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Las grullas

El silencio se interrumpe: vienen, como si cayeran del cielo, cortos estertores de trompeta. Como si cayeran de alguna parte que todavía no se ve. Escarceos solitarios de sonido, como si los músicos estuviesen ensayando una nota solitaria y abierta, compañeras una de las otras, menudas, que se abaten desde el sonido a la escucha.

Y, enseguida, sucede el aleteo. Miro desde el centro del círculo el cielo del atardecer y descubro el escuadrón en forma de triángulo que viene del norte al sur. Es octubre todavía. Esta vez, por las lluvias, se han adelantado unas semanas. Siempre parece que no van a estar allí, detrás de su graznido. Que vamos a mirar el cielo límpido y que ellas ya van a estar muy lejos. Pero hoy están especialmente cerca, porque puedo escuchar el sonido de sus alas: regular, suave, rítmico, acariciante, perfecto, unísono. Son unas cien. Prefiero no perder mi atención en contarlas sino en incorporar a mi memoria el sonido de esa vibración del aire, como si las grullas lo estuviesen cepillando, y fuesen premiadas por el propio cielo, despolvado, límpido, con un avance aún más fluido y sin obstáculo.

Reman por el océano del aire como bateristas de jazz, usando la escobilla más suave en el platillo más sutil.

"Son criaturas perfectas del cosmos que van desapareciendo en la distancia"

Largas, obstinadas, dóciles, van modificando levemente el dibujo del compás, y alguna, la primera, se separa unos metros del escuadrón para ser sustituida por otra menos cansada, más audaz, más entera.

Van hacia el suroeste, entre la luna nueva que va descascarillando el arco perfecto de su luz, y el planeta Venus, como un iris blanco y sin pupila, destellando, casi con voluntad de estrella.

Se empeñan en ir entre los dos astros que presiden su vuelo, sin desviarse ni a uno ni a otro lado. Guiadas por los destellos de plata que emiten los dos faros flotantes.

Son criaturas perfectas del cosmos que van desapareciendo en la distancia.

"Sigo el olor de la calidez, un pasadizo entre el cielo y la tierra, antes de que el invierno se pose en los páramos"

Y, sin embargo, veo lo que ellas ven: el olivar que clarea, el dragón delicuescente del río, el páramo desforestado hace siglos, la sed de mica del desierto, las chimeneas altivas de una fábrica, hélices eólicas que hay que rebasar, más alto, más alto, casi en la espuma de las nubes.

Qué imagen hay en mi ojo. Cómo respiro. Cómo siento los músculos que unen mi cuerpo con las alas al batirlas y batirlas. Cómo el aire frío de aquí arriba se adentra en el plumón del cuello y sostiene las plumas navegantes.

Soy libre.

Sigo el olor de la calidez, un pasadizo entre el cielo y la tierra, antes de que el invierno se pose en los páramos.

Y no estoy solo.

Nunca estaré solo.

Salvo cuando abra el camino para el resto.

Entonces lo parecerá.

Parecerá que todo entero soy el cielo.

Parecerá que canto para que el resto me siga.

Pero el canto está siempre unos metros por delante.

Es el canto quien en realidad nos dirige.

Y yo solo tengo que alcanzarlo y repetirlo.

Y el resto de las grullas hace lo mismo.

Y lo vemos caer.

Los gajos del canto que todas somos.

Uno a uno.

Como estridentes ecos de trompeta.

Allá abajo, muy abajo.

Caen.

Donde un hombre alza el rostro para observarnos.

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