Todo en Japón, la más elemental manifestación de su cultura, el modo particular que tienen los nipones de entender el mundo o a sí mismos, sus protocolos, sus costumbres, sus formas de relacionarse, emanan directamente de la religión, de una suerte de credo sincrético que hunde sus raíces milenarias en el sintoísmo, el budismo y el confucianismo.
Los japoneses otorgan a los pilares en los que basan su comportamiento como sociedad un valor místico. Por ejemplo, la preservación de pureza, uno de los preceptos dimanados directamente del sintoísmo, requiere la observación de ciertas actitudes que ellos consideran puras, como son la armonía, la lealtad, la honestidad, el deber o la gratitud.
De acuerdo con esta creencia nativa, se rinde culto a los kami ( 神 ), seres espirituales asociados con la divinidad o con todo lo que es elevado, noble o sagrado, como, por ejemplo, el emperador.
Los kami no son dioses desconectados o en dicotomía de su creación, sino concebidos de manera empírica, presentes en la vida cotidiana, naciendo constantemente por méritos propios. Se suele utilizar la expresión Yaoyorozu-no-kami ( 八百万の神 ), cuyo significado equivaldría a “incontable”, para determinar el número de seres que componen el panteón sintoísta. A cualquier persona, objeto, fenómeno natural o elemento al que se considere poseedor de una fuerza superior y se le otorgue, por lo tanto, la cualidad de venerable, se le puede considerar, asimismo, un kami.
El budismo llegó a Japón en el siglo VI. Su tolerancia para con otras religiones y su ausencia de dogmatismo son características compartidas con el sintoísmo preexistente, que facilitaron que ambas religiones se yuxtapusieran en una convivencia tan plena que desdibujó los límites entre ellas. No obstante, el mahāyāna hizo sus aportaciones. Enseñó a sus practicantes a tener una voluntad inquebrantable, a luchar contra las pasiones y las futilidades, y, por encima de todo, la obediencia al otro y la adherencia a las enseñanzas de un maestro.
Estos preceptos calaron de manera profunda y efectiva en la mentalidad del pueblo japonés, especialmente de las clases más altas. Tanto es así que la propia palabra samurái, con la que se designa a los legendarios y admirados guerreros de la élite militar del antiguo Japón, proviene del verbo saburau ( 候う), que se traduce como “el que espera una oportunidad” o “el que sirve u obedece a otro”.
Del confucianismo, por su parte, proviene el valor que el pueblo del sol naciente otorga a la familia, la base fundamental de su idiosincrasia. Pero también un concepto moral del orden y de la cortesía. Por otro lado, se podría considerar que las enseñanzas de Confucio son las que confieren a los japoneses su carácter ceremonial.
Estas nuevas doctrinas llegan a Japón de manera paulatina a partir del siglo V, a través de la inmigración china, facilitando un proceso de asimilación lento y gradual. Esto permitió que los preceptos confucianos fueran “adaptados” a las circunstancias del país anfitrión y que la mezcla de la nueva doctrina fuera concordante con las diferentes corrientes filosófico-religiosas que ya habían confluido en el archipiélago.
Los kabukimono y los machiyakko
El confucianismo alcanzará su máxima influencia a partir del siglo XVII, durante el período Edo ( 江戸 ) o Tokugawa ( 徳川時代 ), precisamente el mismo en el que podemos situar el nacimiento de la protomafia japonesa.
En esta etapa, que abarca de los siglos XVII al XIX, los samuráis pierden buena parte de sus privilegios. Al establecerse el soghunato Tokugawa se hacen más innecesarios y solo unos pocos seguirán al servicio directo del shogun para la protección de los daimyō. Estos serían conocidos como los hatamoto ( 旗本 ). El resto se ve obligado a reconvertirse en mercenarios ronin ( 浪人 ), en campesinos o, simplemente, en delincuentes.
Entre los primeros, los hatamotoyakko ( 旗 本 奴 ) eran los más jóvenes y pendencieros que, en tiempos de paz, se volvían terriblemente peligrosos. Para matar el aburrimiento, mataban personas, literalmente. No era inhabitual que rajaran a algún ciudadano desprevenido solo para demostrar a otro bravucón el filo de su katana, durante un siniestro rito conocido como tsuji-giri. Eran matones, samuráis de bajo rango que, mientras el señor no requiriera sus servicios, se buscaban la vida como sicarios o como saqueadores de caminos. Eran también conocidos como kabukimono (傾奇者), algo así como “locos”, fácilmente identificables por sus extravagancias: su comportamiento solía ser indecente, vestían kimonos de colores chillones, a veces de mujer, enharinaban sus rostros, sus armas estaban profusamente decoradas o tenían hojas que excedían la longitud recomendable, dejaban largos sus cabellos y los peinaban de forman estrambóticas… Hablaban dando voces, a veces se ponían a bailar en medio de las calles. Se unían en bandas que, igualmente, adoptaban nombres chocantes como La Banda de Todos los Dioses.
Nótese que la raíz de la palabra kabukimono coincide con el nombre que se le da a un tipo de teatro tradicional japonés, el kabuki, caracterizado por las tramas dramáticas y la profusa gestualización de los actores, que maquillan sus rostros exageradamente. No se trata de una coincidencia: este género teatral originalmente era considerado como el cabaret o el burlesque más sórdido de nuestros días. Era comúnmente ejecutado por prostitutas, hasta que la mujer fue prohibida en escena, un espectáculo escandaloso y hasta violento en algunas ocasiones. Por esa razón, aquellos macarras que gustaban de sembrar el terror en las ciudades adoptaron la misma estética para así ser reconocidos como gentes poco recomendables.
Para defenderse de los ataques cada vez más frecuentes de los hatamotoyakko, las ciudades armaban como podían a algunos de sus ciudadanos en una especie de milicia civil conocida como machiyakko o “pueblo”. Lo formaban chōnin o vasallos del shogun de muy diversa procedencia: tenderos, artesanos, posaderos, albañiles, incluso vagabundos o algunos ronin.
Sus paisanos los consideraban héroes, por más que, ocasionalmente, caían en los mismos pésimos hábitos de sus oponentes y aprovechaban su fuerza para saquear u organizar alguna gresca con aquellos a los que debían proteger.
Ambos grupos, los kabukimono y los machiyakko, formaban asociaciones muy firmes, basadas en una inquebrantable e inusual lealtad entre ellos, casi de hermandad, jurando protegerse los unos a los otros frente a cualquier opositor, incluso de sus propias familias, y se sometían obedientemente al criterio y voluntad de un líder.
Algunos especialistas consideran a la yakuza “herederos” de aquellos pandilleros bravucones que no mostraban piedad ni respetaban obstáculos para hacer lo que les viniera en gana. Por el contrario, los propios gánsteres actuales se identifican con los machiyakko, las milicias populares, y se consideran a sí mismos servidores y protectores del pueblo. De hecho, aparecen ante la administración como asociaciones filantrópicas, de ayuda mutua. No se ocultaban ni se movían únicamente por los bajos fondos, incluso mantuvieron sedes sociales, en locales abiertos al público, rotulados con el distintivo del clan al que pertenecían, hasta que por fin, en 1992 se promulgó la ley antibandas que prohibió, entre otras cosas, este tipo de exhibiciones.
Hasta hace relativamente poco tiempo, esta fachada de bienhechores apantallaba ante los ojos de gran parte de la población la verdadera naturaleza de los hampones. En parte, la buena imagen conseguida se debía a que, supuestamente, los yakuza no matan katagis (gentes fuera de la organización) y que la sangre solo corre contra otros miembros por cuestiones de honor. Además, siempre han sido los primeros en acudir en ayuda de los damnificados por catástrofes, garantizan la seguridad de quienes están bajo su protección y mantienen libres de delitos sus territorios. Pero en contra, han sacado históricamente provecho ilícito de adjudicaciones y contratos públicos —como ocurrió con la mano de obra enviada para las labores de limpieza del desastre de Fukushima—, coaccionan a empresarios y ciudadanos para adherirse a sus servicios y someterlos a sus condiciones, y trafican, roban y extorsionan en aquellas zonas donde a ellos les parece que puedan establecer sus verdaderos negocios.
La mafia japonesa es la más numerosa del mundo. En un país que cuenta con unos 127 millones de habitantes, unas 100.000 personas forman parte de la yakuza, según los datos de la Agencia Nacional de Policía. Para Masaki Yasuda, escritor especializado en crimen organizado, serían, al menos, el doble. Su penetración ha alcanzado prácticamente la totalidad de los estamentos sociales japoneses, afectando a sectores como el comercio, la pesca, la importación de automóviles, las inmobiliarias, la construcción, la ingeniería civil, el entretenimiento, las agencias de trabajo temporal, la restauración, el cambio de moneda y, por supuesto, la política, entre otros. Se les asocia con grupos ultranacionalistas de extrema derecha que están implicados en actos de sabotaje de eventos de partidos opuestos, boicot a huelgas y hasta actos terroristas. Pero, como buenos japoneses, toda su organización se rige por la estricta tradición, y por eso tratan de legitimar su origen, considerándose legatarios de los machiyakkos, cuando, en realidad, es de otros gremios medievales de donde proceden.
Los tekiya y los Kagushi
Los tekiya ( 的 屋 ) y los Kagushi ( 香 具 師 ) eran vendedores ambulantes —aunque los segundos estaban especializados en el comercio de remedios medicinales milagrosos— que viajaban de ciudad en ciudad por todo el shogunato durante la celebración de ferias y festivales religiosos. Eran lo que nosotros llamaríamos charlatanes. Estos buhoneros se unían en cooperativas, grupos más o menos regulares, que recalaban juntos allí donde la coyuntura les pudiera procurar mayores ganancias. Mediante el pago de una cuota aseguraban un puesto en el mercado y disfrutaban de seguridad privada.
Los tekiya formaban parte de una de las castas más bajas de la sociedad y se habían ganado a pulso su mala reputación, pues comerciaban con cualquier cosa, casi siempre de mala calidad y de manera engañosa, legal o ilegal, desde alimentos hasta prostitución.
Pero, aún más abajo en el sistema de clases estaban los bakuto, los jugadores profesionales, considerados proscritos, aunque en algún momento llegaron a ser instrumentos del poder. Los primeros bakutos, de hecho, fueron reclutados por oficiales del gobierno, bajo la administración Tokugawa, para recuperar en las timbas una parte de los salarios que pagaban a los obreros de las infraestructuras que se estaban construyendo por todo el país. No tardaron en expandirse, apareciendo allí donde el dinero cambiaba de manos con facilidad, en los festivales religiosos, los mercados y en las grandes vías que comunicaban con la capital, por donde transitaban con frecuencia los señores, acompañados de servidores y escolta.
Se cree que es también a los bakuto a los que el crimen organizado nipón debe su nombre: en el juego de cartas oicho-Kabu, similar al bacarrá o al black jack y muy habitual en sus timbas ilegales, la peor mano que se puede tener es un ocho, un nueve y un tres, llamada en japonés ヤク, fonéticamente [ya ku za] . El nombre de esa combinación perdedora se refería, por extensión, a cualquier cosa inútil y, por alguna razón, acabaron adoptándola los gánsteres para referirse a sí mismos, como algo descartado por la sociedad, prescindible y nacido para perder. En resumidas cuentas, como carne de cañón.
Desde el principio, los tekiya y los bakuto tuvieron caminos distintos pero paralelos, y hasta simbióticos, porque los puestos de los primeros eran un reclamo para la gente y por lo tanto para el dinero, y las partidas de los segundos animaban las ferias, retenían a los clientes, les hacían tener cosas que celebrar, o que olvidar, en cualquier caso gastando más caudales en los mismos tenderetes. Salvo que, a diferencia de los jugadores, los tekiya fueron promocionados socialmente. De hecho, a mediados del siglo XVIII, las autoridades feudales reconocieron y dieron poder a los jefes tekiya permitiéndoles la dignidad de “un apellido y dos espadas”, símbolos de estatus muy similares a los de los samuráis. Esto, junto con el crecimiento de las ciudades, dio alas a ambos gremios y a sus bandas, que se propagaron hasta el último rincón.
El oyabun y el kobun
Al frente de cada grupo tekiya o bakuto estaba el oyabun, vocablo que se traduciría como “el que hace de padre”, es decir, el padrino. El resto de hombres bajo sus órdenes son los kobun, es decir, sus ahijados, y el grado de autoridad entre ellos se establecía por antigüedad.
Las obligaciones del oyabun para con los kobun eran las de brindarles asesoramiento, protección y ayuda, y a cambio sus adeptos le ofrecían una lealtad inquebrantable, obediencia ciega y servicio indiscutible. El oyabun era la máxima autoridad de su clan, de la misma manera que el padre natural tenía absoluta potestad sobre sus hijos, hasta para elegir sus parejas o sus profesiones.
Este sistema, que sigue estructurando las relaciones sociales en el Japón actual, es un reflejo de la familia tradicional, la institución más sagrada para los nipones que, como hemos dicho, viene infundida por la doctrina confuciana, pero entre no consanguíneos, por lo que los lazos se establecen de manera ritual.
La entrada en el clan se formalizaba con una ceremonia, conocida genéricamente como sakazuki, que se emplea también en las bodas tradicionales, en confraternizaciones y otros momentos clave en la vida de los japoneses, tal es su valor simbólico y espiritual.
La yakuza moderna sigue llevando a cabo este mismo ritual para aceptar el ingreso de un nuevo miembro en la banda. El sakazuki tiene también un significado religioso y una puesta en escena muy formal. Se elige un día propicio para su celebración, a la que deben acudir todos los miembros de la organización. Deben vestir al modo tradicional, usando kimono, y el lenguaje es culto, empleando maneras y palabras que rara vez se utilizan de forma coloquial.
El rito lo preside un altar shintoísta, colocado en una habitación que ha sido previamente purificada, también de forma ceremonial. Sobre el ara penden tres pergaminos con la representación de las divinidades invocadas. En el caso de los bakuto solían ser Hachiman-shin (dios de la guerra), Amaterasu Ō-Mikami (diosa del sol y ancestro de la Familia Imperial) y Ama-no-Koyane-no-mikoto (deidad del templo de Kasuga). Los tekiya, también hoy en día, cuelgan a la derecha a Kinjō Tennō (el emperador reinante en ese momento), a la izquierda a Amaterasu de nuevo, y el centro queda reservado para Shinno, su patrón, un antiguo dios chino de la agricultura, a quien atribuyen además la creación de la medicina para ayudar a los enfermos y a los pobres.
Se encienden doce velas, una por cada signo del zodiaco, para que queden representados análogamente todos los invitados. Además, se disponen una serie concreta de ofrendas que serán empleadas más tarde por los celebrantes: una botella de vino de arroz (sake), un puñado de sal, y dos pescados tai (pargo) crudos, uno de mayor tamaño que el otro, colocados el primero sobre el segundo, representando la relación jerárquica que ha de existir entre un padre y un hijo, entre un oyabun y un kobun.
Un torimochinin (mediador) o un azukarinin (custodio), actúa como oficiante y es el garante de que todo se realice de acuerdo con la debida liturgia: prepara el pescado, luego introduce un pedazo en cada taza, junto con un puñado de sal, después sirve el sake en el cuenco del padre, que llena hasta el borde, y en el del hijo, que apenas tendrá un sorbo. Si este ritual tiene lugar entre dos iguales, por ejemplo, dos jefes de clanes diferentes que quieren darle sacralidad a un pacto, ambas tazas contendrán la misma cantidad de líquido.
Una vez dispuesta la bebida, oyabun y kobun la toman de sus recipientes y luego los intercambian. Cuando han vaciado el contenido, el recién integrado en la banda envuelve la taza en un papel especial y la guarda en el bolsillo. El gesto se interpreta como la lealtad que el nuevo prosélito guardará de por vida a su líder.
A continuación, el maestro de ceremonias se vuelve con solemnidad hacia el kobun y le advierte sobre futuros deberes: “Habiendo bebido de la copa del oyabun y él de la tuya, ahora debes lealtad a la ikka (familia) y devoción a él. Incluso si tu esposa e hijos se mueren de hambre, incluso a costa de tu vida, tu deber ahora es con el ikka y el oyabun”. Otra fórmula vigente dice: «De ahora en adelante, no tienes otra ocupación hasta el día de tu muerte. El oyabun es tu único padre; síguelo a través del fuego y la inundación».
El ritual concluye con la ofrenda de más sake y otros regalos a los dioses. Después, los asistentes acuden a una casa de baños, donde los yakuza puedan exhibir sin problemas sus tatuajes. Cuando llega la noche, la ceremonia pierde toda su formalidad y se transforma en fiesta hasta el amanecer.
El sakazuki se emplea no solo en las iniciaciones, sino también cuando algún miembro promociona, cuando hay que firmar la paz con una banda rival o cuando dos clanes se fusionan, entre otras ocasiones.
A partir del momento en que un kobun es aceptado, igual que ocurría en los tiempos de los originales tekiya y bakuto, se instalará en la casa de su padrino. Allí se hará cargo de todas las tareas que le demande el oyabun, por arduas que estas sean: cocinar, pulir el suelo, cuidar de los niños o hacer recados. Durante tres años, los postulantes compartirán su techo y no dispondrán de tiempo libre. Es también una forma de medrar, al mismo tiempo que van aprendiendo lo que se les pedirá para mantener el negocio.
El kobun debe estar dispuesto a cualquier cosa por su oyabun: a ser su teppoudawa, su pistolero, y matar cuando se lo ordene, o incluso a declararse culpable de un crimen que no haya cometido y ser encerrado en la cárcel de por vida para librar de la condena al verdadero culpable, si su padrino así lo establece. Tanta es la devoción que los componentes de una familia yakuza sienten por su líder que cuando muere, llegan a comerse sus cenizas.
Esta clase de veneración es una de las reglas del Jingi, el código ético que regirá, a partir del momento de su ingreso, el comportamiento del nuevo componente de la banda, de igual modo que gobierna el de todos sus hermanos y el de los yakuza, en general.
Jingi significa «humanidad, benevolencia, justicia». En el confucianismo, este código es considerado el principio básico de la moralidad. En el Japón feudal era el mismo que conducía la conducta de los samuráis, pero también la de los tekiya y los bakuto entre ellos, así que, finalmente, fue asumido por los grupos de crimen organizado.
En cualquier caso, la obediencia que exige el código jingi está dominado por el giri, el concepto shintoísta de la gratitud, que los japoneses convierten en un deber. Para ellos, demostrar veneración a su superior, sea un maestro o un padre (natural o adoptivo, como el oyabun) es una manera de mantener la armonía, pues al pensar en el otro antes que en uno mismo dan prioridad a la comunidad.
El giri rige todo tipo de relaciones sociales en Japón, en el seno de las familias y también en las empresas. Desde el momento en el que alguien tiene algo que agradecer a otra persona, se genera la obligación de corresponderle de alguna manera. Esto nos lleva, en una de sus formas más radicales, a otro sangriento ritual yakuza: el yubitsume o amputación de la falange de un dedo, empezando por el meñique.
Se cree que esta ceremonia es heredada directamente de los bakuto: ocasionalmente, este autocastigo era aceptado para condonar las deudas de juego a las que no se podía hacer frente económicamente. En el caso de que el entrampado fuera un caballero, la mortificación era más riesgosa, pues en la esgrima japonesa el dedo pequeño es fundamental para sujetar la espada.
En 1971 se tuvo constancia de que al menos el cincuenta por ciento de los bakuto se habían practicado a sí mismos yubitsume; el diez por ciento de ellos, en dos ocasiones o más.
En la moderna yakuza, la mutilación, que se brinda al oyabun, sirve como disculpa a una desobediencia, para expiar un grave error, para saldar, igualmente, alguna deuda, o para evitar ser expulsado de la familia; a esto le llaman “dedo muerto”. Cuando, sin embargo, la amputación se la realiza algún jefe menor para salvar a un subordinado, el ritual se conoce como “dedo vivo”. También se acepta, a veces, como salvoconducto para abandonar el clan.
Hay una forma correcta de realizarlo: se taja la piel en círculo, a lo largo del perímetro de la falange que se va a amputar. Después, se separa y se empuja la carne para dejar a la vista el hueso, que se ha de seccionar de un solo golpe. El fragmento separado se envuelve en papel y se hace llegar al oyabun con una disculpa por la afrenta que ha requerido tal castigo.
La yakuza y la mafia
Hay otras reglas incluidas en el código de honor de la yakuza que se han de contemplar con absoluta disciplina o podrían ser castigados hasta con la muerte. Pueden encontrarse en carteles que cuelgan de la pared en los cuarteles generales de los clanes. En conjunto, son unas normas que les alejan de manifestar cualquier conducta descortés e impiden que se involucren en delitos comunes.
A un miembro de la yakuza le está terminantemente prohibido el robo y, pese a que las bandas estén involucradas en el tráfico, a sus miembros no les está permitido drogarse. De la misma manera, no deben cometer actos indecentes y les está vedado cualquier comportamiento vergonzoso en contra del ninkyodo, el camino del caballero, otra forma de llamar a su reglamento. Si uno de ellos incumple alguna de estas normas, si roba, vende droga, ataca a katagi, a sus familiares e hijos, ya no es un yakuza, “es solo mafia”, y ellos mismos lo castigan. Esa es la razón a la que ellos atribuyen que la policía les ha dejado existir durante tanto tiempo: consideran que ha sido cooperantes, garantizando la supuesta y aparente seguridad en sus territorios durante años.
Sí está permitida la extorsión. Los capos lo justifican con un argumento algo cínico: si la yakuza te está chantajeando es obvio que has hecho algo malo y lo mereces, por lo tanto ellos simplemente están aplicando “justicia social” y castigando a las personas que tienen mala conducta. Se consideran como un cuarto poder, regulador de los estamentales. Explican que, al desenterrar información turbia sobre algunos políticos o grandes corporaciones y amenazar con exponerla al público, les están obligando a corregir su comportamiento y encauzarse de manera socialmente responsable. Parecen obviar que la verdadera motivación de esas acciones es el lucro y que, en el caso de que sus víctimas sucumban y paguen, su secreto seguirá a salvo para siempre.
Dentro de las reglas de comportamiento que todo yakuza debe conocer y respetar, antaño encontraríamos también el llamado jingi wo kiru, que significa algo así como “para cortar el honor”. Se trataría de su propio idioma mímico secreto, aunque también incluye algunas palabras en clave. Al modo de los saludos codificados masónicos, los miembros de la mafia japonesa tenían sus propios signos para identificarse entre sí. Era un lenguaje vivo que cambiaba con frecuencia para evitar las imitaciones. Con el tiempo se fue complicando demasiado, hasta que fue abandonado. Por ejemplo, cuando se solicitaba permiso para entrar en casa del jefe de una banda, el visitante tenía que hacer una compleja reverencia, doblando las rodillas, la mano izquierda estirada con la palma hacia arriba en gesto mendicante, y la derecha apoyada en la cadera. A continuación, se presentaba de manera formal.
Además de esta forma de saludo, conocida como aitsuki-mentsu y reservada para la presentación ante un superior, se ponía en práctica el mawari-mentsu, para identificarse en un grupo, y goro-mentsu, reservado para las ocasiones en las que se preveía una pelea entre bandas. Hoy por hoy, los gestos se han perdido, pero no así el lenguaje codificado. La yakuza sigue empleando su propia jerga.
Horimono
Otro gran capítulo sobre la simbología de la yakuza lo protagonizan los tatuajes. No es cierto, como dicen en algunos trabajos, que sea obligación de un miembro tatuarse para poder ser identificado por sus hermanos, como tampoco lo es que determinen el rango en la jerarquía de cada familia, pero sí dicen mucho de su portador: hablan de su coraje y de su estatus.
Para esto solo valen los tebori, los tatuajes tradicionales japoneses, en cuya ejecución no se emplean máquinas para inyectar la tinta bajo la piel, sino que el artista la aplica directamente con una aguja sujeta a una vara (hari), por lo general hecha de bambú, con hilo de seda. Cada maestro de tebori, llamados horishi, procura crear su propio instrumental y sus propios colores, siempre en la gama de los tradicionales: negro, rojo, verde, índigo y amarillo.
La técnica consiste en impregnar la aguja con la tinta y después golpearla suave y repetidamente sobre la piel, perforándola cada vez para dejar alojado el color entre la epidermis y la dermis. Previamente, la sala donde se realiza el trabajo habrá sido purificada con inciensos para liberarla de malos espíritus y vibraciones.
El horishi trabaja sentado o de rodillas sobre el suelo; su cliente se tumba frente a él sobre un tatami. El proceso es terriblemente doloroso y algunos de los pigmentos utilizados son realmente tóxicos —como el rojo, que se logra a base de sulfuro de hierro, o el verde, con ácido sulfúrico—. Su uso provoca fiebre y soportar su aplicación es un suplicio, sobre todo cuando lo que se está realizando es un horimono.
Ese es el tipo de trabajos favorito de los yakuza. Cubren todo el cuerpo, desde los tobillos hasta el cuello y los brazos. Solo quedan sin tinta las manos, los pies y la cabeza, es decir, las partes del cuerpo que se ven cuando un hombre está vestido, y en la mayoría de las ocasiones también una franja desde el plexo solar hasta los genitales, separando el tatuaje en dos mitades, para que el cuerpo pueda mantener un buen nivel de transpiración.
Horimono, como horishi, son palabras que provienen del verbo horu, que se traduciría como esculpir, cincelar o tallar. De hecho, se emplea el mismo término para llamar a los artistas de la madera y a los maestros de tebori, porque las técnicas utilizadas en la ejecución de los tatuajes tradicionales se asemejan bastante a los procedimientos escultóricos.
Formarse como horishi es muy parecido a lo que hemos explicado sobre los postulantes de la yakuza, salvo que el tiempo de aprendizaje es más largo. Durante cinco años, el discípulo vive con el maestro, sirviéndole en lo que le demande, atendiendo todas las labores del hogar, antes de poder tomar un hari entre sus manos. En ese período, no solo ha de aprender el arte del tebori, sino además debe conocer la mitología shintoísta y taoísta, la iconografía budista, las leyendas de su país y las principales obras de literatura fantástica y épica, tanto japonesas como chinas, pues será de ese material de donde surgirá la inspiración para los motivos que compondrán su trabajo.
El horimono no solo responde a un canon estético y compositivo, sino sobre todo simbólico. La elección de los dibujos recae principalmente en el artista, que los crea teniendo en cuenta la personalidad, las cualidades que posea o las que desee poseer, y la vida del cliente. Pero hay una serie de motivos más que frecuentes, por su fuerte carga alegórica y supersticiosa.
Por ejemplo, los elementos vegetales: la flor del cerezo, asociada a la figura del samurái y representativa de Japón, simboliza la transitoriedad de la vida y la belleza pasajera, además de lealtad y amor indisoluble. Cuando aparece combinado con el crisantemo, representan los opuestos, el yin y el yang, mientras que este último solo trae al que lo lleve en su piel longevidad, determinación y tenacidad, además de poseer cualidades mágicas curativas. Los crisantemos son las flores funerarias, y muchos las dibujan en su cuerpo por si mueren solos y no hay nadie que pueda llevarlas a su tumba. La peonía blanca es la juventud y el espíritu cultivado, y es un amuleto para atraer la buena suerte y conservar la salud, pero la roja representa la violencia, la sangre en el combate y la lucha funesta. El loto se asocia al budismo, pues según la tradición nació el mismo día que Buda y es una alegoría de la modestia, la pureza, el orden y el equilibrio.
Los diseños de los horimono suelen incluir también la representación de animales sagrados. Entre los más frecuentes, y que en ocasiones suelen aparecer combinados, están el dragón y el tigre. El primero es símbolo de poder, de fuerza, de potencia, de virilidad y de valentía; además, trae buena fortuna. El segundo se relaciona con la figura del guerrero, la combatividad y con las artes marciales, pero también es una alegoría de la intuición y la audacia, de compasión y piedad filial. La carpa koi es un elemento indispensable en la iconografía japonesa, que necesariamente ha de estar presente también en los tatuajes tradicionales. Con ella en su piel invocan el coraje, la perseverancia y la paciencia.
Otras figuras habituales en los trajes de tinta son las deidades, los santos y los talismanes, por ejemplo el ontekimisibu, un omamori destinado a traer la muerte a todos los enemigos. También suelen dibujarse héroes legendarios y literarios, muchos pertenecientes a historias de los bajos fondos, evocando así sus cualidades para sobrevivir y triunfar, pese a su dedicación.
Completar un horimono puede llevar entre 150 y 200 horas de trabajo, en sesiones de una o dos horas por semana, lo que se traduce en años, y también suele costar mucho dinero. Aguantar tanto tiempo el dolor y el malestar estoicamente es una demostración de virilidad; tener el dinero necesario para poder pagar a un maestro horishi demuestra poder.
En el Nihonshoki, el segundo libro más antiguo sobre la historia de Japón, datado en el año 720, ya se habla de los tatuajes. Entonces eran considerados una forma de castigo para los crímenes más execrables, como la traición o el asesinato, y también para marcar a los esclavos. Estaban compuestos por dibujos sencillos, ideogramas de conceptos como “perro” y se realizaban en lugares muy visibles del cuerpo, como la frente.
En el siglo XVIII el uso de estas marcas se había generalizado para el castigo de ofensas incluso menores, como el fraude y la extorsión. Esta medida punitiva debía servir a los ciudadanos para cuidarse de los criminales, pues hasta el desarrollo de las grandes ciudades no hubo cárceles. Sin embargo, es también por aquel entonces cuando los propios delincuentes empiezan a utilizarlos en su beneficio, asociándose bajo la identificación de su estigma. El tatuaje como castigo finalmente fue abolido en 1870.
Durante la era Tokugawa se desarrolló y extendió su uso como distintivo gremial, generalmente de bajo rango. Los porteadores de palanquines, los hijos segundos de comerciantes, a los que no correspondía herencia, los ronin, los obreros, eran algunos de los grupos de personas, resignadas a una vida de supervivencia, y a veces de bajos fondos, que marcaban su piel. Mención aparte merecen los bomberos, quienes dibujaban en su cuerpo amuletos de protección contra el fuego. También era habitual el uso de los tatuajes como seña de devoción, por ejemplo entre las prostitutas, que se escribían el nombre de su proxeneta, o las concubinas el de su amante.
En ese período los tatuajes fueron prohibidos y exonerados varias veces, pero nunca bien vistos. La literatura, por su parte, contribuyó a acrecentar su atractivo como insignia clandestina contra el poder establecido. Muchos de los héroes caballerescos de las grandes epopeyas eran, en realidad, nobles ladrones que robaban a los opresores señores y ayudaban al pueblo llano. La identificación con aquellos adalides de la justicia popular era muy sencilla entre las castas más bajas. Los mercaderes, durante la prohibición, trasladaron los complejos diseños de los horimono a los forros de sus abrigos, a la decoración de sus ropas. Otros preferían llevarlos en la piel, pero hacerlos invisibles mientras se permaneciera vestido, como signo de rebeldía frente a un mundo excesivamente autoritario, como declaración de intenciones ante una sociedad abusivamente jerarquizada.
La ley contra los tatuajes permaneció vigente, de manera intermitente, hasta 1948, cuando fue definitivamente abolida después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el mandato de Douglas MacArthur como comandante supremo de las Fuerzas Aliadas en Japón, pues era una práctica muy habitual entre los marineros y el resto de la militaría occidental que permanecía allí como dotación. Hoy por hoy continúa siendo un tabú, porque nunca ha dejado de relacionarse con el hampa. De hecho, todavía hay muchos balnearios donde no se permite el baño a personas con dibujos en su piel.
Pero a pesar de la exclusión social que supone llevarlo, el horimono sigue siendo guardián de las iconografías y creencias más antiguas y profundas del imperio del sol naciente. No en balde hay quien se ha preocupado de coleccionar estas obras de arte tradicional y conservarlas. El doctor Masaichi Fukishi consiguió reunir 105 muestras de piel humana, muchas de ellas de cuerpo completo, donde se lucen tatuajes tradicionales japoneses, que en la actualidad se pueden contemplar en el Museo de Patología Médica de la Universidad de Tokio. Durante años incluso pagó a personas que no podían permitirse terminar su traje de tinta, a cambio de que después de su fallecimiento él tuviera el permiso para desollarlas y conservarlo.
Hoy, el horimono y, por extensión, el tebori, casi han dejado de existir. Son muy pocos los artistas en todo el país que aún son capaces de emplear esta técnica ancestral y plasmar los hermosos dibujos tradicionales en el cuerpo de sus clientes. Trabajan casi en exclusiva para la mafia, algunos de ellos, de hecho, han sido yakuza y se les ha permitido abandonar la organización —previo pago de una de las falanges de sus dedos—, pues ambas ocupaciones, la de horishi y la de mafioso, requieren dedicación a tiempo completo.
Pero ya ni siquiera las familias del crimen organizado son tan afines a marcar su piel por completo desde que están siendo hostigados por las autoridades. Las generaciones más antiguas, como hemos dicho, se sometían al lacerante proceso como declaración de hombría y, armonizado con el resto del diseño elegido por el artista, solían grabarse el emblema de su organización como prueba de permanencia. Pero los jóvenes yakuza ya no se exigen tanto a sí mismos, sus tatuajes responden más a una moda, los dibujos con los que se adornan son occidentales y utilizan máquinas de inyección de tinta para conseguirlos.
Hay un día al año, sin embargo, que cualquiera puede deleitarse o sobrecogerse cuanto quiera mirando los horimono que decoran los cuerpos de los yakuza. Cientos de ellos se exhiben, sin recato ni prudencia, por las calles del barrio de Askusa, en Tokio, portando únicamente un fundoshi, la prenda que emplean los luchadores de sumo que solo cubre las partes pudendas. Lo hacen a mediados de mayo, durante el festival de Sanja Matsuri, tres días de celebración religiosa que es, a su vez, una fiesta salvaje, en honor a los fundadores del templo de Sensō-ji, el más antiguo de la capital. Casi desnudos, subidos a los altares, posan para los turistas y demuestran su todavía poderosa presencia. Son los encargados de sacar en procesión los tres mikoshi, una suerte de sagrarios muy pesados, al ritmo de los tambores, las flautas, los silbatos y los vítores de los asistentes.
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