Entre el suicidio de Adolf Hitler en su búnker de Berlín y el famoso discurso de John Fitzgerald Kennedy pasaron muchas cosas en esta ciudad alemana, la mayoría de ellas malas para sus habitantes. El Ejército Rojo arrasó sus calles e hizo pagar a sus ciudadanos por los crímenes de las SS, sobre todo a las mujeres, como supimos por el relato de Marta Hillers. Los aliados dividieron Alemania, dispuestos a repetir un humillante Versalles, enfermos de venganza como en 1919. Berlín fue troceada y repartida como un trofeo de guerra: «Somos el triunfo de unos y de otros […]. Nos manejan como si fuéramos peones de.su particular partida de ajedrez». Comenzó entonces una dura lucha, reflejada en las páginas de la novela ganadora de la última edición del Premio Planeta, Victoria. Paloma Sánchez-Garnica firma un notable, y muy entretenido, thriller, que tiene como mayor virtud su capacidad para ampliar el campo de visión descartando los dogmas. Al terminar la guerra, dos hermanas —Victoria y Rebecca— malviven en el Berlín ocupado con la esperanza de viajar a Estados Unidos. Mientras Rebecca descubre el lado más oscuro del sistema soviético, Victoria comprobará que Norteamérica no es la tierra de libertad que le habían contado: allí hay segregacionismo, injusticias y personajes tan miserables como el senador Joseph McCarthy —que hace un cameo en la novela—. Sánchez-Garnica obliga al lector a transitar por territorios en los que no hay una narrativa de buenos y malos, sino de víctimas que luchan por tener un futuro.
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—Su protagonista, Victoria, es una superviviente. Una mujer con mucho coraje. ¿La novela se puede entender como un homenaje a todos ellos?
—Totalmente. A los civiles alemanes, personas inocentes a las que, una vez acaba la guerra, culparon de todos los horrores que se cometieron. Y que fueron castigados por ello durante esos primeros años. En Berlín les hicieron pasar hambre, les hostigaron, no les dejaban entrar a los teatros, los cafés, los restaurantes… Los vencedores se hicieron dueños de su ciudad, no sólo del territorio y de las instituciones, también de sus vidas. Además, todos esos supervivientes eran en su mayoría mujeres, niños y ancianos.
—Fue un doble castigo. Tuvieron que soportar primero el nazismo y luego purgar sus crímenes.
—Claro. Los oficiales se escondieron y tuvieron quien les protegiera, pero los soldados rasos, que volvían derrotados del frente, destruidos moralmente, fueron señalados por los vencedores. Esos soldados rasos no podían eludir la obligación de luchar hasta la muerte, porque los fusilaban. Eran chicos muy jóvenes, en la veintena, a los que al final de la guerra se sumaron adultos de cincuenta y sesenta años y también adolescentes de dieciséis y diecisiete. Esta falta de respeto hacia los vencidos ocurrió, sobre todo, durante los primeros años tras el final de la guerra; hasta que comenzó la rivalidad entre las dos grandes potencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética. En ese momento, se empieza a entender que a los alemanes hay que apoyarles para que puedan reconstruir su propio país, que hay que dejar de hostigarles. Estados Unidos los apoyó con el Plan Marshall y la URSS hizo lo propio con ayudas a los alemanes orientales.
—La película El juicio de Núremberg (Stanley Kramer, 1961) se tituló en España Vencedores o vencidos, que en ocasiones se escribe enmarcado entre signos de interrogación: ¿Vencedores o vencidos? Esa ambigüedad se percibe en su libro, donde hay una amplia escala de grises.
—Es que hay fallos importantes incluso en países democráticos. Victoria, la protagonista de la novela, quiere salir de la miseria de Berlín y se encuentra con una realidad en Estados Unidos que no es la del sueño americano. Ella comprueba que hay injusticias, y que en muchos casos están amparadas por la ley. La población civil alemana pagó por lo que ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, pero los oficiales no lo hicieron. La novela comienza con el general Reinhard Gehlen, responsable de muchas muertes, que gracias a la información que tenía fue protegido por Estados Unidos y acabó convertido en jefe de los servicios secretos de la República Federal de Alemania. Los ciudadanos alemanes se convirtieron en una moneda de cambio. Pero lo que ocurría en Alemania también sucedía en Estados Unidos, donde esa deriva del control de la información por parte del Estado desemboca en el macartismo, manejado por el FBI de Edgar Hoover, que había comenzado antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1938, con el Comité de Actividades Antiestadounidenses. Esa lucha anticomunista se desarrolló a lo bestia a principios de la década de los años cincuenta, cuando el senador Joseph McCarthy fue a por Hollywood. De esa forma, tuvo su ventana al mundo para trasladar esa sensación de miedo y de pánico, que permitió esa «caza de brujas». Hubo casos tan terribles como el del matrimonio Rosenberg.
—El principio de la novela de Sylvia Plath, La campana de cristal: «Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg».
—Se manipularon todas las pruebas contra ellos. Fue la cúspide de la sinrazón y de la injusticia.
—Todo organizado por un personaje tan mediocre como McCarthy.
—McCarthy era muy atrevido. Lo que buscaba era popularidad, salir en la tele y ser famoso. Estaba muy bien manejado por Hoover. Sí. El senador McCarthy era la mediocridad personificada, pero cuánto daño hizo esa mediocridad. El caso de los Rosenberg pone los pelos de punta porque la denuncia vino por parte del hermano de la mujer, David Greenglass, que había trabajado en el proyecto Manhattan, pero no como científico, sino como mecánico. A ese hombre le manipulan para que acuse a su cuñado y a su hermana y así salvarse él. La denuncia es la base del macartismo.
—Las mismas tácticas del bloque soviético, de los comunistas a los que perseguían Hoover y McCarthy.
—Por supuesto. Al hermano de Ethel le cae una pena de quince años de prisión y ellos son ejecutados, aunque niegan constantemente la acusación de ser espías soviéticos. Ambos eran comunistas, pero eso no era un delito. Años después se comprobó que el marido, Julius, había pasado algo de información industrial a la URSS, pero nada sobre la bomba atómica, como les acusaron. Hubo un acoso mediático hacia ellos y sus hijos, pruebas manipuladas… Ellos fueron los únicos condenados a muerte por espionaje durante toda la Guerra Fría. Cuando David Greenglass salió de la cárcel reconoció que había sido coaccionado para testificar contra su hermana y su cuñado. Es la delación de las dictaduras comunistas que ocurrió también en un país democrático como Estados Unidos.
—En su libro nos da una visión de 360 grados de la posguerra y también de la situación anterior al conflicto. Vemos que en la década de los treinta en Estados Unidos sucedían cosas tan terribles como los experimentos científicos con la población negra.
—Claro. Hablamos del horror del Holocausto, que afectó a millones de personas, pero en el estado de Alabama, en 1934, se realizó un experimento con cobayas humanas para observar el desarrollo de la sífilis en el organismo de un ser humano. Para realizar ese estudio eligieron a cuatrocientos hombres, pobres y negros, a los que en ningún momento informan de lo que les están haciendo. Y esta no fue una iniciativa privada, estaba allí el servicio de sanidad de Estados Unidos; el gobierno lo sabía. Esto se mantuvo durante cuatro décadas. Después de los segundos juicios de Núremberg, cuando fueron encausados los médicos que realizaron experimentos científicos en los campos de exterminio, se elaboró un código que por primera vez protegía al paciente de los ensayos clínicos y obligaba a tener su consentimiento. Pero esta nueva legislación no se aplicó a esos cuatrocientos hombres negros. Hasta 1969 no se publica su historia en los medios de comunicación, y es en 1974 cuando el Congreso abre una comisión y paraliza el experimento. Tienen que esperar a los años noventa para que el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, pida perdón y se indemnice a los supervivientes y a las familias de los fallecidos. Hay un horror generalizado por lo que ocurrió en el nazismo y en los gulags, pero hay un silencio ante este tipo de injusticias; miramos hacia otro lado.
—El racismo y el segregacionismo protagonizan la historia de uno de los protagonistas, Robert Norton. La sombra de Atticus Finch planea por ese relato.
—Sí. Atticus Finch fue una inspiración. Hubo varias inspiraciones, como la de Hedy Lamarr para la figura de Victoria; de hecho, su hija se llama Hedy. También es una referencia la película Buenas noches, y buena suerte (George Clooney, 2006) al contar el macartismo. Cuando escribí mi novela, releí Matar a un ruiseñor y vi la película otra vez; ese Sur de Harper Lee me inspiró muchísimo. También está en el relato la mentalidad sureña de Lo que el viento se llevó, muy latente en los años treinta, tanto tiempo después del final de la Guerra de Secesión. A pesar de las diversas enmiendas que se aprobaron, en ese tiempo en muchos estados seguían muy vigentes las leyes Jim Crow, que permitían la segregación racial en el sur del país. Los negros no podían viajar en los mismos vagones de tren, beber de las mismas fuentes, entrar por las mismas puertas a un hotel… Esto último le ocurrió al atleta Jesse Owens, que después de triunfar en las Olimpiadas de Berlín, con Hitler en el poder, regresó a su país, y al acudir al homenaje que habían preparado a los ganadores en Nueva York tuvo que acceder por el montacargas.
—Retomo a Margaret Mitchell. ¿Victoria es un poco Scarlett O’Hara?
—Sí. Claro. Después de una tragedia como la Segunda Guerra Mundial, como la Guerra de Secesión, llega otra tragedia, la de la supervivencia. Scarlett O’Hara hace lo que sea para sacar a su familia adelante. Y Victoria también. Ella hace lo mismo. Victoria se guarda los principios morales en el bolsillo, y si tiene que acostarse con un oficial inglés para conseguir un abrigo para su hija, se acuesta con él. Victoria utiliza su cuerpo para sobrevivir. La resistencia del ser humano le lleva a hacer cualquier cosa para no rendirse, sobre todo cuando debe sacrificarse por sus seres queridos.
—A lo largo del libro vemos cómo de una Alemania derrotada pasamos a una Guerra Fría en la que un país se convierte en dos, la RFA y la RDA. Esa historia la vivimos a través de las dos hermanas, como una especie de símil de esa división.
—La traición y la ingratitud pueden destruirlo todo. Es un poco lo que ocurre en esa relación entre las dos hermanas. Rebecca es una mujer muy contradictoria. Por un lado se desvive por su sobrina, se vuelca en su cuidado, y sin embargo se revuelve contra su hermana, que es la que la protege. Es esa contradicción que tenemos los seres humanos a veces de atacar al que nos protege, al que nos quiere, al que nos cuida, porque tenemos un resentimiento. Hay un ajuste de cuentas. Y no puedo contar mucho más de su relación, porque sería un espóiler. (Risas)
—Al final, hay esperanza gracias a personas valientes como el periodista Edward R. Murrow, de la CBS, que se enfrentó al senador Joseph McCarthy.
—Ese es el papel del periodismo. No es una novela de periodistas, pero el periodismo es fundamental. El periodismo tiene un lado oscuro. Hubo medios de comunicación que alentaron al macartismo con informaciones que no eran ciertas y que hicieron mucho daño, que causaron mucho dolor, pero hubo otros que se enfrentaron al poder. Edward R. Murrow se enfrentó al poder y sacó la verdad a la luz. Esa es la labor del periodismo: contar lo que se quiere ocultar. Sin el periodismo, la democracia se apaga.
Brillante, sencillamente brillante su relato sobre la importancia del periodismo.
Aquí tenemos a un señor llamado Alfredo Casas, que mientras están ocurriendo las atrocidades más terribles que jamás hubiéramos podido imaginar -miento, porque yo sí las vi venir en multitud de ocasiones, como cuando leí «Las Partículas Elementales»- va el señor Casas a Sorbas a comer bien en lugar de ir a atender a las víctimas del destrozo que estamos provocando. O a lo mejor sí ha ido a atenderlas, pero de otra manera. No sé si me explico.
Y qué me comentan de «La maravillosa vida breve de Óscar Wao».