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Nace el filántropo que contaba historias

Ya sabemos del oro de Long John Silver y del delirio homicida del señor Hyde, alter ego misántropo del doctor Jekyll; raro es el lector que no tiene noticia de la Guerra de las Dos Rosas o de El club de los suicidas, que, dividido en dos partes —Historia del joven del pastel de crema e Historia del médico y el baúl de Saratoga—, concluye en La aventura del coche de punto, y todas ellas conforman la primera parte de Las nuevas noches árabes (1884).

La historia de Robert Louis Stevenson, autor a su vez de tantas hermosas historias, nos ha sido referida mil veces. Y si se nos contara mil veces más, la escucharíamos, si fuera posible, aún con más agrado. Pero es una historia harto conocida: nace, escribe, muere… “El descubrimiento de Stevenson es una de las perdurables felicidades que puede deparar la literatura”, escribe Borges en el prólogo a Las nuevas noches árabes (1884), número nueve de su Biblioteca Personal, iniciativa española puesta a la venta por Ediciones Orbis en el ya lejano año 1987.

"Viajero junto a su padre en el tramo final de la adolescencia, de aquellas travesías le quedó cierta nostalgia por los climas cálidos que habría de acompañarle toda la vida"

En efecto, Stevenson nació un día como hoy de hace 174 años: el 13 de noviembre de 1850. Pero tanto como al genial escritor, hoy cumple celebrar a ese humanista, uno de los más grandes de su tiempo, que vio la luz en Edimburgo, en el seno de una familia tradicionalmente dedicada a la construcción de faros. Y el espíritu de ese humanista, alter ego filántropo de nuestro autor, al que los samoanos llamaron Tusitala —“El contador de historias”— aún permanece vigente. Es más, si llamamos clásico a lo que perdura como ejemplo, sin entrar en consideraciones estéticas o estilísticas, Robert Louis Stevenson es un clásico de la novela de aventuras y de la filantropía. Nada que ver con la misantropía del señor Hyde ni con la afectación del señor Jekyll: un ejemplo a seguir por todo ese buen rollo de nuestros días.

Viajero junto a su padre en el tramo final de la adolescencia, de aquellas travesías le quedó cierta nostalgia por los climas cálidos que habría de acompañarle toda la vida. La enfermedad, la misma enfermedad que, cuando era un niño con los pulmones débiles, con frecuencia convaleciente en casa, le abocó a la literatura, acabó por llevarle al otro hemisferio. Y allí, donde todos los escritores de su tiempo miraban a los paisanos con todos los prejuicios que el común de los occidentales dedicaba a “los nativos”, Stevenson confraternizó, encontró la paz y les contó historias. Todo un heterodoxo entre los victorianos.

"En Samoa, Stevenson se hizo notar por su bonhomía antes que por su literatura, por su espíritu antes que por su obra"

“Ese clima, esos viajes y el surgir de las tierras en la aurora; las nuevas islas que asoman en los bajíos a través de la niebla matinal; y nuevas arribadas, y nuevos anuncios de temporales y resacas. Toda la historia de mi vida es para mí más bella que cualquier poema”, escribe en una de las numerosas cartas que integrarán, póstumamente, su Vailima Letters (1895).

Allí en Samoa, Stevenson se hizo notar por su bonhomía antes que por su literatura, por su espíritu antes que por su obra. Aunque presbiteriano, defendió públicamente la labor del padre Damián —un misionero católico, belga— con los leprosos de Molokai. Se dice que una de las monjas de la leprosería exhortaba al creador de Long John Silver a ponerse los guantes preceptivos para jugar al croquet con los pequeños infectados. El escritor, en la idea de que al verle con las manos cubiertas los pequeños leprosos acusarían aún más su condición, siempre se negó. Ya en 1952, Ernesto «Che» Guevara también vivió una experiencia notable en Perú, en la leprosería de San Pablo. Pero la de Stevenson fue casi un siglo años antes. Fue solidario hace 174 años.

Precursor igualmente del indigenismo, el escocés publicó numerosos artículos en la prensa británica, estadounidense y australiana tomando partido por los naturales de unas tierras en las que las sociedades occidentales no veían más que una oportunidad para el negocio.

"Mediante un procedimiento semejante a ese que hace de un átomo la síntesis de toda la grandeza del Universo, la humanidad vivió uno de sus momentos estelares, porque nació un niño llamado a ser una buena persona"

Raro es el escritor pretérito al que podamos juzgar desde la perspectiva de nuestros días. De hecho, suele advertirse de la inconveniencia de juzgar a los protagonistas del pasado desde cualquiera de las concepciones del presente. Visto desde el prisma de nuestro siglo XXI, es raro que haya algún notable que no sea imperialista, fascista, estalinista, machista, racista… Antes de celebrarlos debemos contemporizar, relativizar, contextualizar para justificar a quienes admiramos de otro tiempo. Antes del elogio hay que subrayar que “entonces todo el mundo era lo mismo”. Pero de Robert Louis Stevenson podemos hablar como de un filántropo atemporal. Fue una buena persona, lo sigue siendo hoy y, mientras viva la especie, lo seguirá siendo siempre. Un hombre entregado al humanismo más acuciante de su tiempo, un filántropo creador de misántropos como Jekyll.

Sabemos que hace 174 años nació en Edimburgo un autor llamado a entrar en el panteón de la literatura. Lo que ya es menos conocido es que, mediante un procedimiento semejante a ese que hace de un átomo la síntesis de toda la grandeza del Universo, la humanidad vivió uno de sus momentos estelares, porque nació un niño llamado a ser una buena persona. Creador de uno de los villanos más carismáticos que se recuerdan —mi dilecto Long John Silver, el entrañable cocinero de la Hispaniola—, mientras exista la humanidad, Tusitala será una memoria irrevocable de su grandeza, el que contaba historias.

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