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Un lugar mejor, de Pedro Ugarte

Un lugar mejor, de Pedro Ugarte

En Zenda nos gustan tanto los cuentos de Pedro Ugarte que le hemos pedido que nos permita reproducir uno de los que pueblan su nueva compilación Un lugar mejor (Páginas de Espuma).

*** 

UN LUGAR MEJOR

Elegía en el metro, cada mañana, una mujer de la que enamorarme. Y como, por aquello del trabajo, debía viajar en metro al menos dos veces al día, dos veces al día también me enamoraba, y me enamoraba con el desamparo de los que saben que su amor, su verdadero amor, será intenso y fugaz, desesperado y no correspondido.

El teléfono. Me asombraba el empeño con que todas las personas, recluidas día a día en los vagones del convoy, dejaban la conciencia prendida del teléfono. Tecleaban compulsivamente, con un pulgar, con dos pulgares, como si nada existiera alrededor y las plantas de sus pies marcaran el contorno de una isla mínima, extraviada en medio de un océano de agua helada y corrientes oscuras. Llevaba años tomando la misma línea y nunca me resigné a esa inclinación de todos por abstraerse del pesaroso universo y refugiarse en una máquina. Era un intento vano de escapar de su suerte. Pero nadie puede escapar de su suerte: la suerte ya está echada para todos los pasajeros de ese vagón de metro que rompe la madrugada en busca de la próxima estación.

Sentía curiosidad por las vidas ajenas, a las que examinaba con la precisión de un cirujano. Las imaginaba con menos crueldad que compasión. Pero yo no era un observador al margen, yo no era un naturalista británico del siglo xix que examina en la distancia a ciertos aborígenes y se siente a salvo de sus mitos y supersticiones: yo era un pasajero más. Mi suerte era la suya. La de los aborígenes. Mi suerte era la de todos.

El vertiginoso transcurrir de los vagones, la confusión de esperanzas y de bolsos, de paraguas y de próximos despidos, configuraba cada día una representación de exactitud documental, perfilada con el detalle de un cuadro hiperrealista. Todos aquellos rostros dormidos y cansados, todos aquellos cuerpos cercanos e intangibles, no los volvería a ver jamás. Coincidir con ellos en el metro era un milagro trivial, pero era un verdadero milagro. Horas antes, la probabilidad de que aquella escena se hiciera realidad en todos sus detalles habría sido infinitesimal: el hombre de rasgos andinos, chamarra roja y anillo de oro, que se agarra a la barra con una mano hinchada; la chica que en el asiento delantero lee un libro de autoayuda e imagina un mundo mejor otorgando a los peces y a los insectos sentimientos morales; el hombre de traje y corbata que tose más de lo debido (lo cual sería importante si él, en fin, nos importara) y viaja acompañado de un maletín repleto de catálogos y muestras comerciales. Encontrarse en ese vagón, a esa hora, sentados así, vestidos así, todo habría sido, un siglo antes, un día antes, algo casi imposible. Después, la llegada a una nueva estación, la entrada de nuevos pasajeros, la salida de otros tantos, deshacían el posado y formaban otro distinto, tan improbable y tan efímero como había sido el anterior. Biografías incompatibles, tejidas a lo largo de las décadas, convergían en el mismo vagón; sujetos procedentes de lejanos continentes o del pueblo más cercano ocupaban asientos consecutivos, posaban sus manos sobre la misma barra o miraban con la misma indiferencia el gráfico que describía las líneas, las correspondencias, los intercambiadores, el nombre de cada uno de los nudos de aquella red tentacular. La deriva del viaje volcaba un nuevo grupo de pasajeros en la siguiente estación. La composición coral se deshacía y personas de distintas razas y religiones, que portaban auriculares inalámbricos, mochilas de lona, llaveros, preservativos y cánceres aún no diagnosticados, personas con muchos años o pocos días de vida por delante, se separaban para no volverse a ver jamás. La rutina impedía constatar ese prodigio mínimo, ese capricho de la azarosa realidad. La realidad: aceptamos su sentido del tiempo, sus dimensiones, su sistema de pesos y medidas, pero solo porque no somos capaces de imaginar ninguna alternativa. Es imposible concebir otro universo, otra tabla periódica, otra combinatoria de causas y de efectos, otras leyes físicas, distintas a esas que explican en nuestro mundo la termodinámica, la tristeza, la gravedad.

Elegía en el metro, cada mañana, una mujer de la que enamorarme. Y mientras la amaba en secreto, a escondidas, sentía ya la pena de saber que nuestro amor iba a desaparecer después de unos minutos, cuando se abrieran las puertas y ella se fuera del vagón y de mi vida para siempre.

A pesar de la impunidad con la que podía enamorarme, no elegía viajeras demasiado atractivas. Elegía chicas de modesta belleza; escuálidas más que delgadas; de nariz algo prominente; de mirada triste y melancólica, a veces de mirada atormentada. Chicas pálidas, con manos de niña y uñas cortas. Chicas de nudillos encarnados que se aferraban con resignación a los tubos plateados o al respaldo de un asiento. Chicas con gafas. Siempre, o casi siempre, chicas con gafas.

Me gustan las chicas con gafas. Una chica no especialmente atractiva, que viajaba sentada, en el vagón, delante de mí, sacaba del bolso un libro. A continuación, colgaba de su rostro unas gafas y empezaba a leer. Después de mirarla una vez, contaba hasta diez, hasta veinte, hasta cincuenta, antes de mirarla de nuevo: no quería incomodarla con una atención obsesiva y pertinaz.

Entonces el metro llegaba a una nueva estación. La chica cerraba apresuradamente el libro, lo metía en su bolso, se ajustaba la bufanda y el gorro de lana, y salía del vagón a toda prisa, con las gafas prendidas aún de su mirada, dando encarnadura a sus blancas mejillas de escayola. Ella nunca sabría que, por diez o quince minutos, en un frío martes de invierno, en la trama diaria del suburbano, en medio del tráfico intratable de tristes trenes y de vagos vagones, un corazón anónimo le había pertenecido, mientras su propietario fingía desinterés mirando por la ventana.

Salí del metro y pasé por la pastelería que había cerca de casa. Compré un bollo de mantequilla, un bollo que empaquetaron con la delicada profesionalidad de siempre. Llovía con violencia, así que fue un alivio encontrar pronto refugio en el portal.

–Hola, señor Jorge –se le ocurrió.

–Hola, Svetlana.

En el portal de nuestra vieja casa, la luz se encendía aún con un interruptor, pero Svetlana, la vecina del tercero izquierda, me había identificado antes de que yo pudiera hacerlo.

Era una mujer eslava de nariz más bien pequeña, busto voluminoso y piel pálida, mórbida, del color de los huesos o de las figuras de marfil. En el ascensor practicaba una amabilidad locuaz, exuberante, desusada entre nosotros. Reciente viuda de Domingo Becerra, don Domingo, Svetlana repintaba de luz, con su acento suave y almibarado, las paredes ásperas e ingratas del verbo vasco, donde nadie se saluda, ni se despide, ni entrega a través de las palabras un solo gramo de cariño o de mera urbanidad.

–¡Señor Jorge! –Qué empeño en aquel constructo–. ¿Cómo está Eva?

–Mucho más animada. Gracias, Svetlana.

–Espero verla pronto –terminó.

Me despedí, salí del ascensor y abrí la puerta de casa. En la cocina, me quité los zapatos y la gabardina mojada. Mantuve el paquete entre las manos y crucé el pasillo hasta la habitación del fondo. Abrí la puerta con cuidado. El interior estaba oscuro y frío como un sepulcro.

–Eva, ¿cómo estás, Eva?

A tientas, me acerqué hasta el borde de la cama y me senté.

–Te he traído un bollo, Eva, uno de esos bollos que tanto te gustan.

Ni un rumor entre las sábanas.

–¿Quieres probarlo?

A veces se oía una respiración profunda, que asomaba desde el fondo de un bulto oscuro y encogido.

–Te lo dejo aquí, Eva. A lo mejor luego sí quieres.

Retiré el papel del paquete y dejé sobre la mesilla la pequeña bandeja de cartón.

–No quiero… –se escuchó.

–¡Eva! Eva… ¿Cómo estás?

–No quiero nada.

Sentí sorbidos, gemidos, una respiración, un susurro sordo y confuso.

–Tranquila, Eva. Me voy al salón, ¿de acuerdo? Estaré viendo la tele. Si quieres algo no tienes más que llamar.

Me levanté sin hacer ruido. Di unos pasos y, moviendo la mano en la oscuridad, encontré el pomo de la puerta. Al salir volví a cerrarla. Eva quería que la puerta siempre estuviera cerrada, completamente cerrada, que no hubiera una sola rendija por donde pudiera entrar la luz.

Por las noches, exhausto, triste, veía la televisión: películas antiguas y olvidadas, en un canal de pago dedicado a antiguos mitos del cine. A veces no seguía del todo el argumento: eran imágenes en blanco y negro que se iban sucediendo en la pantalla, como el rito tántrico e insistente de alguna religión repetitiva, en la que las letanías, las oraciones, se prolongan de forma mecánica y ritual. Tarde o temprano, me quedaba dormido. Me despertaba de madrugada, tiritando. Las imágenes de la pantalla eran ya de otra película. Me levantaba y me dirigía, con torpeza, al cuarto más pequeño, distinto a aquel en el que Eva dormía. En ese cuarto más pequeño había una cama para mí.

Hacía tiempo que Eva y yo dormíamos en cuartos distintos. Recordaba cómo y cuándo empezó a romperse todo: Eva, acostada a mi lado, abrazada a su almohada, como si le hiciera falta una persona. Y esa persona no fuera yo.

 

Elegía en el metro, cada mañana, una mujer de la que enamorarme. Las chicas bajitas y delgadas, de gafas sobre una nariz algo prominente y gorro de lana y guantes para el frío, leían diccionarios filosóficos, manifiestos trotskistas, o repasaban los apuntes de un próximo examen al cuerpo de correos o al servicio de salud. Imaginaba una vida a su lado, al calor de sencillas aficiones: las visitas a museos diocesanos de ciudades de la Meseta; los paseos en invierno por las playas cantábricas; tardes para vaguear, abrazados, oyendo música y tocándonos el cuerpo debajo de una gruesa manta a cuadros; cumpleaños de madres viudas o de sobrinos pequeños, a los que acudiríamos con todo nuestro amor excedentario; el capricho de besarnos decenas de veces con los labios apretados, haciendo un ruido agudo y tonto, como en un juego de niños.

Me enamoraba de sus gafas, de su piel pálida, de sus rodillas frías adivinadas más allá de unos vaqueros. Me enamoraba de forma tan estúpida que comprendía la verdad: que aquella absurda imaginación, enamorarse en los vagones de metro, es aceptar, de puro imposible, que la vida ha terminado.

Abrí la puerta con cuidado, como si el mínimo sonido de una bisagra, de un picaporte, pudiera interpretarse como una perturbación. Avancé unos pasos y cerré la puerta tras de mí.

–¿Has tomado la medicación?

No hubo ninguna respuesta.

–Ya sabes lo que pasa cuando no tomas la medicación.

De nuevo los sorbidos nasales, el rumor entre las sábanas, las lágrimas probables, presentidas.

–Necesito ir a un lugar mejor.

–Yo estoy a tu lado, Eva.

Noté que ella reprimía el llanto. Los sonidos de una nariz húmeda, obturada, la delataban.

–Está bien –respondí.

Al principio, como todas las parejas, Eva y yo forjamos nuestra particular mitología (los hotelitos baratos pero con encanto, las ventosas playas del Cantábrico en invierno, los modestos museos diocesanos de ciudades de la Meseta). No llevábamos mucho tiempo juntos, pero ahora me parecía una eternidad. Al principio, en nuestros momentos más felices, ni siquiera fui capaz de descifrar, tan evidentes, las primeras señales.

–A veces tengo que tomar unas pastillas.

La información vino tras un beso.

–Claro –respondí.

Y nos volvimos a besar.

Eva se mudó a mi apartamento. Domingo Becerra, don Domingo, el viejo caballero, celebró verme acompañado. En el ascensor obsequiaba a Eva toda clase de trasnochadas y elegantes gentilezas. Don Domingo se casó poco después con una mujer de Europa oriental, bastante más joven que él. A partir de entonces se le vio feliz, pero su felicidad duró menos que la nuestra: el corazón de los viejos es un mecanismo delicado. Svetlana se vistió de negro y practicó un duelo público, ostentoso, bastante estrafalario para las contenidas costumbres que, incluso a la hora de dolernos, mantenemos por aquí. Al poco tiempo se desprendió de las telas oscuras y volvió a las blusas de colores vivos, a los pantalones ajustados, a las camisetas de mínimos tirantes. Lucía sus pechos generosos pero blancos, casi azulados de tan pálidos que eran, unos pechos que comprometían los movimientos de cualquiera si se encontraba con ellos, aparatosos, rebosantes, en el angosto ascensor del edificio.

Al tiempo que la vida de Svetlana reverdecía, la de Eva se iba marchitando en medio de una borrasca de nubes grises, tardes de lluvia o de granizo en las que se sentía triste y prefería no salir de casa.

–Eva, te traigo un bollo de la pastelería.

–Quiero ir a otro lugar.

Me sentaba otra vez al borde de la cama, lejos de ella.

–Ayer por la noche vi que te habías comido el bollo. Qué bueno, Eva. Tienes que comer un poco más, tienes que recuperarte.

Hizo como en sus mejores días: extender un brazo tembloroso, buscar a golpes el interruptor de la lámpara de la mesilla, dejar que aquella luz débil y amarillenta iluminara por fin la habitación y permitiera que nos viéramos el uno al otro. Se incorporó. Me pidió un vaso de agua. Corrí a la cocina en su busca y después ella bebió.

–¿Lo ves? –empecé, más animado–. Cuando tomas la medicación te encuentras mucho mejor.

–Irme de aquí –murmuró.

Me detuve, miré las esquinas de la habitación, buscando un asidero al que agarrarme.

–Este es tu sitio, Eva.

Entonces rompió a llorar.

–¿Crees que soy estúpida? –Envió una mirada enferma y rencorosa–. Sé que te acuestas con la viuda del viejo.

De pronto recuperó todas sus energías.

–Estoy enferma, no puedo darte lo que buscas. Por eso jodes con esa puta.

Me había pasado otras veces: cuando sentía el corazón oprimido, cuando el dolor invadía mi conciencia y enviaba algo parecido a la asfixia, me fijaba a modo de escapatoria en detalles mínimos, en cosas sencillas y concretas: el despertador de plástico amarillo, la persiana siempre echada, el sofá orejero que desde hacía meses se había convertido en una acumulación de camisetas, calcetines, bragas sucias.

Elegía en el metro, cada mañana, una mujer de la que enamorarme. Aquella tarde de viernes, de regreso a casa, me fijé en una chica más baja de lo normal. Llevaba una especie de poncho y unas gafas redondas, sin montura: las finas patillas verdes se fijaban en el cristal. Con qué cuidado habría que tratar aquellas gafas, para que no se rompieran. Con qué cuidado habría que tratar a una chica que se pone algo así. Entonces sonó el teléfono.

–Jorge.

–Hola, Ernesto.

–He hablado con Eva.

–Eva se está recuperando.

–Jorge, voy a traerla a casa.

–Es una locura. Ernesto, tú no tienes tiempo para ocuparte de ella.

–Mamá está bien –contestó–. Mamá puede cuidarla. Además, ambas se harán compañía.

–La cuido lo mejor que puedo –supliqué, casi llorando.

–Lo que has hecho está muy mal –terminó Ernesto.

Al día siguiente ya había preparado una bolsa con las cosas de Eva: la ropa, los enseres de aseo, la abundante medicación. Conseguí que se duchara, que bebiera un zumo de naranja. Esperamos en la cocina la llamada de Ernesto. Ella estaba sentada, encogida, mirando al suelo.

Más tarde, en el coche, Ernesto y yo la acomodamos en el asiento de atrás. Después metí la bolsa en el maletero. Ernesto y yo nos miramos. Pensé decirle que mi infidelidad era una de las absurdas obsesiones de Eva, pero comprendí que no serviría de nada. Por alguna razón, cualquier palabra que yo dijera solo serviría para confirmar el delito, para hacerlo más grande, más infame. Extendí la mano y Ernesto, por fortuna, la aceptó.

–Le cuesta tomar su medicación –dije–. Sobre todo por la noche. Si lo intentas con zumo de naranja suele ser algo más fácil.

Ambos miramos el interior del coche. En la parte trasera, una forma oscura, pequeña, se ovillaba, ofreciendo a la realidad la menor superficie de contacto.

–Llamaré a Eva mañana.

–Llámame a mí –respondió Ernesto.

Le entregué un pequeño saco de tela que contenía algunas cosas íntimas, cosas que, en los últimos meses, recluida, Eva había dejado de utilizar: sus pequeñas gafas con montura de pasta rosa, sus gruesos guantes de invierno, sus dos gorros de lana, el verde, el amarillo.

Ernesto entró en el coche, lo puso en marcha e inició la laboriosa tarea en que se demoran los malos conductores a la hora de desaparcar, multiplicando las maniobras mínimas e inútiles. Yo miraba desde la acera. Después de interminables giros y movimientos, logró sacar el coche de la hilera y por fin se alejó, con lentitud, hasta perderse en medio de los ruidos, las calles y la gente.

 

La vida, como un tren de vía única, al que alguien te subió sin tu permiso, un tren que no puedes conducir, ni detener, ni demorar. La vida como un tren en el que viajas profundamente solo, recluido en un vagón donde hace frío, pero albergando la esperanza de que, a pesar de todo, te lleve a un lugar mejor.

Quedaba todo el día por delante. Temía ese momento en que el atardecer empezara a disolver la luz y me encontrara en casa, viendo películas en blanco y negro, pero, por primera vez en mucho tiempo, sin sentir la presencia de Eva en el dormitorio principal. Cabizbajo, entré en el portal y llamé al ascensor. Cuando abrió sus puertas, me di de bruces con Svetlana. Allá asomaban, otra vez, su sonrisa de dientes grandes y ordenados, su piel pálida, azulada, su pecho intimidatorio como un arma.

–¡Hola, señor Jorge!

–Hola, Svetlana.

–Qué día más bonito, ¿verdad?

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Autor: Pedro Ugarte. Título: Un lugar mejor. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Todostuslibros.

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