Conocí a mi hermano en la estación de Atocha. Llegaba de Barcelona y mamá y yo fuimos a esperarlo. Charlie disponía de dos horas antes de tomar su siguiente tren con destino a Sevilla. Iba a comenzar su primer trabajo como ferrallista, en un rascacielos, y acababa de ser contratado por una empresa de construcción. Era su primer empleo, aunque yo en ese momento desconocía todo aquello. Más aún, para mí ese muchacho era un autentico desconocido, de hecho, conocí la existencia de mi hermano durante un trayecto en taxi de mi colegio a la estación de Atocha.
No pude entender de qué iba todo aquello y por qué tanto secreto. En el taxi hacia la estación, toda misteriosa y mejor vestida que nunca, con unos altísimos zapatos nuevos y una estola de visón de color café, me hizo jurarla por lo más sagrado que yo jamás contaría a nadie el encuentro de aquella tarde. Y mucho menos a papá. Eso le destrozaría el corazón y hasta podría abandonarla y sacarme a mí del colegio, y vete tú a saber cuál sería el destino de nuestra feliz familia. No tan feliz, sentí yo en ese momento, bastante molesto por verla nerviosa. Sentía que algo importante me ocultaba.
«No pasa nada, mamá, soy una tumba», tuve que decirle para que confiase en mí y tranquilizarla un poco. No dejaba de retocarse el carmín de los labios con su espejito en la mano, sacándolo y metiéndolo de su bolso continuamente.
—No te hace falta tanta pintura —dije—. Estás guapísima.
—¡Hoy tengo una cara horrible! Mira qué ojeras… y estas bolsas bajo los parpados…
Y volvió a mirarse en el espejito estirándose con el dedo la piel de la frente.
—¿Verdad, cielo, que no aparento la edad que tengo? Me preguntó de sopetón. Aunque ya estoy acostumbrado a ese tipo de preguntas de mi madre. Ahora ponía morritos al espejo y se miraba ladeando la cabeza y echándose el pelo hacia atrás, largo y liso como una tabla de planchar.
—¡Estás guapísima!, créeme. Eres la más elegante del colegio. Y ya es decir…
—¡Pero me ves joven, ¿o no?! ¿Estoy bien? ¿Tengo mala cara? ¡Odio esta arruga horrible en la frente! ‒Y de nuevo se la estiró con el dedo haciendo muecas al espejo. A continuación, se lo guardó en el bolso, sacó un peinecito y se repeinó aún más el cabello.
—Júrame que no se lo vas a contar a papá, ¿lo juras? Es un secreto entre madre e hijo. ¡A ver, qué pareces despistado!
—¡Te lo juro! ¿Cómo quieres que te lo diga? Soy una tumba.
Gracias a Dios llegamos a la estación, pagó el taxi y entramos en el edificio.
Había muchísimo jaleo. Ella andaba deprisa y le sudaba la mano; yo se la agarraba para no perderme. Creo que iba tan obcecada en busca de algo que no se dio cuenta de que llevaba el bolso abierto. Se lo cerré y seguimos andando entre la gente. Miró en una pantalla colgada del techo y bajamos hacia un andén. Sus tacones eran demasiado altos para aquella escalera mecánica tan empinada, pensé que se le podrían enganchar entre los escalones y tener un disgusto. Y fue cuando miré hacia abajo y vi a un joven levantando el brazo a mi madre, entre la gente que salía de un tren, con una cazadora negra de cuero y una maleta en la mano, de esas antiguas, sin ruedas. Ella lo saludó discretamente desde la escalerilla y él se encaminó hacia nosotros.
—Este chaval, ¿es tu hijo? —fue lo primero que dijo mi hermano nada más verme, para referirse a mí, y añadió: —No se parece a ti. Menos mal —y me miró de arriba abajo como si fuese un insecto al que pisar.
Él sí se parecía a mamá. Poseía sus grandes ojos marrones y los dientes blancos y perfectos. Me dio rabia darme cuenta de lo poco que yo me parecía a mi madre. Me quedé mudo. No sabía qué decirle. Así que no dije nada. Ni tan siquiera «hola».
Mi madre tampoco sabía cómo conversar con ese hijo que estaba de paso y no veía desde hacía más de veinte años. Por lo menos.
—Qué alto estás, Charlie. ¿Estás bien, Charlie? —dijo mi madre, azarada, sin convicción, intentando mantener la calma—. ¿Has tenido buen viaje, Charlie?
Creo que ella no se atrevía a llamarlo hijo, y no hacía más que repetir ese nombre ridículo.
—Pues bien, gracias; estoy bien —y Charlie se encogió de hombros. Unos hombros enormes y desarrollados como los de un estibador—. No me falta una pierna ni el hígado ni un riñón. Tengo salud y un trabajo. Y ahora me ha salido una madre. ¿Qué más puedo pedir? —respondió Charlie. Que luego supe que no era Charlie, sino Carlos.
Caminamos los tres como auténticos desconocidos hasta el bar de la estación, donde tomamos asiento en la mesa más discreta que mi madre pudo encontrar, en un rincón, junto al pasillo de los aseos.
—¿No quieres que nos vean juntos, verdad, mami? Por si te encuentras con alguien… —dijo Charlie de golpe, nada más dejar en el suelo la maleta. Seguro que ahí dentro iban todas las cosas que Charlie debía de poseer en la vida. Eso me imaginé. Una maleta llena de miserias.
Mamá se puso roja como un tomate.
—Quería que os conocierais —dijo ella, como disculpándose—. Yo… Voy a la barra a pedir unas bebidas —y para romper el hielo—: ¿Queréis comer algo? ¿Un bocadillo de jamón?
Yo no quise tomar nada. Él le pidió un cubata de ron con Coca-Cola y el bocadillo de jamón anunciado.
—Conque tú eres su niñito… —empezó a decirme en cuanto ella se dio la vuelta—. Mira chaval, cuídate de esta tía, que a mí ya me abandonó una vez. Y quien abandona una vez, abandona mil. Aunque no es mala. Siempre me lo ha pagado todo. Es generosa. Sin tirar cohetes, ¿eh? Y ya veo… A ti no te cuida nada mal. Menuda pinta de pijo que tienes. ¿Pero sabes que te digo?, que tienes suerte, chaval; conserva tu familia: consejo de hermano. Di algo, hombre, que no muerdo —y me dio con el puño cerrado en el hombro, como si fuera un boxeador—. ¿A que no has visto nunca a nadie como yo?
—No sé qué decir. No sabía nada y…
—O sea, que acabas de enterarte de que tienes un hermanito.
—Bueno, no sé, yo…
—No pasa nada, chaval. Tranquilo. Cosas de mujeres. Se quedan embarazadas siendo unas niñas y luego no saben qué hacer con el bebé, por eso del «qué dirá mi padre, me echará de casa, no podré acabar la universidad, perderé a mis amigas, lo perderé todo…»; lo de siempre. Mira, chaval, tú sí que has tenido suerte de haber llegado en un buen momento para ella. Y casada con un millonetis.
Ese tío no paraba de llamarme chaval. Me dieron ganas de partirle la boca. Pero mamá llegó con la bandeja haciendo malabares. Charlie se tomó el cubata de un trago sin echarse toda la Coca-Cola y dijo que estaba «seco». El bocadillo ni lo tocó. Mamá lo miraba como avergonzada y se bebió su refresco también de un trago. Todo el mundo parecía «seco», menos yo. Charlie se puso de pie y dijo:
—Voy a por otro. ¿Queréis algo? Venga, chaval, tómate algo y deja de tener esa cara de pasmo. Voy a robarte a tu mami un par horas, no es tanto pedir, ¿no? Y desaparezco de vuestras vidas de una puta vez.
Mamá lo miraba sin decir ni pío, atónita. Parecía sacudida por una descarga eléctrica. No sabía qué hacer con su estola de visón, e intentaba meterla en el bolso empujándola hacia dentro como si el bicho estuviese vivo.
Según se alejaba Charlie hacia la barra, a por su segundo cubata, me di cuenta de su aspecto de…, no sé cómo decir, de chico que no quiere que le hagan fotos porque odia su cara, o algo así.
—Siento que tengas que conocer a Charlie de esta forma —dijo mi madre con voz de ultratumba.
—Querrás decir a mi hermano, ¿no?
—Sí, tu hermano. Lo siento, amor, lo siento, no sé si ha sido buena idea… ¡Estoy tan confundida!
—¡No lo sientas! Ya soy un hombre. Y más a partir de esta tarde.
—No debes decir nada, me oyes, nada, a nadie. Cuando seas mayor lo entenderás, cariño. Lo entenderás todo. Ser mayor es muy difícil. Y yo… ¡Oh, Dios!, lo hago todo fatal.
Yo estaba a punto de llorar.
—La vida no es lo que parece, cielito. Lo siento…
Charlie llegaba con su cubata de ron, pero ahora sin la botella de Coca-Cola. Se oía por megafonía la partida y llegada de trenes de todos los destinos inimaginables; quise tomar uno y largarme lejos de allí. El segundo cubata también se lo bebió de un par de tragos. «Dios —pensé—, este imbécil se va a emborrachar».
—Charlie, no bebas tan deprisa —le dijo mi madre, que lo observaba como si estuviese ante un extraterrestre.
—¿Qué pasa?, ahora vas de madre preocupada. Mira, guapa, me vas a hacer un favor: métete la lengua en el culo y ve al cajero a sacarme cien euros, que no tengo suelto.
Mamá se levantó como si la hubiera picado una avispa. A la vuelta de la cafetería había un cajero automático. Regresó con el dinero y Charlie se guardó los cien euros en el bolsillo de la cazadora como si hubiera recibido la paga de Navidad.
Me levanté y dije que me largaba al baño.
La verdad, no me apetecía verles la cara de funeral y esa forma en que se miraban el uno al otro. Entonces, Charlie me agarró del brazo y tiró sobre la mesa un billete de diez euros ordenándome que fuese a la barra a por otro cubata.
—¡Vete a la mierda! —le dije, y me largué corriendo para esconderme en los aseos.
Allí estuve un buen rato, encerrado en un váter, y luego salí y me senté en el suelo, en el pasillito, como media hora más o menos, haciendo tiempo hasta que anunciaran la salida del maldito tren. Por fin lo escuché y me largué de allí. Ni se inmutaron al verme.
Mi madre, frente a Charlie, se alisaba la arruga de la frente, acodada en la mesa mirando al vacío, como si en él se hallasen las respuestas a todas las preguntas que le hacia ese hijo. Creo que ella no sabía cómo reparar la infeliz vida de mi hermano. Se levantaron los dos y nos dirigimos hacia el andén para despedirlo.
Charlie caminaba con la maleta en una mano y con la otra abrazaba a mi madre, que también era la suya, y yo los seguía detrás con las mías en los bolsillos del pantalón, contado los minutos para verlo desaparecer. Desconozco lo que habría pasado entre ellos, ni de lo que habían hablado, pero Charlie estaba más simpático y la apretujaba con sus fuertes brazos. No parecía su hijo. Creo que bebió algunos cubatas más, porque se le había puesto una cara de idiota que no era normal.
Para mi sorpresa el andén estaba casi vacío. No había llegado su tren y los monitores señalaban que se encontraba en aproximación. Me imaginé el retraso: debían bajar los pasajeros, limpiarlo, subir mi hermano y todos los demás, y a lo mejor, hasta cambiar de maquinista. Ellos dos cuchicheaban delante de mí y yo intentaba hacerme invisible. Esperaba no encontrarme con alguien del colegio. El tren se aproximaba. Por fin se largaría. Los dos dieron un paso hacia delante. Charlie estaba muy cerca de las vías, casi en el borde del apeadero, diciendo tonterías a mi madre de su pasado; reproches y más reproches que yo no quería escuchar. Mi madre, un pasito más atrás, se limpiaba las lágrimas con el pañuelo y me acerqué a mi hermano con intención de empujarlo en cuanto el tren se aproximara.
Quería estar seguro de que no sobreviviría.
Pero sobrevivió.
En el momento preciso, la mano de mi madre tiró del imperioso brazo de Charlie e impidió que yo cumpliera mi propósito. Mi hermano se tambaleó y cayó encima de mí. Menudo escarceo. Nos levantamos rápidamente. El tren paró ante nosotros y Charlie se me quedó mirando, desafiante, con la cazadora abierta y la camiseta por fuera del pantalón. Me dijo, mirándome fijamente con cara de borracho:
—Anda, marchaos. ¡No quiero veros, capullos! Y chaval, a ver si comes más y, con suerte, la próxima vez lo consigues.
Y esa fue la primera y última vez que vi a mi hermano.
***
Este relato fue publicado en la Colección Premios del Tren, 2013. Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Galardonado en los Premios del Tren “Antonio Machado”, 2013.
Me gusta mucho como describe los personajes casi que puedo verlos, muy agradable leerlo