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La llamada de… Anne Michaels

La llamada de… Anne Michaels

Foto de portada: Marzena Pogorzaly

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de los escritores, es decir, en el origen de sus vocaciones, en el germen de su despertar al mundo de las letras, en el instante en que recibieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más abstracto: la literatura.

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Una noche lees un cuento a tu hijo y, sin haberlo pretendido, lo conviertes en (un futuro) escritor. Esas cosas pasan, no se necesita mucho para traer otro letraherido al mundo, basta una historia hermosa y cierta sensación de vacío. Pero convertir a los niños en escritores no es el problema; el problema es el tipo de escritor en que los conviertes. Y eso viene determinado por el cuento que les leíste aquella noche ya perdida en el tiempo.

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El hermano de Anne Michaels, por ejemplo, sentía fascinación por un cuento popular titulado La campana de Atri, y cada noche, cuando la madre entraba en el dormitorio y preguntaba qué historia querían que les contara, él daba un brinco sobre la cama y gritaba: «¡La de la campana, la de la campana!».

Este es el argumento: en la plaza mayor de cierto pueblo italiano había una campana que cualquier aldeano podía tocar si se sentía víctima de una injusticia. Cuando alguien lo hacía, los vecinos se congregaban alrededor del templete que alojaba el instrumento, escuchaban la queja del agraviado y, si correspondía, restituían su honor dictando sentencia. Pues bien, resultó que a las afueras de ese mismo pueblo vivía un caballo viejo que cierta mañana, después de tres días sin probar bocado y harto del maltrato al que su dueño lo sometía, se escapó del establo y llegó a la plaza mayor. El animal tenía tanta hambre que, tan pronto como vio la cuerda de cáñamo que colgaba del badajo, se puso a mordisquearla, provocando un tañido de la campana y la consiguiente reunión de los vecinos. Cuando los ciudadanos repararon en que aquel rocín estaba tan flaco que se podía meter la mano entre sus costillas, decidieron castigar a su propietario y proporcionar al jamelgo un lugar donde disfrutar de sus últimos años de vida.

Anne Michaels creció escuchando este cuento cargado de esperanza, una narración sobre un caballo que conseguía que se le hiciera justicia, un relato en el que la felicidad llega cuando compartimos nuestros problemas, y hoy es una escritora cuyas novelas mejoran el mundo. Imaginen qué habría ocurrido si su madre hubiera sustituto aquel cuento por una serie de zombies o, peor aún, por un teléfono móvil.

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Créanme cuando les digo que la historia de la literatura cobraría un nuevo sentido si tuviéramos constancia de las narraciones que oyeron los escritores cuando eran pequeños. Por ejemplo, que Ana María Matute diera un volantazo a su línea de trabajo y publicara Olvidado Rey Gudú no nos habría resultado tan extraño si hubiéramos sabido que su abuela siempre le contaba un cuento popular ucraniano, titulado La niña de nieve, en el que una pareja de ancianos moldeaba en el jardín de su casa un muñeco de nieve que, durante la noche y por arte de magia, se transformaba en una niña que no paraba de reír. A partir de ese momento, los viejos eran felices, al fin tenían la hija que siempre soñaron, se acabó la soledad de toda una vida. Algunos meses después, sin embargo, llegaba la primavera y la niña, ay, la niña se derretía. Volvía el silencio al hogar, es cierto, pero al menos los ancianos ahora tenían recuerdos.

*

Anne Michaels y Ana María Matute tuvieron suerte. Los adultos les contaron historias hermosas y, cuando ellas crecieron, se sintieron en la obligación de devolver toda esa belleza al mundo. Podrían haber tenido como madre —o como abuela— a Shirley Jackson, y entonces habrían teñido sus libros de negro. Y es que Jackson no leía a sus hijos hermosos cuentos, sino que les cantaba la misma nana que aparece en La maldición de Hill House:

 

La primera fue la señorita Grattan

que intentó no dejarlo pasar:

la apuñaló con un cuchillo,

y así fue como empezó a matar.

 

Luego le tocó a la abuela Grattan

tan vieja y canosa y ajada;

se defendió de su agresor

hasta quedar extenuada.

 

Luego le tocó al abuelo Grattan,

sentado junto a hoguera;

se le acercó por la espalda

y lo degolló con una tijera.

 

El último fue el bebé Grattan,

solito en su moisés;

lo estranguló con una cuerda

hasta que tuvo los ojos al bies.

 

Y le escupió tabaco de mascar

de la cabeza a los pies.

*

Por suerte, no todos los escritores disfrutan aterrorizando a sus hijos. En su Kafka con sombrero (Nórdica), Jesús Marchamalo reconstruye la tarde en que, estando de paseo por el parque Steglitz (Berlín), Kafka tropezó con una niña que había perdido su muñeca. Conmovido por sus lágrimas, el escritor decidió inventarse una historia y contó a la pequeña que, aun queriéndola mucho, su muñeca había sentido la necesidad de marcharse a conocer mundo, pero que había prometido enviarle a diario una postal en la que relataría las aventuras que iba corriendo. Así que, durante las siguientes tres semanas, Kafka escribió cada noche una carta supuestamente firmada por la pepona viajera y, haciéndose pasar él mismo por «el cartero de las muñecas», se las fue entregando a la niña una tras otra. Por desgracia, en aquella época la tuberculosis ya se había metido en los pulmones del escritor y cuando la enfermedad entró en su fase terminal, se vio obligado a redactar una última postal en la que el juguete aseguraba haber encontrado el amor y en la que, claro, se despedía de su amiga para siempre. Kafka murió pocos días después. Y aunque esta historia tenga un final triste, no me negarán que no es hermoso imaginar a esa niña, la de la muñeca perdida, convertida años después en escritora.

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La última novela de Anne Michaels es El abrazo (Alfaguara).

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