Una asignatura pendiente
Dado que somos disciplinados y no perdemos la oportunidad de corregir nuestros errores, regresamos Lorenzo y yo al Museo del Prado con la determinación firme de enmendarnos y contemplar, ahora sí, el Ecce homo de Caravaggio que tan esquivo se nos mostró hace unos días. Nos conjuramos a la entrada para fiarnos esta vez de nuestro sentido de la orientación y nuestro instinto ―esto es, para que las indicaciones de los vigilantes de sala no contribuyan a acentuar el despiste que nos acompaña por sistema― y así subimos a la primera planta como si fuéramos dos exploradores que se adentran en una jungla ignota. Es una comparación exagerada, porque Lorenzo viene con frecuencia por aquí desde hace años y se maneja mucho mejor que yo por el laberinto de salas anexas a la galería principal, pero la reconstrucción del recorrido que llevamos a cabo en nuestro primer intento nos indica por qué lugares no hemos de ir, y de ese modo conseguimos dar sin demasiada dificultad con el cuadro. El sentimiento de vergüenza es grande cuando comprobamos que el Caravaggio en cuestión está justo enfrente del que habíamos visto la semana pasada, pero evitamos zaherirnos más porque también uno debe practicar de vez en cuando la indulgencia consigo mismo. La verdad es que el Ecce homo en sí me interesa algo menos de lo que me interesó entonces el David, aunque a la historia del lienzo, que se resume en una cartela instalada a sus pies, no se le pueden negar los tintes novelescos. Comienza a documentarse en el año 1631, cuando la obra debió de estar entre las posesiones de un secretario de la corte virreinal en Nápoles que respondía al nombre de Juan de Lezcano, y continúa cuando en 1657 aparece referenciada en la colección del virrey conde de Castrillo, que fue quien la envió a Madrid como un obsequio destinado a Felipe IV. Se sabe que en 1666, casi una década más tarde, estaba en el Real Alcázar, y un siglo después, nos hemos ido ya a 1789, un registro la sitúa en la Casa de Campo. En algún momento del reinado de Carlos IV pasó a formar parte de las posesiones de Manuel Godoy y se incorporó a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando cuando estaba comenzando el siglo XIX. Por uno de esos vericuetos burocráticos que tan incomprensibles resultan para los simples mortales, la institución la permutó poco después al político Evaristo Pérez de Castro, cuyos descendientes la terminaron vendiendo a su propietario actual, que es quien la ha cedido para que durante unos meses pueda exhibirse en el museo. Ante tanto giro argumental es inevitable que palidezcan las virtudes artísticas del cuadro, por más que éstas sean muchas y apreciables. Parece que Lorenzo piensa lo mismo cuando me dice que esas pocas líneas podrían ser la sinopsis de una trama policiaca. A ambos se nos viene a la cabeza el nombre de Leonardo Padura, en parte porque anda estos días por España y también porque algo así hizo en La transparencia del tiempo, una novela que en parte partía de esa premisa que advierte cómo hay veces en que el azar depara a los objetos acaba por resultar más estimulante que el propio objeto en sí mismo.
De las fronteras
Cómo no van a perpetuarse las fronteras, si nosotros mismos nos obstinamos en levantarlas aun allí donde no hacen ninguna falta. De buena mañana me veo envuelto en lo que parece que va a ser una agria discusión ―por suerte, termina convirtiéndose en el amable debate alrededor de un malentendido― acerca de la obra de un autor al que admiro bastante y cuyos libros vengo leyendo desde que cumplí la mayoría de edad y me encontré en la desaparecida librería Cervantes de Salamanca con un libro que compendiaba lo más destacado de su obra narrativa. La cuestión viene dada porque hoy se publica en un diario una entrevista que concedí algunos meses atrás y en la que, al referirme a ese autor, destacaba su tratamiento de la ciencia-ficción desde una perspectiva claramente literaria. La persona que me afea el comentario alega que dicho escritor no se ocupó nunca de naves espaciales ni de odiseas galácticas, y al margen del razonamiento que le expongo para justificar mi afirmación ―no se ciñe sólo a tramas interestelares el género, ni tienen que aparecer alienígenas o venusianos para otorgarle carta de naturaleza― pienso en la obcecación con la que etiquetamos todo lo que nos pasa por delante y en cómo ese afán clasificatorio puede desembocar en una estrechez de miras que dificulte o impida descubrimientos susceptibles de dar grandes alegrías. «¿Qué novelas te gustan?», me preguntan a veces, imagino que esperando que mi respuesta mencione algún género determinado ―las policiacas, las románticas, las terroríficas, las históricas, y así casi hasta el infinito― o que, si acaso, se detenga en la mención de algunos títulos concretos. «Las buenas», respondo con el aire de quien dice una obviedad, porque obvio es que ni es el género lo que imprime el certificado de calidad a una novela ni tienen éstas por qué ceñirse a uno en concreto, como enseñó Cervantes ―padre, al fin y al cabo, del invento― cuando alumbró el Quijote. Y más aún: lo que un lector interpreta de una manera puede otro valorarlo desde otra perspectiva, e incluso hay ocasiones en que el propio discurrir del tiempo añade nuevos matices a lo que en principio tuvo otros puntos de partida. A menudo cito el ejemplo de La familia de Pascual Duarte o Nada. Ambas se leyeron en su día como obras existencialistas, y aunque las dos lo siguen siendo también se percibe hoy mucho de negro y de terrorífico en sus argumentos. La saga/fuga de JB, que fue valorada como puramente experimental, es también fantasía, como fantásticos son muchos relatos de Cortázar en los que no hay hadas ni duendes, pero sí exploraciones deformantes de esa sustancia inaprehensible y viscosa que llamamos realidad. Si nunca tiene la vida un solo plano, tampoco tiene por qué tenerla aquello que con más o menos incidencia, menor o peor, aspira a reflejarla.
Una casa de comidas
Conocí el restaurante de mi longevo tocayo a principios del año pasado, cuando una noche en la que andaba famélico y exhausto ―había llegado a Madrid en torno al mediodía, no me dio tiempo a comer, pasé la tarde enfangado en asuntos varios, a la mañana siguiente madrugaba para coger un avión a Florencia― me llevó allí Lorenzo con la promesa de que entre sus paredes encontraría el consuelo alimenticio que necesitaba. La velada fue tan grata que desde entonces procuré regresar siempre que venía de visita por Madrid, pero aún no había tenido ocasión de volver en los meses que llevo avecindado en la ciudad. El lugar reconforta por lo que tiene de refugio: uno cruza sus puertas y tiene la impresión de retroceder varias décadas. Ahora que todo es diseño y prisas y vocaciones de modernidad mal entendidas, sosiega entrar en un bar a la vieja usanza en el que lo que importa es comer bien y sentirse razonablemente a gusto. La carta es sencilla y familiar, las raciones suficientes para saciar el apetito sin hartarse y no gozan de relevancia los emplatados ni la decoración, sino el sabor. Es, además, el único restaurante que conozco con biblioteca incorporada: al fondo del local, unas baldas custodian libros que en algunos casos han dejado aquí dedicados sus propios autores. Me he encontrado en sus mesas con cantantes y con actores, y siempre que he venido con amigos hemos terminado haciéndonos la misma pregunta: hasta cuándo podrá resistir un lugar así, cuántas reuniones más tendremos ocasión de celebrar en torno a sus mesas, cómo haremos para evocarlo cuando ya no sea lo que es, con qué palabras explicaremos nuestra fascinación por un local cuya mayor virtud radicaba justamente en no pretender ser más de lo que podía y quería ser, qué conjuro extraño ha tenido que pronunciarse para que hayamos terminado encontrando aquí, en una calle perdida en el corazón de Chueca, una de las más fiables embajadas del alma.
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