Esta mañana me he levantado vagamente abatido. Pero he sido capaz de acordarme de Dostoiewski y se me ha pasado. Los personajes de Dostoiewski siempre parecen abatidos. No tanto los Karamazov, o el asesino de la anciana, como el enamorado de las noches blancas, que era un soñador. Los soñadores tienen muy mala prensa —o muy buena, según mercado—, aunque hoy me he quedado con la mala, con la mala prensa de los que no van a ninguna parte, la de los habitantes del boulevard de los sueños rotos, ese sabiniano lugar donde el abatimiento cotiza y la poesía reina.
Luego están los otros, los soñadores perseverantes, los soñadores carentes de complejos que persiguen sus sueños y llegan más allá de sí mismos. Lo que no significa que nunca los persiga el abatimiento, que es una cosa que le llega a todo el mundo, sino que lo gestionan mejor: nunca se lo toman en serio. Precisamente, lo único malo del abatimiento es tomárselo en serio: te dejas ganar por el abatimiento y estás más acabado que Billy El Niño, cuyo único problema fue no saber parar y dejarse ganar por el personaje. Claro que hay personajes muy difíciles de llevar, y aún de sobrellevar, porque en sí mismos contienen ya la llama de la destrucción, el de Billy El Niño sin ir más lejos. O los de María Callas y Janis Joplin, que nunca terminaron de ser personas y se quedaron en personajes. Pero en personajes que se llamaban igual que ellas y que no dudaron en perseguirlas hasta destruirlas sin que fueran capaces, las pobres, de llegar a darse cuenta de lo que les pasaba.
Sobre los peligros de que el personaje se llame igual que uno ya avisó Freud en un ensayo magnífico que Cary Grant había leído, según todos los indicios. Cary Grant, que se llamaba en realidad Archibaldo, era inglés —como Chaplin— y también acróbata de circo —como Burt Lancaster—, y empezó en el cine mudo haciendo lado a Mae West, que tenía ojo para los guapos. Cary Grant, que poniéndole marco a Mae West se ganó fama de seductor, gentleman y atleta, era muy envidiado. “Ya me gustaría a mí ser Cary Grant”, le dijo una vez uno. “Y a mí”, respondió él con sincera espontaneidad y absoluta franqueza.
Cargar con Cary Grant era un rollo.
Es muy femenino esto de cargar con un personaje que encarna una apariencia que siempre es ideal y, la inmensa mayoría de las veces, falsa: una pura ensoñación. Una ficción. Billy El Niño, por ejemplo, tenía algo de femenino, de delicadeza femenina, que no masculina, como nos recuerda Sender en su inolvidable Bandido adolescente, una novelita tan estupenda que no parece una novela: la he vuelto a leer y me ha vuelto a emocionar como el primer día. Ramón J. Sender (Garcés) es un novelista desbordante e ilimitado (es decir, sin límite) que escribió mucho, tal vez demasiado, pero a quien lo que le salió bueno, le salió muy bueno, las cosas como son y a cada uno lo suyo. Yo me malicio que Sender, la persona, que no el personaje, escribía tanto porque huía del abatimiento, que es una cosa que tenía que perseguirlo por fuerza, con todo lo que llevaba el hombre a cuestas, me digo; también me digo que, haciendo bueno el tópico del baturro tozudo, la persona llamada Ramón José Sender Garcés—, que no el personaje Ramón J. Sender—, se empeñaba en esquivarlo. El abatimiento, digo. Sender, que escribía con torería y valor, manejaba la escritura como muleta, como capote, como un engaño para confundir a la Muerte, que es muy miope y le andaba rondando desde 1936, por lo menos. A la muerte es a lo único que conduce el abatimiento cuando se le concede cuartel, que es algo que no hay que hacer: el abatimiento es un toro desmedido que acosa buscando la ingle sin cejar jamás.
A veces pienso que la muerte no siempre llega, que en realidad es uno quien la llama, quien la cita: hay quien por haches o bes parece buscarla, qué sabe nadie, y la Perra sólo llega cuando le dices “aquí” con firmeza. Yo, que he estado tres veces en Sevilla (nada más), me he detenido las tres a orar ante el bronce que preside la puente entre Sevilla y Triana y que representa a El Pasmo, del que decían que, si la buscó toda su vida, sólo la encontró el día que se pegó un tiro. “La pistola puso fin a tu valor”, cantaba el Urrutia en aquella canción de los caligaris (“nos llamamos Gabinete Caligari y somos fascistas”) hace cuarenta mil millones de años, cuando había bastante más sentido del humor que ahora. La llamada “movida” en realidad fue eso, un derroche de humor y ganas de conjurar la caspa. “Vaya, vaya, aquí no hay playa”, canturriaban los The Refrescos en todos los foros. De ahí a acabar votando a Vox hay un universo demente en expansión que alguien tendrá que explorar un día. En fin, que a lo tonto hemos conjurado el abatimiento. Y ahora ¡a por el día, coño!
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