente: Institut del Voltreganès

El hospital había sido su hogar durante los últimos diez años. Javier, un anestesista experimentado, había trabajado en incontables cirugías, siempre detrás de la cortina de calma que ofrecía el control del sueño. Control. Esa palabra lo definía. Mientras los cirujanos manejaban el bisturí, él tenía el poder de detener o reiniciar la respiración de un paciente con una simple dosis, un pulso de una máquina.

Era una noche tranquila. Los quirófanos estaban vacíos, excepto por una cirugía de emergencia en la que iba a asistir. María, una joven con un aneurisma cerebral, acababa de ser ingresada. Javier revisó sus signos vitales, calibrando la dosis perfecta de anestesia. La tranquilidad antes del caos.

Mientras esperaba que la operación comenzara, algo empezó a inquietarlo. Desde el otro lado de la habitación, sentía una presencia. Levantó la vista y la vio: una sombra oscura, inmóvil, en la esquina del quirófano. Una figura con un rostro borroso, que parecía observar desde las profundidades de la nada.

—¿Está todo listo? —le preguntó el cirujano, entrando con su equipo.

Javier apartó la vista de la figura y asentó con la cabeza, enfocándose en su tarea. Ajustó los niveles de la anestesia y pronto María comenzó a caer en el sueño profundo.

Pero algo no estaba bien. Javier miraba las constantes vitales en la pantalla. La frecuencia cardíaca de María bajaba, más rápido de lo habitual. Verificó los niveles de los medicamentos. Todo parecía en orden, pero la respiración de la paciente se volvía cada vez más superficial. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda y miró hacia la esquina de la habitación.

La sombra seguía allí, pero esta vez se había movido. Estaba más cerca, observándolo con un rostro deformado que parecía hecho de fragmentos de las caras de otros pacientes. Eran rostros de los que Javier apenas recordaba, como sombras de cirugías pasadas, que ahora le miraban con una mezcla de reproche y sufrimiento.

—¿Qué demonios es eso? —murmuró para sí mismo.

Sacudió la cabeza. No era posible. Debía ser el cansancio. Pero cuando volvió a mirar a la pantalla de los signos vitales, todo había colapsado. El corazón de María se había detenido.

—¡Parada cardíaca! —gritó el cirujano—. ¡Desfibrilador!

Javier trató de recuperar el control, ajustando la anestesia, revisando la máquina de respiración, pero su mente seguía volviendo a esa sombra en la esquina, más y más cerca. Era como si estuviera absorbiendo la vida de María, robándole la última bocanada de aire. Las manos de Javier temblaban, y aunque el equipo médico intentaba reanimarla, sabía que ya era demasiado tarde. Algo más estaba tirando de su alma.

Horas después, cuando María fue declarada muerta, Javier permaneció en el quirófano. Los otros se fueron, pero él no podía moverse. Miraba el rincón vacío donde la figura había estado, sintiendo el peso de todas las vidas que había sostenido entre el sueño y la muerte. Se le revolvía el estómago con la sensación de que aquella sombra lo seguía.

Esa noche, antes de irse a casa, decidió revisar los expedientes médicos de todos sus antiguos pacientes. Un detalle lo aterrorizó. Cada vez que uno de sus pacientes había muerto en la mesa de operaciones —no por error médico, sino por circunstancias inexplicables—, siempre estaba él como anestesista. Una vez más, controlando el sueño… y algo más.

Los días siguientes no fueron mejores. Cada vez que Javier entraba a un quirófano, sentía que esa figura lo acechaba más cerca. Parecía alimentarse del miedo y de las vidas suspendidas entre la anestesia y la muerte. Un día, mientras intentaba inducir a un paciente en el sueño, la figura apareció justo detrás del hombre, tocando sus pulmones con una mano larga y gélida.

Fue entonces cuando entendió la verdad.

Él no solo inducía el sueño. Había algo que pasaba por las grietas del subconsciente, un espacio donde las almas eran vulnerables, y esa figura, ese parásito, había estado acechando en las sombras todo el tiempo, esperando que Javier abriera la puerta. Controlaba la respiración de los pacientes, pero nunca había notado que alguien más estaba compartiendo ese poder.

La noche que decidió renunciar, el quirófano estaba vacío. Salió sin mirar atrás, con la sombra siguiéndolo hasta la salida del hospital. Justo antes de abrir la puerta, sintió un peso en su pecho. La figura estaba sobre él, y esta vez no había un paciente al que acechar.

Era él.

Su última respiración quedó atrapada en el aire frío de la sala, y la sombra por fin se lo llevó al lugar del que nunca podría despertar.

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Jorge
9 ddís hace

Solo he leído el ganador, y me quedo helado y sin palabras, ¡una maravilla! Iker, enhorabuena, sigue por ese camino, el relato es digno de Stephen King, tiene una visualidad increíble, sobrecoge, inquieta, crece, lo veo en algún serial de historias extraordinarias. Fantástico, en el doble sentido (aunque bueno, la base de la historia son hechos reales).