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Waldo de los Ríos, otra música del cine

Waldo de los Ríos, otra música del cine

La muerte de Waldo de los Ríos, el 28 de marzo de 1977, fue un misterio. Suicida en los días en que se ocultaba la última voluntad de estos desesperados en los medios de comunicación, en su momento se asoció la hora postrera de este músico a supuestas prácticas esotéricas, esporádicas sesiones de güija, llevadas a cabo en su residencia madrileña. Se especuló incluso con la pretendida perversidad de la mujer del ya finado, la actriz y periodista Isabel Pisano.

Sin embargo, al volver en posteriores entrevistas sobre el hallazgo del cadáver de su marido, Pisano recordó que fue entonces cuando descubrió que “la materia gris del cerebro es efectivamente gris”. En su última noche, De los Ríos tomó un par de copas en el café Gijón como esperando a alguien. Fuera quien fuese, nunca llegó. Resuelto a acabar con dicha ausencia, de vuelta a su casa el músico se descerrajó los dos tiros de su escopeta en plena cara y se voló, literalmente, la cabeza. Es de suponer que el arma fuera una de esas de doble gatillo y que un mismo impulso bastó para los dos.

"Hoy se tiende a buscar la causa de aquel suicidio en la persecución de la que era objeto la homosexualidad en los años 70"

Esas empresas especializadas en la limpieza de esos escenarios traumáticos, que tan a menudo dejan las muertes violentas en los espacios de confort de la vida doméstica del personal, debieron de aplicarse a fondo en aquella ocasión. Hoy se dice que Waldo de los Ríos, uno de los mejores músicos del cine de su tiempo —Stanley Kubrick consideró la posibilidad de confiarle la música electrónica de La naranja mecánica (1971)—, se quitó la vida a consecuencia de los padecimientos sufridos por su condición sexual. La del 77 era la España en la que sus proverbiales reprimidos despertaban a la sexualidad con el destape, pero aún estaba vigente la Ley de Peligrosidad Social con la que se perseguía a los homosexuales.

Hoy se tiende a buscar la causa de aquel suicidio, inesperado en alguien que en 1970 había hecho fortuna popularizando el cuarto y último movimiento de la Sinfonía Nº 9 de Ludwig van Beethoven, en la persecución de la que era objeto la homosexualidad en los años 70. Al menos así lo estiman Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, directores de Waldo, un documental dedicado al compositor. Proyectado en la última edición de la Seminci, y en la del In-Edit barcelonés, el próximo 15 de noviembre llega a la cartelera de todo el país.

"Recordará el lector esa secuencia de La naranja mecánica en la que Alex es sometido al tratamiento Ludovico, la cura antiviolencia durante la que se le hace escuchar la Novena de Beethoven"

Ya conocidos dentro de esa eclosión del cine documental, a la que asistimos tan felizmente de un tiempo a esta parte, Arnaiz y Ortega contribuyeron a ella con Anatomía de un dandi (2022), un acercamiento a la figura de Francisco Umbral. En su nueva entrega, los documentalistas se valen de un trabajo previo del escritor Miguel Fernández, así como del numeroso material sobre sí mismo —filmaciones en Súper 8, casetes que grababa con sus confesiones, para remitírselas a su madre a Buenos Aires, fotografías tomadas con vocación de perdurar— que el finado legó a la posteridad. Es tan grande la cantidad de testimonios que se diría que De los Ríos vivió para dejar un recuerdo que explicase sus días en el mundo de los vivos.

En lo que al interés de Kubrick por su obra respecta, no hay lugar a dudas. Amén de la carta autógrafa que Arnaiz y Ortega presentan en su documental, hay un dato incontestable. Recordará el lector esa secuencia de La naranja mecánica en la que Alex es sometido al tratamiento Ludovico, la cura antiviolencia durante la que se le hace escuchar la Novena de Beethoven. Esto supone una crueldad añadida a la terapia de quien, en sus noches de gloria y culto a la brutalidad, mataba a la gente a patadas. Al volver a casa, antes de dormir y saludar a la serpiente que guarda en un cajón, gustaba deleitarse con la escucha del maestro de la sinfonía. Sin embargo, tras servir de conejillo de indias del Ludovico, este es un placer al que no podrá volver porque, apenas suenan sus primeros compases, la Novena le repugna como a un alcohólico, tratado para dejar de serlo, una simple gota de licor.

"No hay evidencias concretas de que una muchacha invidente inspirase amor a la vida al sordo egregio cuando éste estaba a punto de quitársela en una mísera pensión"

Pues bien, mientras Kubrick rodaba La naranja mecánica, el Himno a la alegría en la voz de Miguel Ríos —versión parafraseada de Amado Regueiro Rodriguez de La oda a la alegría de Friedrich Schiller, que, en efecto, se entona en la versión original—, encabezaba las listas de éxitos del mundo entero, incluidas las de la Alemania natal del genio de Bonn. Los arreglos musicales, aquellos con los que Waldo de los Ríos popularizó la hasta entonces tan elevada obra, tienen mucho en común con la música electrónica que Wendy Carlos —acreditado como Walter Carlos en el filme— escribió para La naranja mecánica. Y quién sabe si el éxito alcanzado por esta versión pop de Beethoven no tuvo algo que ver en el hecho de que, en 1972, el Consejo de Europa adoptase la Oda a la alegría, del cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven, como himno del Viejo Continente, como símbolo de paz y unidad.

No hay evidencias concretas de que una muchacha invidente inspirase amor a la vida al sordo egregio cuando éste estaba a punto de quitársela en una mísera pensión. De ser cierto este apunte, la historia hubiera caído en uno de esos sentimentalismos contra los que se alzó el genio del gran don Luis Buñuel. Pero lo que también es irrefutable es el interés de Kubrick por la música de Waldo de los Ríos. Lo es en las concomitancias que se registran entre ese score que finalmente escribió Wendy Carlos y las famosas sinfonías y oberturas adaptadas al pop de los 70 por De los Ríos.

"El músico aún reside en el Buenos Aires que le vio nacer en 1934 cuando escribe su primer score para Los dioses ajenos, dirigida en 1958 por Román Viñoly Barreto"

Junto al productor Rafael Trabuchelli, el futuro suicida fue el artífice del legendario sonido Torrelaguna. Así llamado por ser ésta la vía madrileña donde estuvo la discográfica Hispavox, fue un marchamo de calidad en el pop patrio, ya que fue el acompañamiento musical de intérpretes como Jeanette, Karina o Raphael. Sin embargo, en esta faceta el talento del argentino —quien se instaló en España en 1962, maravillado por las posibilidades técnicas que había aquí para la grabación musical— quedó reducido a los arreglos y a la producción. Su actividad como compositor se desarrolló principalmente en el cine y fue anterior.

El músico aún reside en el Buenos Aires que le vio nacer en 1934 cuando escribe su primer score para Los dioses ajenos, dirigida en 1958 por Román Viñoly Barreto. En el 60 compone la banda sonora de Shunko, de Lautaro Murúa, uno de los grandes del cine argentino. Como también lo fue Hugo Fregonese, para quien Waldo de los Ríos compuso la partitura de Pampa salvaje (1965). En aquella sazón, el futuro adaptador de Mozart —su versión de la Sinfonía nº 40 del maestro del clasicismo también se hizo notar— ya había escrito para el cine español la banda sonora de algunas de las primeras cintas pop: Escala en Hi-Fi (Isidoro M. Frey, 1963) y de las protagonizadas por las gemelas Pili y Mili: Dos chicas locas, locas (Pedro Lazaga, 1965), y Whisky y vodka (Fernando Palacios, 1965).

"Las dos grandes partituras del músico para la gran pantalla habrían de ser la de La residencia y la de ¿Quién puede matar a un niño? La simbiosis habida entre el músico y el realizador consta en los anales"

Aunque el realizador con el que llegaría a realizar un tándem que consta en los anales fue Narciso Ibáñez Serrador, para quien escribió la música de todo cuanto el maestro hizo en las dos pantallas, De los Ríos se inició en la televisión con el padre de Chicho, Narciso Ibáñez Menta, para quien escribió la sintonía de ¿Es usted el asesino? (1967). Con el tiempo, haría otro tanto con Curro Jimenez (VV AA, 1976-1979). Y también con el tiempo, y con las coproducciones internacionales rodadas en España, el músico compondría los scores de Una ciudad llamada Bastarda (Robert Parrish, 1971), El hombre de río Malo (Eugenio Martin, 1971) y Don Quijote cabalga de nuevo (Roberto Gavaldón, 1973), coproducción hispano-mexicana que unió a Cantinflas (Sancho Panza) con Fernando Fernán Gómez (Don Quijote).

Pero las dos grandes partituras del músico para la gran pantalla habrían de ser la de La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969) y la de ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). La simbiosis habida entre el músico y el realizador consta en los anales. Acaso obedeciendo al destino que le aguardaba, el terror fue el género en el que más y mejor se prodigo Waldo de los Ríos. Con el gran Gordon Hessler colaboró en Asesinatos en la calle Morgue (1971) y con Juan Antonio Bardem en una suerte de giallo, La corrupción de Chris Miller (1973). Meses después, volaba hacia Argentina para componer la banda sonora de Boquitas pintadas (Leopoldo Torre Nilsson, 1974), una de las cintas más destacadas de la cartelera latinoamericana. Sí señor, aparentemente, todo era dicha y aplausos cuando Waldo de los Ríos decidió poner fin a sus días.

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