A sus diecisiete años, Luisito, el último de mis cuatro hijos, está pasando por una fase de definición de su propia personalidad. O, dicho de otro modo: se ha convertido en un gilipollitas. Embadurnado de pose, afirma que el comunismo es un modelo idóneo que nunca se ha sabido llevar a la práctica, que todas las segundas viviendas deberían ser requisadas y puestas a disposición de ciudadanos necesitados de un hogar asequible y que los empresarios de éxito son, básicamente, esclavistas. Y, por supuesto, se declara ateo. Leyó este verano La peste y La metamorfosis (“Luisito, ¿nunca lees nada para divertirte?”) y de todas las referencias musicales que ha recibido desde niño ha decidido adentrarse en los recónditos y lúgubres rincones de la etapa gótica de The Cure o dejarse arrastrar a las fases más atormentadas del Nirvana más grunge (valga el triple pleonasmo).
Lo malo es que el viaje en el tiempo siempre es limitado y la vida continúa en el presente cuando se acaban Los Soprano y Luisito vuelve a (su) casa a dormir. Así que no hay más remedio que buscar entretenimientos contemporáneos. Para no cambiar de plataforma, lo más inmediato era rebuscar entre la oferta de Max y allí me esperaba una serie de la que había escuchado cosas prometedoras. Se trataba del enésimo spinoff de la saga Batman, protagonizada por uno de sus villanos, El Pingüino. Sabía que el maquillaje de Colin Farrell, actor que, por otro lado, no suponía para mí aliciente alguno, era prodigioso y que estaba acompañado por la inverosímil Cristin Milioti (la madre de los hijos de Ted Mosby cuando la llegó a conocer) en el papel de Sofia Falcone. Además, me había quedado un regusto agradable del último The Batman, sobre todo por una escena que su director, Matt Reeves, dejó fuera: Batman acude al penal psiquiátrico de Gotham, Arkham, a entrevistarse con Joker para entregarle el expediente de Enigma y aprovecharse de su capacidad de análisis de psicópata a psicópata. O sea, que Batman se convierte en Clarice Starling y Joker en Hannibal Lecter. Está en YouTube y yo no me la perdería.
Total, que a falta de mejor opción, me dispuse a revisitar Gotham. Y efectivamente, el maquillaje de Farrell no dejaba rastro reconocible del actor. No era Colin Farrell. Pero tampoco era El Pingüino cómico que interpretó en su día Danny DeVito. Era… ¡Tony Soprano! Y los suburbios de Gotham ya no eran un trasunto de los de Nueva York sino de Nueva Jersey. Hasta habían incorporado a la insoportable Livia Soprano, pero interpretada por una inconmensurable Deirdre O’Connell en el papel de Francis Cobb (mamá pingüina).
La historia es conocida para cualquier Batmaníaco. Oswald Cobb (el Pingüino) es un miserable, tullido, feo y gordo que, como dice Garci, anda como Fraga y que está al servicio de una familia mafiosa de Gotham, los Falcone. Enfrente, otro linaje de hampones, los Maroni, les disputan el control de unos bajos fondos arrasados y anegados después de que un atentado volara las presas de la ciudad (malditas las casualidades). La población está desmoralizada y sin esperanza alguna, los daños y las vidas cobradas han sido incalculables y los políticos se manifiestan incapaces de revertir la situación (malditas las casualidades). Y en ese caldo de cultivo (y nunca mejor dicho) es donde un pobre donnadie encuentra su oportunidad para trepar a las cotas de poder que le ha prometido a su lunática madre.
Pero no hay Batman en esta serie. Ni cómic. Ni nada remotamente parecido. Hay Sopranos. Por todas partes. Y una interpretación sublime de Colin Farrell. Y una Sofia Falcone que no para de crecer hasta extasiar. Y el lumpen nunca estuvo más desheredado. Y la lluvia nunca fue más fría que en los suburbios. Y la angustia y el desasosiego nunca fueron mayores que en el frenopático de Arkham.
Y si Los Soprano lo tiznan todo, la serie parece empeñada en reunir mis santos lugares y muta episodio tras episodio. Y la relación de Ozz (que así llaman al «Pingüino») con su colaborador Victor se convierte poco a poco en la que tenía Mickey Donovan con su hijo Darryll, con sus noches de putas y sus trabajitos chapuceros de bajo fondo, y hasta la mujer de Salvatore Maroni (Clancy Brown, o sea, el Kurgan de Los inmortales) muta en la prestamista armenia de la tercera temporada de Ray Donovan. ¿Se puede pedir más? Se puede. Porque justo en ese momento la serie me recuerda que Luisito sí que sabe y cierra el episodio 5 con «A Forest» (de la etapa más gótica de The Cure) y el octavo y último con «Where Did You Sleep Last Night» (de la etapa más atormentada de Nirvana).
Y cuando uno ya está con la boca abierta, la lengua fuera y los ojos vidriosos, Matt Reeves se reserva para el final la madre de todos los homenajes: coge el bautizo del hijo de Connie, los saca a todos de la iglesia y los mete en un Maserati, sustituye a Michael Corleone por Ozz y en lugar de la profesión de fe bautismal es el «O mio bambino caro» lo que suena. Amén.
Mientras escribo esto, Luisito está desparramado en el sofá viendo Los Soprano con media sonrisa triunfante (o eso me parece a mí) como diciéndome “¿ves como no entiendes nada?”. Y es cierto. No entiendo nada. Después de ver El Pingüino temo haber perdido el sentido de la orientación o, lo que es lo mismo, el interés por el resto de cosas. Hasta por Los Soprano.
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