Beatriz Serrano quedó finalista del Premio Planeta 2004 con una novela que recorre la infancia y adolescencia de una muchacha que, mientras busca su lugar en el mundo, conecta por internet con un grupo de chicas que también se encuentran perdidas y solas.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Fuego en la garganta (Planeta), de Beatriz Serrano.
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PRIMERA PARTE
BLANCA Y LAS CHICAS DE INTERNET
Dicen que para contar una historia lo mejor es empezar por el principio. Sin embargo, en la mayoría de las historias resulta complicado determinar cuál es el principio de todas las cosas. ¿Fue un nacimiento? ¿Una boda? ¿Una muerte súbita, un funeral y la consiguiente repartición de una jugosa herencia entre varios hermanos? Cada uno de nosotros, los pobres mortales, decidimos qué punto de nuestra existencia supone nuestro propio arranque narrativo. Aquello que, en retrospectiva, explica la historia de nuestras vidas. El antes y el después. Esa cosa, y no otra, que fue la que nos convirtió, irrevocablemente, en lo que somos.
—Mamá se ha ido de vacaciones —dijo el padre echando al techo, que por fortuna estaba pintado de un conveniente color llamado tabaco, el humo del primer cigarrillo del día.
—¿Adónde? —preguntó la niña con escasa emoción, todavía ajena a la importancia de aquella revelación matutina y a lo mucho que cambiaría el curso de sus vidas, sin apartar la vista de la pantalla del televisor donde emitían una versión animada de La vuelta al mundo en ochenta días.
—Volverá pronto —sentenció él, la vista fija también en los monigotes de la pantalla y el cigarrillo reposando entre su dedo índice y su dedo corazón, que ya amarillea ban.
Sin embargo, su madre nunca volvió.
No eran extrañas aquellas desapariciones por parte de su figura materna, sobre todo en los últimos tiempos, que eran los únicos tiempos que una niña de nueve años era capaz de almacenar en su memoria. Todavía hoy, Blanca no tiene el recuerdo de que hubiese un gran cambio en el ambiente doméstico el día que su madre se fue para no volver nunca más: la casa olía, como cada mañana, a café recién hecho y su ropa para el día que daba comienzo descansaba, también como cada mañana, sobre la silla de su escritorio, planchada y lista para ser vestida, indiferente a cualquier atisbo de ausencia o abandono.
Es cierto que su madre iba y venía, tal y como decían las vecinas del bloque de viviendas en el que Blanca vivía con sus padres, negando con la cabeza de forma reprobatoria, como si nadie pudiera oírlas. «Esta va y viene», comentaban sentadas sobre aquellas ridículas sillas blancas de plástico que sacaban cada tarde, si el tiempo era bueno, al portal, abanico en mano los días más calurosos del año. «Ni caso a esas cotorras», solía responder su madre cuando Blanca le iba con el chisme del patio vecinal, en parte con la secreta intención de congraciarse con ella y demostrarle así su lealtad, en parte para que su madre le contase dónde había estado. «Reuniones, charlas, esas cosas», respondía, por su lado, su padre arrojando algo más de claridad sobre el asunto. «Tu madre es una mujer inquieta. No todas las mujeres se quedan todo el día en casa fregando el suelo de la cocina», agregaba sintiéndose muy moderno, un hombre avanzado a su tiempo, un hombre venido del mismísimo futuro, aunque, en efecto, Blanca hubiese visto cientos de veces a su madre arrodillada en casa, sacándole brillo al suelo de la cocina con una vieja camiseta de algodón y unos raídos pantalones vaqueros, hasta dejarlo como un espejo para las bragas.
Blanca sí había comprobado, basándose en la observación y la comparación con las madres de sus compañeras de colegio, que su madre no era como las demás; y por eso sus salidas y sus ausencias importaban un poco menos en el núcleo familiar. Su madre jamás le hacía bocadillos, sino que le compraba algo en la panadería a la hora de merendar. «Así el bolso no me huele a chóped», le decía simulando una arcada. Su madre llevaba minifaldas y jerséis ajustados, como las chicas de las revistas, y unas botas tan altas como sus propias ambiciones, por encima de la rodilla, siempre de tacón. Su madre siempre la esperaba a eso de las cinco de la tarde apartada del resto, sentada en un banco, fumando un cigarrillo y hojeando alguna revista que acabase de salir a los quioscos, ya fuese una de moda y tendencias o una de historia. Su madre no se sen taba en la cafetería de la plaza a tomar cafés con otras madres, sino que jugaba con Blanca o, si Blanca estaba jugando con otras niñas, se sentaba tranquilamente a un lado a fumar o a leer. A menudo, a hacer las dos cosas al mismo tiempo. Su madre a veces no se peinaba, sino que llevaba un moño hecho de cualquier manera. Tampoco se maquillaba en exceso, pero, cuando lo hacía, se dibujaba una raya en el ojo que alargaba hasta la sien, como una Cleopatra contemporánea. Su madre reía en alto y hacía aspavientos, cantaba a viva voz en el coche de camino al colegio y gritaba a los conductores que se le ponían por delante. Y cuando le tocaba hablar con los profesores, ponía los brazos en jarras y mostraba un ceño fruncido, al contrario que las otras madres, que los miraban desde abajo, con una angelical sonrisa, y, en más de una ocasión, aparecían con una tartera llena de dulces recién traídos del pueblo.
«Mi madre dice que tu madre es un putón», le dijo una vez una niña de su clase llamada Aurora. «A tu madre lo que le pasa es que es una cateta», respondió Blanca sin dudar en su respuesta ni ofenderse lo más mínimo. Cateto era una palabra que oía habitualmente en casa, en boca de sus padres, refiriéndose a todos los demás. «Esto está lleno de catetos», decían mientras buscaban un agujero donde clavar la sombrilla en una playa a rebosar de domingueros. «Esta panda de catetos no se pondrían de acuerdo ni con otra dictadura», comentaban entre risas al volver de una reunión de la comunidad de vecinos que, como siempre, había acabado entre gritos, acusaciones y acalorados debates sobre los distintos colores escogidos para los toldos de la fachada. «La cateta de la frutera ha puesto los kiwis por las nubes», decía su madre al regresar de la compra mientras sacaba las cosas del carro. O «el cateto de mi jefe me la tiene jurada», decía su padre a la vuelta del trabajo. De modo que Blanca pronto aprendió a distinguirse de los demás con una fórmula bien sencilla: estaban los catetos, y luego estaban ellos.
Dos semanas después de que su madre se marchase de vacaciones, en el colegio comenzaron a murmurar sobre su desaparición, al tiempo que en el pecho de Blanca empezaba a aparecer un sentimiento antes desconocido, una nueva tonalidad en la gama cromática de las alteraciones del ánimo que no suele tener cabida en el cuerpo de los más pequeños, y que más adelante ella identificó como preocupación.
En casa, el padre de Blanca insistía en que su madre estaba de vacaciones, pero la niña notaba como, noche tras noche, las ojeras de su padre iban tornándose más y más oscuras, y sus respuestas, más cortas y cortantes. La inquietud de Blanca iba en aumento conforme pasaban los días y percibía que su padre cambiaba constantemente la versión que le ofrecía de los acontecimientos. Primero le dijo que su madre estaba en Benidorm, pero más adelante, ante la insistencia de la hija, le dijo que se había marchado a Hawái. «¿A Hawái?», preguntaba ella con extrañeza antes de correr a su habitación y buscar Hawái en su globo terráqueo. No ser capaz de localizar a su madre en un punto exacto e inamovible de aquella esfera que tenía en su habitación aumentaba su nerviosismo, más todavía cuando el padre dejó de darle como respuesta lugares concretos (su madre pasó por Singapur, por Nueva Zelanda y por Viena) y comenzó a responderle con un nada alentador y poco entusiasta: «Ya volverá». Ni el dónde ni el cuándo ofrecían a la niña respuestas tranquilizadoras, y mucho menos claras, sobre el misterioso paradero de su madre. Era demasiado pequeña todavía como para preguntarse el porqué.
[…]
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Autora: Beatriz Serrano. Título: Fuego en la garganta. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros.
¿A DÓNDE FUE ELLA?
ELLA , MUJER Y
LUEGO MADRE:
MINIFALDAS ,
JERSÉIS AJUSTADOS,
BOTAS ALTAS ,
CIGARRILLO Y LECTURA,
MAQUILLAJE DE OJOS
LLAMATIVO.
NO COCINABA
BOCADILLOS .
LIMPIABA EN PISO.
DAMA INQUIETA.
ESTABLECER EL
COMIENZO DE LA
HISTORIA.
«CADA UNO DE
NOSOTROS (…)
DECIDIMOS QUÉ PUNTO
DE NUESTRA
EXISTENCIA SUPONE
NUESTRO PROPIO
ARRANQUE
NARRATIVO. AQUELLO
QUÉ, EN
RETROSPECTIVA ,
EXPLICA LA
HISTORIA DE
NUESTRAS VIDAS. EL
ANTES Y EL
DESPUÉS. ESA COSA, Y NO
OTRA, QUE FUE LA QUE
NOS CONVIRTIÓ,
IRREVOCABLEMENTE, EN
LO QUE SOMOS».
Beatriz Serrano,
«FUEGO EN LA
GARGANTA»
FILOSÓFICO
ENCARE. TODOS
DEBEMOS DEBATIR CON
NOSOTROS MISMOS
CUÁNDO Y DÓNDE
NUESTRA HISTORIA
CAMBIÓ PARA
DAR PASO AL «PROPIO
ARRANQUE
NARRATIVO».
LINDO TRABAJO
INTERIOR.
EN MI CASO, SOY
DUEÑA DE UNA
VAPOROSA ESPALDA
DESDE EL AQUEL 30 DE
JULIO DEL ’20 EN
ALSINA 798 , BURZACO
(PROVINCIA DE BUENOS
AIRES . ARGENTINA).
LA SENSACIÓN DE
VOLAR AL CAMINAR.
DIVINA ALQUIMIA
EN PROSA , ESTROFA Y
VERSO.
DESDE ESA LIBERTAD
CAEN LAS PALABRAS
QUE COPIO Y ESCRIBO.
DESDE ESA LIBERTAD
REVOLOTEO POR EL
TIEMPO.
NUESTRO RELATO
SE ROMPE. NO
TODO ESTALLIDO
IMPLICA ,
NECESARIAMENTE,
LÁGRIMAS DE
TRISTEZA. ELLAS
PUEDEN ESCAPAR
DE EMOCIÓN.
EL FUEGO QUE
HABITA EN
LA GARGANTA (SERRANO).
EL ARDOR POR EL
PASO DE LO
DICHO.
EL ARDOR POR LA
MOLESTIA QUE
PROVOCA LO NO
DICHO.
EL ARDOR PULSÁTIL
DE LO QUE SE QUIERE
DECIR.
NI IDEA A QUÉ SE
DEBE EL FUEGO DE
BEATRIZ. PUEDE SER
EL RASPÓN QUE
PADECEN LOS
FUMADORES (FAMILIARES
DE BLANCA).
LOS DETALLES
HABLAN Y CONDUCEN
A PENSAR.
SUSPIROS!!!!!