Fue la noche en la que soñé con el ángel que comía ardillas. Una ardilla al menos. La sostenía en una mano, cara a cara. La ardilla permanecía erguida y muy quieta, con los ojos negros brillantes, y el ángel —una mujer grande y mal vestida, de pelo largo y pajizo— le comía las patas delanteras, que sangraban.
Cuando desperté, vi el gris de una mañana plácida sin lluvia, a través de la ventana encapotada. Y en el centro del cristal algo que no pude precisar hasta levantarme: el cuerpo blando y alargado de un caracol.
Vi que otro comenzaba a asomar por la parte inferior de la ventana. Y abrí la puerta de casa. El aire mecía los cipreses. Las primeras hojas de la madreselva caían en el estanque. Los olmos comenzaban a amarillear. Y las granadas se abrían en los árboles como un corsé que estalla sabroso y rojo. Distraído por la belleza del otoño, no me percaté todavía de las otras formas que se habían añadido al muro de la casa.
Cientos de caracoles trepaban por ella. De dónde subís, pregunté al silencio. Y caminé hacia mi torre, construida con grandes cristaleras.
Desde el amanecer, los caracoles conquistan lentamente las ventanas. Ascienden en fila, separados por espacios perfectos. Conquistan toda la magnitud del tiempo. Me lo trasmiten. Una intensa lentitud después de la lluvia. El tiempo en el cristal mientras las gotas se secan.
Ellos sustituyen a las incontables gotas. Llenan los muros con su carne. La quietud carnosa de la vida.
El poder que ha caído de las nubes, ha sacado carne de la Tierra. Los caracoles nacen en el barro. Son las criaturas del Génesis. Barro que se suaviza en carne gris. Con un caparazón encima, los caracoles conquistan una casa mayor. Ellos escuchan la Tierra.
Anhelan la pared. Anhelan el tiempo hecho argamasa, cal, concreto. Tiempo duro, detenido. Por el que la baba de la vida asciende en una vertical imposible. Porque los caracoles se estiran contra la gravedad.
Los veo poblar las cristaleras, saboreando los restos de lluvia y dejando una huella de sueños borrados: un ángel, una ardilla. Una sordera que atisba el sentido.
Ellos saben ascender por los espejos.
Aguardando el pico del pájaro que pude atravesar el caparazón como un dardo.
Aguardando el sol absoluto que puede secarlos antes de culminar el ascenso.
Son quietud que se desliza; el peso leve de la casa encima, al conquistar una morada mayor.
Allá arriba las nubes se mueven a una velocidad inconcebible.
Y aquí dentro los relojes digitales se han apagado al unísono.
Debe ser un fallo en el sistema.
Me adentro en mi caparazón.
Respiro a través de la piel.
Aguardo.
Me estiro.
Escucho.
Muy bueno.
En mis tiempos, cuando se querîa insultar a alguien, por ejemplo a los polìticos, se les llamaba caracoles: cornudos, arrastrados y babosos.
Mis disculpas a los pobres caracoles.