La calle Conde Altea se había convertido en un furioso torrente de agua rojiza en el que flotaban objetos imposibles de identificar. Aquella imagen irreal que contemplaba desde el balcón de un quinto piso se me grabó en la memoria, aunque no comprendiera su terrorífico significado debido a mi corta edad. Igual que el olor mohoso que impregnaba a mis padres cuando, con las botas de agua y la ropa sucias volvían de ayudar a unos parientes que vivían en el Cabanyal, uno de los barrios más castigados por la Riuà: 14 de octubre de 1957. Siguieron días sin colegio, de agitación en el mundo adulto, de trasiego de ropa embarrada y recipientes para trasportar el agua que repartían camiones cisterna. Días extraños que viví anestesiada por la bendita ignorancia infantil.
Los primeros momentos de la dana, martes 29 de octubre de 2024, también tuvieron un componente irreal. El domingo anterior llovió en Valencia de forma suave, y el lunes por la noche sopló un fuerte vendaval, pero en el norte de la ciudad donde vivo ninguna señal anunciaba el desastre. Como no veo la televisión ni me suelo conectar por wasap, no me enteré de la tragedia hasta el martes, cuando hablé con mi hermano, residente en Beniparrell, cerca de la pista de Silla, que luchaba contra el agua que invadía su vivienda, y me comunicó que ya se habían registrados las primeras muertes. Desde ese momento sufrí un especie de distorsión mental como si me hubieran arrojado a un mundo paralelo. Metaverso. Bajabas a la calle y todo aparentaba normalidad. Gente en las terrazas charlando y riendo, tráfico intenso, bandadas de turistas paseando por los Jardines del Turia en bicicleta. Las aglomeraciones en algunos supermercados donde la gente hacía acopio de agua, igual que acaparó papel higiénico en la pandemia, ante la falsa alarma de que iban a cortar el servicio, era la única señal de que ocurría algo alarmante, inusual. Luego empezaron a verse coches embarrados. Y las imágenes. Miles de imágenes que se han difundido por todo el mundo trasmitiendo la impresión de una catástrofe tercermundista que nos tiene pasmados a los que vivimos al otro lado de esa muralla que es el nuevo cauce, resguardados por la obra que construimos entre todos, sello a sello, veinticinco céntimos cada uno, el llamado Plan Sur. A este lado estamos indemnes pero no intactos, porque la tragedia, en mayor o menor medida, material o emocionalmente, la hemos sufrido todos.
Valencia es un pulpo que, excepto hacia el este, extiende sus tentáculos en todas direcciones, formando una especie de telaraña o conurbación intensamente interconectada. Los municipios que la rodean no son ciudades dormitorio, sino localidades con su propia identidad y su propia historia muy vinculados a la capital del Turia. Muchos de los que nacieron en ellos creciendo entre huertas y naranjos se trasladaron a ella, a estudiar primero y a trabajar después. Ahora son sus hijos quienes regresan a la periferia en busca de viviendas más asequibles. Existen lazos económicos y afectivos muy fuertes. Por eso la tragedia la hemos sufrido todos. Y me refiero a todos aquellos con empatía y sensibilidad, pues un sector de la población, prefiero no aventurar porcentajes, es impermeable a la desgracia ajena, incluso hay quienes procuran beneficiarse de ella.
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La cultura en Valencia llora hoy lágrimas de barro. Está de luto y duelo. Los más afortunados cosechan lo recuperable entre los restos del naufragio. Muchos ni eso. Siniestro total. La tragedia la hemos sufrido todos, pero los trabajadores de la cultura y las artes, que suelen estar con el agua al cuello, han recibido la peor parte. Ocho librerías destrozadas y miles de libros ahogados en editoriales y distribuidoras. La tromba no hizo distingos entre antiguas y nuevas. Devastó igualmente la histórica Moixeranga de Paiporta y la joven Bufanúbols de Benetússer, así como Somnis de Paper. Samaruc tuvo más suerte y solo se inundó parcialmente. Seis metros alcanzó la riada en las naves de la distribuidora Gea, donde se almacena el stock de varias editoriales: Bromera, Andana, Afers, Barlin, Bamba… Camacuc, de Paiporta, que edita una revista infantil, fue arrasada. «El agua se lo llevó todo, solo dejó las paredes y pudimos salvar la furgoneta de reparto», dice su director, Joan Escrivà. Ese todo es un fondo editorial —originales, proyectos, etcétera—, de cuarenta años de existencia.
Las artes escénicas han sufrido una debacle. Una treintena de empresas, entre compañías, salas de espectáculos y servicios técnicos, han visto cómo gran parte de su material de trabajo acababa en la basura. Compañías decanas que este año esperan todavía las subvenciones, como Albena o El Micalet, el auditorio TAC de Catarroja, L’Horta Teatre, Bramant Teatre, A tiro hecho, el Molí de Benetúser, Javier Castillo… La AAPV, la AVED y FETI, asociaciones profesionales que aglutinan a los actores, empresas de danza y espacios teatrales, han solicitado que no se cancelen las funciones para no empeorar su dramática situación. Pese a todo, la función debe continuar, porque en su trabajo, si no hay bolos no se come.
La tragedia ha alcanzado también talleres de artistas plásticos como Juan Olivares, Rubén Tortosa, Regina Quesada, Alex Villar y Cristina Chumillas. Autores de cómic: Cristina Durán, Elías Taño, Víctor Puchalsky, Vicente Perpiñá y Fran Salcedo. También estudios de grabación y de formaciones musicales. Y parte del patrimonio cultural público, como la biblioteca María Moliner de Paiporta, totalmente arrasada, o las naves del polígono industrial El Oliveral de Ribarroja, donde se almacenan parte de los fondos del IVAM y la colección de arte contemporáneo de la Generalitat Valenciana, que incluye doscientas obras.
Mientras la pesada maquinaria de la Administración se pone en marcha para gestionar las ayudas, el Gremi de Llibrers de Valencia dio rápidamente un paso adelante creando el hashtag «devolvamos la vida a los libros», con una cuenta corriente para recoger fondos que se distribuirán de forma proporcional a los desperfectos que han sufrido las librerías afectadas.
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Estos tsunamis de agua dulce no son precisamente nuevos por estos pagos, donde, a diferencia del norte de España, llueve poco y mal. Desde el siglo XVI existe constancia de inundaciones destructivas, y el cambio climático intensifica su gravedad. Agua y fuego. Valencia se debate entre dos elementos antagónicos. Fuego festivo pero también asesino, como el de los incendios forestales o el que destruyó el pasado 22 de febrero una finca en el barrio de Campanar, con un balance de diez muertos y quince heridos.
La magnitud de una catástrofe no se evalúa solo por el número de muertos y las pérdidas materiales, sino también por las causas que la producen. Cuando son consecuencia de la furia de la naturaleza, la pesadumbre que conllevan es más fácil de superar. Si concurren factores humanos, ineptitud o negligencia es otro cantar. Un canto amargo y rabioso que hay que metabolizar y que agudiza el dolor de los afectados. En eso estamos y estaremos por largo tiempo. El accidente del metro, julio de 2006, es un precedente. La cultura valenciana llora hoy lágrimas de barro. Esperemos que tras esta dolorosa catarsis recupere una mirada que le permita vislumbrar el papel que en el futuro le corresponde desempeñar.
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