Ilustración de portada: Augusto Ferrer-Dalmau
“La escalada se convirtió en un áspero símbolo de nuestra lucha”
Siempre recordaré la primera vez que vi los cañones de Navarone. O para ser exacto, primero los vi en la pantalla de un cine y luego los viví en las páginas de un libro. Pero desde el principio estuve dentro de esa historia. Yo era uno de ellos, naturalmente. ¿Quién no lo hubiera sido?
Nos habían dicho que la misión era vital: destruir los cañones de Navarone para permitir que la flota aliada se moviera con más libertad por el Mediterráneo. Pero en el fondo sabíamos que el éxito significaba mucho más que simplemente derribar un par de piezas de artillería. Significaba la diferencia entre la victoria y la derrota, en una guerra que se estaba decidiendo en cada rincón del mundo.
Desde el momento en que nuestro grupo de comandos pisó suelo griego, supe que estábamos en territorio desconocido, no solo en términos de geografía, sino en lo que respecta a nuestras limitaciones. La isla era un laberinto de rocas y sombras, trampa mortal en la que cada paso podía ser el último. La escalada —cómo admiré ese día a Mallory— se convirtió en un áspero símbolo de nuestra lucha; no solo contra el terreno escarpado, sino contra nuestros propios miedos y debilidades. Aquel acantilado no nos daba cuartel. Cada metro ascendido era un recordatorio de lo lejos que teníamos que llegar y de lo mucho que íbamos a sacrificar.
A medida que avanzábamos, que penetrábamos en la incertidumbre y el peligro, la escalada física y emocional se tornaba cada vez más dura y desafiante. Las rocas a superar, el terreno a recorrer, no eran solo piedras y tierra, ni tampoco sólo territorio enemigo, sino monumentos a nuestros miedos y desafíos interiores. Cada nuevo obstáculo, y los hubo por docenas, era una prueba de nuestra resistencia y de nuestra capacidad para mantenernos unidos, serenos y eficaces. Letales para el enemigo. La isla de Navarone, con sus cañones temibles y su terreno despiadado, se convirtió en nuestro campo de batalla tanto exterior como interior.
Pero el terreno y los alemanes no eran nuestros únicos adversarios. Eso lo confirmaría más tarde, leyendo —y viendo en las pantallas de cine— otras historias de Alistair MacLean como Estación polar Zebra, El desafío de las águilas y La isla del Oso. La traición y el espionaje se enredaban con cada paso que dábamos. La misión, que debería habernos unido, a veces parecía separarnos. La desconfianza mutua se hizo evidente, cada hombre a la defensiva, cada decisión cuestionada. La vida en la guerra es un paisaje inseguro, y mucho más en la retaguardia enemiga. Allí nunca sabes quién es realmente tu aliado y quién podría ser un enemigo disfrazado, u oculto. Y cuando la traición finalmente se reveló en Navarone, comprendí cuán delgada puede ser la línea entre la lealtad y la traición.
Durante aquellos días peligrosos, la violencia fue una constante, un espectro letal que nos acompañaba en cada enfrentamiento con los soldados nazis. El sufrimiento desbordaba nuestras vidas y las de quienes encontrábamos en nuestro camino. La visión de la hermosa Anna, una de las guerrilleras griegas que nos acompañaban, luchando por mantener su dignidad en medio de la brutalidad, fue una de las imágenes más dolorosas que me imprimió en la memoria aquella misión. Su valor y sufrimiento nos recordaban la crueldad del conflicto y la determinación —criminal a veces, pues éramos combatientes y no santos— con la que debíamos enfrentarlo. Su silencio y sus cicatrices resultaron más dolorosos, más mortales, que los cañones famosos de aquella isla maldita.
Y al final, cuando logramos cumplir nuestra misión y los cañones fueron destruidos, el alivio, el descanso, la paz, no fue total. Sabíamos que habíamos estado a la altura del deber y el desafío, pero también éramos conscientes de las cicatrices que habíamos dejado atrás, tanto físicas como emocionales. La guerra nos había cambiado, y aunque la victoria era dulce, el precio de conseguirla había sido muy alto.
Así es como recordaré siempre aquellos días: no solo como una aventura épica, sino como una profunda reflexión sobre el sacrificio, la traición y la amistad. En las tierras agrestes de Grecia, en aquella isla de Navarone que nunca existió, aprendí que a veces la mayor batalla se libra dentro de uno mismo, que los compañeros son imprescindibles para la victoria, y que la lealtad no siempre depende de lo dura que tengas la piel. Tal vez la verdadera fuerza se encuentre en la voluntad. En la capacidad de seguir adelante incluso cuando el terreno se vuelve escarpado, casi imposible de escalar.
Queridos amigos, estimados lectores, sean bienvenidos a la isla de Navarone.
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Autor: Alistair MacLean. Título: Los cañones de Navarone. Editorial: Zenda-Edhasa. Venta: Amazon.
Las más desafiantes batallas son aquellas que libramos contra viento y marea, tal vez en soledad, conteniendo la desesperación y auyentando los miedos.
Me inspira este comentario del señor Perez Reverte un cuento que he escrito titulado la Cima, estimados amigos, aquí va:
La primavera es una época del año en la que se desea estar al aire libre, esa sensación sintió Gabriel esa mañana al abrir la ventana de su cocina mientras disfrutaba de su café cuando esa brisa le acariciaba su cara recordando su juventud. A sus setenta y cinco años muchas cosas ya no quería realizar, recordaba bien todavía las que había hecho y sabía todas las que no quiso o no pudo hacer.
Frente a él estaba el inmutable cerro al cual había subido cien veces pero ahora su rodilla se lo impedía. Vivir solo es un poco triste, pensaba, porque no se puede compartir la vida; su perro le ayudaba en algo, pero, solo era un perro…bueno, aunque sultán no era cualquier perro, era un Beagle muy inteligente y fiel compañero en las largas noches invernales cuando Gabriel disfrutaba de sus libros, su coñac, su música y el fuego del hogar.
—¿Tienes hambre?…bueno aquí tienes tu comida…¿tienes sed?, muy bien toma tu agua. —mientras Gabriel le decía esto, colmaba de alimento y agua los cacharros de su perro, mientras este lo miraba y movía su cola.
—Estoy pensando Sultán en realizar una última trepada al cerro …sí, ya sé, que hacer con mi rodilla…¿qué pasaría si la dejo de lado como si no me doliera?…sabes, debería probar de usar muletas, con ellas no apoyaría mi pierna izquierda y entonces no me dolería…ya se que subir un cerro con muletas suena a un disparate, pero, sabes una cosa…a mi edad tengo deseos de hacer alguna locura. —Gabriel le decía esto a su perro, tomando su café y mirando hacia el cerro en tanto el sol comenzaba a iluminar su falda tapizada de aromos y palos azules.
—¡Vamos al pueblo a comprar muletas Sultán!.
Después de estacionar su camioneta frente a la ferretería, a cuyo propietario lo conocía de joven, entró al local con su perro y le dijo al ferretero, el cual era un hombre de baja estatura, calvo y algo excedido de peso, al cual toda la vida lo vio vestido con el mismo mameluco color azul.
—Disculpe buen hombre, ¿no sabría decirme donde puedo encontrar una ferretería en este pueblo de mala muerte?.
—Se nota que un viejo huraño se levantó hoy de buen humor —le respondió aquel señor detrás del mostrador, que estaba repleto de herramientas— pobre Sultán, que castigo le tocó vivir, con un amo así.
—Roque, necesito comprar un par de muletas, ¿dónde puedo conseguirlas?, tienes idea.
—Yo iría a una ortopedia, pero en este pueblo de mala muerte no vas a encontrar —le dijo el ferretero a Gabriel, desquitandose de la broma anterior, mientras corría una regadera para verle la cara a su amigo.
—No tengo todo el día para perder el poco tiempo que me queda de vida, ¿sabes o no?.
—Lo mismo decía mi tía, y vivió hasta los ciento dos años. —le respondió el ferretero a Gabriel—, ¿para que necesitas muletas si con el bastón te manejas bien?.
—Quiero trepar el cerro y necesito muletas para que no me duela la rodilla —le dijo en forma contundente Gabriel a Roque, que al escuchar tal cosa le respondió.
—Evidentemente compruebo que te has vuelto loco, avisame cuando vas a realizar la trepada así coordino con los rescatistas para que vayan a buscar tu cuerpo, trata de que no sea un fin de semana, porque es cuando descansan los muchachos; ¿donde te parece bien que te enterremos?.
—Por lo único que lamentaría morirme, es no poder llegar a verte con un traje al menos una vez en mi vida aunque fuera mi velorio —le dijo Gabriel a su amigo dirigiéndose a la puerta.
Después de irse de la Ferretería Gabriel se dirigió al “local de antigüedades”, eso decía el imponente cartel sobre la entrada, en realidad todo el pueblo lo llamaba el negocio de cosas viejas, el cual era atendido por su dueño que era más viejo que las cosas que allí exponía, le decían Don Pedro.
—Estimadisimo Don Pedro, necesito algo que usted seguro debe tener —le dijo Gabriel al entrar a un señor encorvado de pelo blanco.
—Qué necesitas hijo, —dijo el anciano.
—Necesito muletas.
—Dame unos minutos que voy a ver al depósito —le dijo el amable hombre a Gabriel.
Mientras esperaba, podía escuchar como en la otra habitación se corrían cosas pesadas y una nube de polvo salía por la puerta; al cabo de un rato salió Don Pedro sacudiendo sus ropas con un par de muletas, una aparentemente sana y otra quebrada al medio
—Solo te puedo ofrecer estas Gabriel.
Después de cerrar el trato comercial, Gabriel con su perro y las muletas se dirigió de regreso a su casa.
Al día siguiente acondicionó en su taller las muletas a su estatura, que era muy superior a la de su anterior dueño; desde el punto de vista formal, eran desastrosamente feas pero podrían llegar a cumplir honorablemente su objetivo. Esa misma tarde una vez terminadas, probó su funcionamiento. Al principio le resultaban muy incómodas y sentía cierto desequilibrio pero poco a poco fue adquiriendo destreza, y su desplazamiento en un terreno plano era bastante rápido sin que el dolor en su rodilla fuera un impedimento.
Esa noche Gabriel se fue a dormir pensando en una estrategia para poder llegar al objetivo que se había propuesto, su contextura física aún era buena, recordaba que su última trepada la realizó cuando tenía cincuenta años y tardó diez horas en subir a la cima con buen tiempo; pero ahora, subir esas pendientes en donde en algunos tramos había piedras sueltas, con muletas, era otra cosa; es cierto que conocía aquellos senderos como la palma de su mano, no obstante era consciente del peso de los años y el mal estado de su rodilla. La parte más complicada eran los últimos cincuenta metros en los cuales se tenía que ayudar con sus manos y brazos, hacerlo con muletas era imposible, la única forma era soportando el dolor, no existía otra posibilidad, pero eso lo resolvería en su momento.
Al día siguiente, cuando el sol despuntó, Gabriel ya había desayunado, tenía colocada su mochila, y ató a Sultán mediante una Correa a su cinturón.
—Es ahora o nunca Sultán, ¡vamos!. —Después de decirle esto a su perro, comenzó con su proyecto de trepar el cerro.
El primer tramo de la subida era una pendiente suave que disfrutaba a pesar de ser su marcha muy lenta, al no apoyar su pierna izquierda sobre el piso la rodilla no le molestaba pero el peso de su cuerpo a cada paso era soportado por sus brazos y esto se transformó con el correr de las horas en una carga difícil de llevar; en dos horas recorrió lo que anteriormente lo realizaba en media, esto le indicaba que en un solo día no podría realizar la travesía y no tenía un equipo preparado para pasar la noche por lo cual decidió regresar para prepararse mejor.
—Regresemos compañero, la próxima vez vendremos mejor preparados, necesitamos una carpa, farol, más agua y comida, esto fue solo un intento de práctica. —esto le decía Gabriel a su perro, emprendiendo el regreso.
Después de otra incursión de compras en el pueblo, Gabriel se equipó para intentar de nuevo la trepada; esta vez la mochila pesaba bastante más, pero sabía que para alcanzar la cima debía de pasar una noche en la montaña. Todo estaba preparado, salió al amanecer con Sultán que parecía disfrutar muchísimo del viaje.
Para el mediodía el trayecto recorrido le resultaba a Gabriel satisfactorio, se sentía cansado pero entusiasta, después de comer unas frutas y darle unos granos a su perro, se recostó sobre una gran piedra bajo la sombra de un árbol, allí se quedó dormido sintiendo una brisa reparadora. Al despertar, se sintió algo dolorido, pero a poco de comenzar a caminar se le pasó, ahora el terreno era más empinado, en un descuido pisó una piedra floja que por poco se dobla el pie. Se sintió orgulloso cuando llegó al montículo de piedras, el cual era un mojón que indicaba el camino correcto para los jóvenes senderistas; desde que era un niño esas piedras llenas de musgo siempre estuvieron allí, aprovechó para sacarse una selfie junto a su perro y el mojón de rocas.
Cuando el sol comenzaba a bajar, Gabriel decidió buscar un lugar para pasar la noche; en un sector del terreno bastante plano sin malezas protegido por tres grandes rocas armó la pequeña carpa estructural, recolectó ramas secas y esperó a que anochezca para encender una fogata, de cena calentó un guiso que trajo desde su casa y lo compartió con su fiel compañero.
—Aquí estamos Sultán, si todo sigue bien, mañana estaremos acampando en la cima, debo confesarte querido amigo que te ha tocado en suerte un amo muy loco —mientras Gabriel le decía esto, el fuego le iluminaba los ojos a su perro, que se había acomodado junto a su pierna, dejándose acariciar con gusto.
Cuando el fuego se consumió lo terminó de apagar con agua y después se metieron en la carpa.
Al día siguiente Gabriel se despertó sintiendo el hocico de su compañero en su oreja, era hora de que abriera el cierre de la carpa para dejarlo salir.
La mañana estaba fresca, y una brisa persistente soplaba del sur, después de encender fuego, calentó café y lo acompañó con unas galletas dulces que compartió con su perro.
Después de acomodar y guardar todo en la mochila, continuó con su viaje; un paso a la vez, se decía, un paso a la vez.
Al cabo de una hora esperaba ver un estrecho entre dos rocas muy grandes por el cual siempre había pasado, pero en lugar de eso, solo había una pendiente bastante pronunciada de ripio, cuya superficie no le brindaba mucha confianza. Había llegado a la mitad de la misma cuando su pie derecho resbaló y se dio cuenta que perdía el equilibrio; atinó a liberar la correa de Sultán cuando comenzó a rodar cuesta abajo sin control; sentía fuertes golpes en su cabeza y en sus piernas hasta que todo su cuerpo impactó muy fuerte en un árbol, allí perdió el conocimiento.
Cuando despertó, su perro le estaba lamiendo su cara, antes de moverse recorrió con su mente todo su cuerpo, sentía un fuerte dolor en su cintura, después empezó a mover lentamente sus extremidades para corroborar si había quebraduras, aparentemente no, pero con su mano se tocó la frente de la cual brotaba sangre. Lentamente se sentó recostando su espalda en el árbol, y acarició a Sultán que movía su cola. Al ver como quedó esparcido todo su equipo, comprobó que había rodado unos cincuenta metros. El brazo derecho le dolía bastante, y tenía su camisa desgarrada en el hombro. Su mente algo más clara empezó a realizar conjeturas y alternativas, a pocos metros podía ver su teléfono destrozado, esto le impediría pedir auxilio. Cuando pudo sacar su pañuelo del bolsillo de su pantalón, presionó la lastimadura de su frente y pudo parar la hemorragia. Por la ubicación del sol se dio cuenta que estuvo desmayado casi tres horas; la única posibilidad de salir de su situación era hacerlo por sus propios medios; por fin decidió incorporarse y al ponerse de pie se sintió reconfortado porque a pesar de los golpes recibidos podía caminar. De rodillas y apoyando sus manos en el piso fue juntando cada una de las cosas; hasta que pudo armar nuevamente con mucho esfuerzo el campamento, sus muletas habían desaparecido, la carpa la pudo levantar en una pequeña superficie plana, pero no tenía más fuerzas para juntar leña. Se había levantado un viento frío, por lo cual se metió en la carpa y solo comió un chocolate, siempre acompañado de su inseparable y fiel compañero.
Cuando se despertó le dolía todo el cuerpo pero su cintura mucho más, lentamente pudo abrir el cierre de la carpa para dejar salir a Sultán, cuando la abrió pudo ver un día hermoso con el sol brillante; se puso de rodillas y con sus manos en el piso salió, el sol empezó a calentar su cuerpo y esto lo reconfortaba, necesitaba tomar algo caliente, pero sin leña a mano era imposible; se conformó tomando agua de su cantimplora. En su mente empezó a formarse la idea de regresar, su proyecto fue la locura de un viejo, se dijo; sintió la necesidad de estar en la comodidad de su casa, en el momento que pensaba estas cosas, junto a su perro apareció una chica con un vestido floreado, alpargatas blancas, su pelo era negro como sus ojos, con dos trenzas cortas y tez morena, que con una amplia sonrisa que permitía ver su blanca dentadura le dijo:
—Hola Gabriel, hace mucho que te espero, por fin decidiste venir, me alegra mucho.
Gabriel sorprendido respondió:
—¿De dónde me conoces niña?.
—-Te conozco desde siempre, desde cuando eras joven, yo siempre estuve aquí, pero tú estabas entretenido en otras cosas, y no me tenías en cuenta.
Gabriel no entendía tal afirmación, pero esa chica estaba allí presente, su perro la miraba sin ladrar.
—¿Quieres aún llegar a la cima, o prefieres regresar?, —le dijo la niña.
—No sé si puedo regresar —le dijo Gabriel desanimado.
—Todos podemos intentar lo que se nos ocurra, lograrlo o no depende de otras cosas —le dijo la niña tendiendo su mano.
Cuando Gabriel le tomó la mano a esa niña y se incorporó, sucedió algo inesperado, al apoyar su pierna izquierda en el piso ya no le dolía, tampoco su espalda ni su hombro.
—¿Quién eres señorita? —le dijo Gabriel a la niña.
—Digamos que soy tu ángel guardián, no necesitas saber más, solo dime que quieres hacer.
—En este momento me siento fortalecido, tengo deseos de seguir, no siento dolor alguno. —dijo Gabriel levantando su pierna y moviendo su brazo que estaba dolorido.
—-Pues entonces vamos, no hay tiempo que perder si quieres llegar antes de la noche a la cima. —le dijo la niña sin soltarle la mano y mirando el camino.
El resto del trayecto, fue placentero, Gabriel no sentía cansancio, y podía sortear todos los obstáculos complejos sin inconvenientes, la niña no le hablaba, solo lo guiaba; Sultán caminaba junto a Gabriel moviendo su cola y de tanto en tanto daba un ladrido de algarabía.
Por fin se detuvieron frente a la última etapa, era necesario subir por un muro casi vertical de piedra de unos seis metros de alto que era el único acceso posible.
—Ahora depende de ti Gabriel —le dijo la chica desconocida.
Gabriel puso a Sultán dentro de la mochila, se la colocó en su espalda y comenzó a trepar; era necesario aferrarse con las manos en los huecos e ir apoyando los pies con precisión en las piedras salientes sin perder el equilibrio; en un momento de la subida no podía encontrar un hueco o saliente para agarrarse con su mano derecha, hasta que por fin estirándose todo lo posible encontró una pequeña rama o raíz, trato de arrancarla para comprobar que fuera segura, como estaba bien firme, de allí se tomó y pudo continuar.
Por fin llegó el premio mayor, con un cansancio enorme, pudo llegar a la pequeña plataforma que tenía una gran piedra triangular, allí se sentó con su espalda recostada en ella y pudo ver un espectacular atardecer; cuando quiso avisarle a aquella niña que por fin estaba en la cima y agradecerle, esta ya no estaba. Allí se quedó Gabriel contemplando la caída de sol más espectacular de toda su vida, mientras acariciaba a su perro hasta que se quedó dormido.
Dos senderistas encontraron a Gabriel y a su perro en la cima del cerro a la mañana siguiente, él estaba en muy mal estado, con su frente ensangrentada y su ropa destrozada, le pudieron dar agua y llamaron a los rescatistas.
Los avezados jóvenes lo pudieron bajar a Gabriel que estaba inconsciente atado a una camilla en no más de cuatro horas, abajo lo esperaba una ambulancia que lo llevó al hospital.
—¿Me escuchas Gabriel?, ¿me escuchas?.
Gabriel desde la cama del hospital, conectado a una bolsa de suero y otros aparatos, pudo abrir el ojo que aún tenía sano y ver la cara redonda de Roque el ferretero.
—Decime una cosa Roque, ¿estoy vivo?
—Si viejo loco, estás vivo. —le respondió su amigo aliviado.
—Me parecía, porque estás con el overol de siempre. —le dijo Gabriel a su amigo con un hilo de voz— ¿cómo está Sultán?.
—Mejor que vos, está en mi casa, decime una cosa Gabriel, siempre supe que estás chiflado, pero esto que hiciste es imperdonable, podías haber muerto, si no pasaban esos dos muchachos que te vieron, hoy no estabas contando el cuento… no obstante, lo que nadie puede entender es, cómo pudiste hacer para llegar a la cima, nadie lo comprende, con muletas y a tu edad, es imposible.
Gabriel tomando la mano de su amigo le dijo en voz baja:
—Acércate; —cuando su amigo se acercó a Gabriel este le dijo:
—Si te cuento cómo logré llegar, no me lo vas a creer, ni vos, ni nadie.
Habré leido el libro unas tres veces. La película, no sé, quizàs cuatro. Pura aventura. Horas de placer leyendo y, como dice don Arturo, sintiéndote uno de ellos. Héroes. Estos que ahora la izquierda cutre califica de fascistas. El valor. Ese vicio reprobable que los nuevos relatos políticos posmodernos denostan. Fascistas. Se ve que ahora los alemanes nazis eran antisistema y progresistas.
Quien no haya leído esta novela no sabe lo que es la aventura. Ni el valor. Ni los héroes.
Excelente prólogo.
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