Aunque mi naturaleza es, por lo general, de ánimo negociador y empático, a veces me acuerdo de aquel test de aptitudes que me hicieron en EGB y que sugería una personalidad muy acorde al ámbito militar y bélico. Supongo que había algo de cierto en aquello, porque desde muy niña quería ser corresponsal de guerra. Algo debió de ablandarme el cerebro, porque olvidé aquel sueño y me convertí en una abogada corriente. Más tarde —me saltaré los detalles de la historia— me dediqué al singular oficio de la escritura. Y soy muy afortunada, porque lo cierto es que vivir de escribir, en España, supone un pequeño milagro.
Cuando comencé a estabilizarme en el oficio, si es que se puede definir como estable el vivir según las tendencias, gustos y opiniones del gran público sobre mi trabajo, retomé mi ánimo bélico y mi espíritu de corresponsal de guerra. Era septiembre de 2022 y el ministro de Cultura por entonces, Miquel Iceta, convocó en Santiago de Compostela a distintos sectores del ámbito cultural para escuchar sugerencias y propuestas sobre el nuevo Estatuto del Artista. Dado que yo misma era una de las convocadas, allí me planté, a más de una hora de mi casa y perdiendo una preciosa mañana de trabajo. En la reunión había, sobre todo, productoras audiovisuales, actores, músicos y empresarios de hostelería y discotecas; yo era la única escritora de la sala, según recuerdo. Algunos reclamaban más subvenciones y más operatividad del cheque cultural, y otros íbamos a lo que considerábamos más práctico, que era lo fiscal. Mal encaminados, porque el ministro presente era el de Cultura y no el de Hacienda, pero ni siquiera pudimos ponernos de acuerdo en determinar qué era ser escritor, a efectos de que por fin pudiésemos identificarnos como tales en el IAE y no como ceramistas y artistas. ¿Acaso —preguntaba el ministro— una persona que escribe un libro, o dos, es escritora? ¿Cómo modularlo? Personalmente, me parece bastante sencillo: serás escritor si escribes de forma creativa un texto que se encuadre dentro de alguno de los géneros establecidos, el que sea, pero para ser escritor profesional has de devengar, por ejemplo, el salario mínimo interprofesional del año; que no cunda el pánico, solo lo planteo como idea. Por entonces, no me parecía tan complicado ir encauzando asuntos.
Hace solo unos días, sin embargo, leí en un artículo de prensa que el empleo cultural aporta el 2,2% del PIB en España, que son unos 27.000 millones de euros, de los que el 43% vienen generados en el mundo del libro. Los ingresos del «personal cultural», que en un 71% no son asalariados, siguen siendo variables y discontinuos, sin cuota de autónomo adaptada, y sin opción a presentar la declaración de la renta por trienios, al objeto de equilibrar el hecho de que muchos artistas tengan que vivir durante dos o tres años con los ingresos obtenidos durante solo uno, ya que no vuelven a cobrar hasta el siguiente proyecto.
Todo esto había sido trasladado al entonces ministro de Cultura, y con mi ánimo bélico algo desvaído logré escribir en aquel 2022 una carta al ministerio —firmada por muchos de mis compañeros— con detalladas peticiones del sector literario, aunque según parece estas sugerencias se escurrieron por alguna parte. El Estatuto del Artista, a día de hoy —pendiente de «desplegar sus medidas»—, a los escritores solo nos ha afectado en la retención de los anticipos, que ha pasado del 15% al 7%, lo cual es un absurdo: al término del año tenemos que pagar al fisco según nuestros ingresos, y ese 8% que falta les aseguro que lo pagamos de igual forma.
Me he enterado de que la UNESCO lleva desde 1980 pidiendo a España que cambie la regulación del mundo cultural, pero seguimos tal y como les cuento. Y luego nos extraña que tal músico o artista se mude a Andorra, o a Irlanda. No se trata de no pagar impuestos, sino de que el marco jurídico de los artistas y creadores sea justo y estable. Comprendo que la cultura siempre será hija de un dios menor, pero también me pregunto qué pasaría si se detuviesen el arte, el teatro, las exposiciones o la publicación de libros. Tanto como tuvimos que agradecer a la cultura cuando sucumbimos ante una epidemia mundial, y ahora a nuestro gobierno parece que no le importa quiénes son los que cuentan todos los cuentos.
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