Joe Biden decidió, pocos días después del arrollador triunfo de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, darle a Volodímir Zelenski los ansiados misiles ATACMS antes de dejar la Casa Blanca. El presidente de Ucrania no ha tardado mucho en usarlos, y menos tiempo le ha llevado a Vladímir Putin enviar su respuesta, un misil intercontinental. «Una nueva fase de la guerra», dicen en los telediarios; mientras en Twitter el hashtag de «Tercera Guerra Mundial» no baja de los primeros puestos. En España, expertos en todología debaten en las tertulias, y doctorados exprés en geopolítica sientan cátedra en las redes sociales. Pero ninguno de ellos ha pisado el Dombás, no saben lo que es una trinchera ni se han subido a un tanque. Alberto Rojas sí. Este reportero ha estado en el frente, donde los soldados ucranianos fuman un cigarrillo tras otro, beben una bebida energética tras otra y juran que no habrá rendición, y tampoco perdón. Saben que su destino está echado, igual que el de los militares rusos con los que cruzan balas y disparos de mortero a diario. Rojas tomó apuntes de todo lo que vivió allí, y de esas notas surgió una crónica que hoy es un libro, Vivir la guerra (Ediciones B). Cuando Alberto volvía por la noche a la habitación del hotel, después de haber contemplado el horror en el campo de batalla, descubría en redes sociales a gente que negaba que esos crímenes fueran reales, pero el periodista sabía que todos esos muertos eran de verdad, porque estaba allí, él lo estaba viviendo y ellos no.
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—¿Cómo suenan los misiles en las noches de insomnio en el Dombás?
—Normalmente los misiles ucranianos no los escuchas. No sabía desde dónde los lanzaban. En el Dombás lo hacen desde lugares apartados, secretos, para evitar ser descubiertos por la población prorrusa. Los que sí escuchas son los rusos. En realidad, lo que escuchas es la explosión. No los oyes llegar. Los escuchas y los sientes porque la tierra se estremece. En ese momento, tu cerebro empieza a hacer cosas raras. Se encienden todas tus alertas. Hay dudas. No sabes si bajar al refugio, si quedarte en la habitación… Si te vas al refugio, no vas a dormir; si sigues en la cama, tampoco. Los misiles rusos no caen todos a la vez: primero uno, a la hora otro y así toda la noche. Esa privación de sueño es una auténtica tortura.
—Los rusos y los ucranianos tienen un enemigo común, los ratones. Tener un gato en las trincheras es tener un tesoro.
—Son ratoncitos de campo, pequeños, pero hay millones, que anidan en las trincheras y acaban con la comida de los militares. Esto ocurre tanto en el lado ucraniano como en el ruso; los ratones no entienden de bandos. Es una auténtica invasión. Los soldados te cuentan cómo se echan a dormir y los ratones les recorren el cuerpo. No dejan de tener crías y la única manera de tener ese problema controlado es con gatos. Este es el animal más preciado en el frente. Los soldados, cuando suben sus fotos a Instagram y vídeos a TikTok, aparecen con esos gatos. El problema en la primera línea de combate, donde están sometidos a un ataque constante de artillería, es que los gatos se quedan sordos por las explosiones. Y un gato sordo ya no caza.
—Esas trincheras de la guerra de Ucrania recuerdan a las de la batalla de Verdún.
—Sí. Es exactamente igual que en la Primera Guerra Mundial. La guerra no ha cambiado tanto: kilómetros y kilómetros de trincheras, como si fuera una gran cicatriz. El paisaje también se parece mucho a lo que hemos visto en películas como 1917: bosques talados por la metralla, cráteres, tanques quemados, animales muertos… La diferencia es que en la Primera Guerra Mundial para saber qué hacía el enemigo se usaban globos de observación y en la Guerra de Ucrania se utilizan drones.
—Me impresionó mucho lo del semen congelado de los combatientes ucranianos. Una anécdota como esa sirve para calibrar la tragedia y también para comprender la determinación de estos soldados.
—¿Qué pretende hacer Putin con Ucrania? Ellos lo tienen muy claro. Putin habla de desnazificar a Ucrania; ese es un mensaje para los rusos. ¿Por qué elige a los nazis para su discurso? Porque es una manera de deshumanizar a los ucranianos, de nombrar al demonio, y así poder matarlos más cómodamente. Cuando tú vas a Ucrania, te das cuenta de que Putin no quiere desnazificar este país, sino rusificarlo, más bien desucranizarlo: acabar con el idioma ucraniano, su cultura… en definitiva, con su estado. El plan es colocar su propio estado títere y quitarle toda la soberanía al pueblo de Ucrania. El luchador ucraniano quiere preservar su semen y legarlo a otras generaciones como una forma de lucha. El soldado sabe que puede morir en el frente, pero su genética de guerrero cosaco va a pasar a otra generación. Para ellos esta guerra es generacional: sus abuelos sufrieron la gran hambruna del Holodomor de Stalin y el genocidio nazi, sus padres padecieron la ocupación soviética y esta es la guerra que a ellos les toca librar. Para ellos es una batalla mucho más larga.
—No hay mayor pegamento para la sociedad rusa que el nazismo. Hay algo que se repite en el libro y me ha llamado mucho la atención, esa obsesión de los soldados rusos por liberar a los ucranianos de los nazis.
—¿Qué nazis? Si los únicos que se están comportando como nazis son ellos. Hemos entrado miles de periodistas occidentales independientes a cubrir la guerra de Ucrania, y ninguno encontró ese Tercer Reich que nos decía la propaganda rusa que íbamos a encontrar. Lo que hemos visto es un país que, como todos los países de la Europa del Este, puede tener un problema con la extrema derecha, pero que en el caso de Ucrania es extraparlamentaria. De cuatrocientos y pico diputados que hay en el parlamento tuvo uno hace unos años, y ahora ninguno. ¿De qué régimen nazi estamos hablando cuando el propio presidente de Ucrania es de origen judío y rusófono?
—Si hablamos del apoyo a Ucrania, España ha tenido sus recelos, y Estados Unidos también. Sin embargo, los que no tienen dudas son los países que han sufrido el comunismo, los del Pacto de Varsovia, y también las repúblicas bálticas.
—Eso es. Todos los antiguos socios de Rusia, los países de la órbita socialista, pasaron a la Unión Europea y a la OTAN. Esas naciones escaparon del control de Moscú en cuanto tuvieron oportunidad. No sólo buscaban una alternativa política, económica y social diferente, sino una defensa, una protección. Georgia, Moldavia y Ucrania llegaron tarde a ese proceso. Ucrania inició esa transformación en 2014 con el Maidán. Esa es la primera vez que este país dice que no quiere estar bajo el yugo de Moscú. Rusia reaccionó tomando Crimea y echando gasolina a un conflicto de rebeldes en el Dombás. Y como eso no funcionó, se puso en marcha una invasión a la que llamaron «operación militar especial». Lo llama «operación» porque Putin pensaba que iba a durar tres días: el ejército ucraniano se iba a rendir, no iba a combatir. Pero eso no fue así.
—Cuando leía su libro, me acordaba de aquella película de Antonio Mercero, Espérame en el cielo, la del doble del dictador Franco. Cuéntenos lo de los dobles de Putin.
—Esa es una gran película. (Risas) Hay localizados tres dobles de Putin. En el 80 % de las ocasiones suele ser el mismo, el que más se le parece por el número de operaciones que le han realizado. Si tú ves a Putin a plena luz del día al aire libre, abrazándose a la gente, ese no es Putin, es su doble. Eso es lo que afirman los expertos en inteligencia ucranianos; a ese doble más habitual lo llaman «banquete». También ocurre lo mismo con la oficina de Putin: tiene tres réplicas idénticas a la suya del Kremlin. Una estaba en su casa de Sochi —creo que ha sido derribada porque estaba muy cerca de los ataques con drones ucranianos— y otra en la de Moscú.
—En Ucrania usted tuvo varios sustos: por error casi llega a la frontera rusa.
—Ese tipo de errores están a la orden del día en un sitio como ese, donde un ejército avanza y otro retrocede y queda una zona gris a la que el estado ucraniano tarda mucho en llegar. En ese territorio no había una autoridad. Tú pasabas un puesto de control tras otro, pero sin ninguna información, sin saber qué zonas estaban minadas y cuáles no. Atravesar un lugar así puede ser una gran aventura, pero te puede costar la vida. Ese día del que hablas nos pasaron cosas muy locas. Primero pisé una lata de carne que pensé que era una mina y luego hicimos algo mal un rato y nos dirigimos sin saberlo hacia territorio ruso. Nos quedamos a un kilómetro de la baliza fronteriza, donde nos hubieran afeitado en seco. La suerte fue que me llegó un mensaje al móvil que me decía «Bienvenido a Rusia». En ese momento, le dije al conductor que diera la vuelta y nos pudimos salvar.
—Y casi se queda estéril por sentarse en un banco.
—Me hicieron la broma. (Risas) No te quedas estéril. Es un banco que está justo enfrente de la famosa noria de Prípiat. Lo llaman «el banco anticonceptivo». Las personas con las que fui trabajaron como guías turísticos de Chernóbil antes de la guerra. Llevaba un rato andando, estaba cansado y me senté en el banco. De repente me miraron y me dijeron: «Si te quedas un minuto más ahí, nunca podrás tener hijos». Entonces me levanté rápido, pero era todo mentira. Aunque ese lugar está contaminadísimo. Allí el contador Geiger se dispara. Según me comentaron, para tener problemas tenías que quedarte en ese banco más de diez o veinte horas.
—En el libro relata cómo juega a imaginar en la recepción del hotel cuántos de los clientes son espías o informantes rusos.
—Los hoteles en una guerra son un ecosistema de película. Nuestro hotel de Kiev parecía la taberna de Star Wars. Allí, en su bar que funcionaba las veinticuatro horas, se juntaban contrabandistas, asesinos, prostitutas a las que su proxeneta iba repartiendo por el edificio, un comandante checheno —opositor a Kadírov— rezando a Alá en su alfombra, voluntarios occidentales y Navy SEALs tomando cócteles, trabajadores humanitarios con una pinta tremenda de espías… Es un ambiente muy goloso para una mente novelesca.
—Hablemos de Pablo González.
—A Pablo lo conocí unos meses antes de la guerra, en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. Semanas después leí que había dicho que no creía que fuera a haber una guerra. Ese era el mensaje de la propaganda rusa. Pero esa noche que cené con él en un hotel, le pregunté: «¿Por qué está haciendo esto Lukashenko? ¿Por qué empuja a los emigrantes de Oriente Medio a la frontera polaca? ¿Es una forma de guerra híbrida para desestabilizar Polonia?». Y él me dijo que no, que eso era una cortina de humo para que Putin moviera su ejército cerca de los límites con Ucrania. Entonces le dije: «¿Qué pasa en la frontera con Ucrania?», y me contestó: «Lo que pasa es que va a haber una guerra». Esto fue tres meses antes. No digo que él tuviera información privilegiada, pero evidentemente era un tipo que conocía a todo el mundo. Pablo tenía un dron que yo no me podía comprar. Tenía dos cámaras con objetivos potentes. Claramente, era una persona con ingresos altos. La sensación que me dio es que él tenía mucha más información que todas las personas que estábamos en ese hotel.
—Vamos con las matanzas. Entre los soldados ucranianos hay una obsesión, que no se repita lo que pasó en Bucha.
—Lo que pasó en Bucha ha pasado en otros lugares, aunque no hubo la misma repercusión. En Izium se descubrieron fosas comunes con cuatrocientas personas enterradas. También hubo matanzas de civiles en Gersón. Yo asistí a la apertura de una fosa en Limán con 72 cuerpos. Esta represión criminal ha sido una constante en todas las zonas ocupadas durante la invasión, que ha salido a la luz cuando han sido desocupadas por el ejército ucraniano. Cuando le preguntas a un soldado ucraniano cómo va de moral, él te responde que esa no es la cuestión. La razón por la que sigue luchando es evitar que entren los rusos con una lista negra para matarlos, a ellos y a todos los que se han opuesto a la invasión. Bucha fue el gran ejemplo para los periodistas para contar cómo funcionaba esa represión: a más resistencia, más matanzas. Fue todo un gran castigo porque creían que iban a tomar Kiev en tres días y no pudieron.
—A los soldados rusos encargados de la matanza de Bucha Putin les reservó un final que no habían previsto.
—A algunos de ellos los condecoró, que fue su manera de decirle a Occidente que le daban igual las críticas. Pero a la mayoría de ellos los llevó a primera línea de combate, donde no duraron mucho tiempo. La gran mayoría de ellos estarán muertos. De hecho, será difícil encontrar con vida soldados rusos que iniciaron la ofensiva el 24 de febrero de 2022.
—Ucrania tuvo un Abu Ghraib, Olevnika.
—Sí. Yo he conseguido hablar con mujeres y hombres que han sufrido el cautiverio en Rusia. Un cautiverio terrible, casi sin comidas, sometidos a golpes, a torturas con perros, como en Abu Ghraib, todos los días. Lo peor de todo es que esas torturas no estaban destinadas a conseguir información: solo buscaban deshumanizarlos. Esa es la manera de que no te importe la vida de alguien, algo común en los genocidios y en las grandes matanzas.
—Usted entrevistó a Zelenski. ¿Qué le pareció?
—Lo primero que me llamó la atención fue su físico: debe de pasar muchas horas haciendo ejercicio en el búnker donde está su oficina presidencial. Estaba realmente fuerte. Zelenski es un hombre bajito con voz ronca. Me pareció un gran actor. En su caso, el personaje se ha fundido con la persona. Él no era así. Me lo comentó la traductora de español que ha participado en las reuniones entre Zelenski y Pedro Sánchez. Según ella, Putin inició la operación porque estaba convencido de que Zelenski era un político muy débil; si hubiera estado Poroshenko en el poder, no habría hecho eso. Pero va a llegar un momento en el cual Zelenski se cree tanto el personaje del presidente vestido de verde que se funde con él. A partir de ese momento, cuando Zelenski decide permanecer en Kiev y combatir, Putin pierde esa primera parte de la guerra.
—¿Puede haber una paz promovida por Donald Trump, como se ha comentado estas semanas en redes sociales?
—Creo que es muy difícil. Hay más actores que Estados Unidos. Esto no se va a solucionar con una llamada de Trump a Putin. Es mucho más complejo. También está la opinión de la Unión Europea, la de los países bálticos y todos esos países que estuvieron en su momento en la órbita soviética. Además, Trump se va a enfrentar a sectores de su país que defienden que esa guerra es muy rentable para ellos a largo plazo. Estados Unidos está desgastando a un rival geopolítico directo con cero muertos y gasto mínimo para el contribuyente; el material armamentístico que están enviado es anticuado, lleva cogiendo óxido desde la Guerra del Golfo.
—Terminamos. ¿Es posible una reconciliación entre ucranianos y rusos en los próximos años?
—No me he encontrado a ningún ucraniano que pensara que esta guerra iba a tener lugar de una forma tan sangrienta. Lo que ha pasado no lo van a olvidar. Piensan que quizá sus hijos pequeños puedan llegar a perdonar, pero para ellos es imposible hacerlo. Tiene que pasar toda una generación para perdonar la saña y la crueldad con la que los rusos los han tratado. Les decían que eran el mismo pueblo y que venían a liberarlos, y ningún enemigo les hubiera hecho lo que les hizo Rusia. Yo he estado allí. Soy un testigo, no va conmigo, pero a mí me costaría mucho perdonar todo lo que he visto: han devastado regiones enteras. Nunca había visto ese poder de destrucción. Había cubierto conflictos en África, pero no había visto un ataque constante todos los días, a todas las horas, para sembrar el terror en la población. Eso es muy difícil de perdonar.
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