En La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori, un escritor debe resumir una novela que está escribiendo, pero no es capaz; lo único de lo que es capaz es de dar por terminada la novela cuando llega a las ochocientas páginas. Ochocientas páginas, vaya por delante, tienen más capacidad para confundirse con una obra maestra que cien o doscientas, entre otras cosas porque casi nadie lee ochocientas páginas. Y todos sabemos que las obras maestras son mencionadas muy a menudo, y muy pocas veces, o ninguna, leídas. Las ochocientas páginas de la novela de Gregor von Rezzori, sin embargo, no son las ochocientas páginas de la novela del protagonista de la novela, un tal Aristides Subicz, con quien muy poca gente querría almorzar o irse de copas. Ahora podría excusarme diciendo que tampoco las mil páginas del Quijote de Cervantes son como las mil páginas del Quijote de Pierre Menard que inventó Jorge Luis Borges en un cuento de poco más de ocho páginas, donde no habrían cabido ni el uno ni el otro. La literatura se comprime y expande dentro de la literatura, como lo hace fuera de ella. Una voluminosa novela de Mircea Cărtărescu se la contamos a un amigo en poco menos de dos frases, y sobre un microcuento de Augusto Monterroso podemos mantener una conversación de horas. No hay, por tanto, una equivalencia entre la literatura y su reflejo dentro de la propia literatura: una novela genial puede estar protagonizada por un escritor mediocre y una novela de poca calidad literaria puede estar protagonizada por un genio. Dentro de un libro todo es relativo.
En el interior de Aquí empieza el mar, la última novela de Blanca Riestra aparecida en castellano, transcurren al menos cuarenta años, aunque yo me atrevería a decir que sus páginas las recorre un tiempo mucho más remoto. Hay frases que empiezan en torno a 1970 y acaban hace unos cuantos meses, del mismo modo que en un párrafo se encripta un segundo o una década. Leyéndola, es imposible no pensar en La muerte de mi hermano Abel, que es una novela de 1976, pero también en las Iluminaciones, de Arthur Rimbaud, y en El bosque de la noche, de Djuna Barnes, que se publicaron en 1886 y en 1936 respectivamente. Así pues, a esta novela sus procedimientos estilísticos le proporcionan un arco temporal que va más allá del marco donde se mueven sus personajes. Me detengo en esto porque, si bien todo escritor suele tener influencias de otros escritores y esos escritores pueden remontarse quinientos y hasta más de dos mil años, lo normal es que las influencias visibles en sus relatos y novelas no sean ni las de Homero ni las de William Shakespeare. Por supuesto, existen excepciones, como Anne Carson. Blanca Riestra también es una excepción. A esta última, hasta donde yo conozco, la delatan procedimientos poéticos simbolistas y procedimientos narrativos modernistas que dinamitan el punto de vista narrativo y sobre todo la voz. El punto de vista en esta novela es multiforme, entre la primera, la segunda y la tercera persona del singular, además de masculina y femenina, casi como la de Orlando, de Virginia Woolf. Y la voz alterna el candor de la infancia y la juventud con la determinación de la edad adulta; convierte las metáforas en disparaderos para que a través de ellas la realidad no se quede nunca en un tono excesivamente documental. Blanca Riestra comienza y retrocede en muchas partes de la novela, sigue una línea recta temporal y de pronto se desvía, a veces para terminar una oración en un lugar donde nunca habríamos imaginado que podría desembocar y otras para de repente abandonarla y desaparecer. Así.
La historia, en principio, es la de A Coruña desde los años setenta hasta casi la actualidad. Es asimismo la historia de un río cuyo cauce se desvía y oculta, convertido en una corriente subterránea; es decir, es la historia de algo que fue Historia y que hoy en día es más mito que otra cosa, leyenda. Durante finales de los setenta y principios de los ochenta, A Coruña fue el escenario donde una parte importante de la juventud gallega se entregó a vivir aprisa, sin preocuparse por dejar bellos cadáveres en caso de muerte prematura, y sin tampoco preocuparse por dejar tras de sí historias legendarias. Había una consigna: disfrutar como si no hubiese un mañana. Y había asimismo una consecuencia lógica a todo eso: sangre, sudor y lágrimas, sexo, drogas y rock and roll. Si alguna vez fuiste joven, Blanca Riestra te convertirá en joven por segunda vez con su libro, tal es su poder de convicción cuando rememora. Ese poder de convicción nace de su desconfianza hacia los modelos documentales para reconstruir el pasado, porque para ella el pasado ya no se puede revivir ni reconstruir, solo se puede inventar, e inventar consiste en ofrecer la posibilidad de experimentarlo por segunda vez. Algo así es lo que pretende Gregor von Rezzori en La muerte de mi hermano Abel, donde su narrador tiene que exponerse ante el lector con todas sus miserias visibles, para de esa manera conseguir el perdón y la aceptación, una nueva oportunidad para existir, aunque solo sea en el pasado. Gregor von Rezzori, que seguramente escribió su novela en clave autobiográfica, no ahorra miserias para describir al narrador de su novela, a quien asocia con todo lo peor de la primera mitad del siglo XX. Blanca Riestra no disfraza en ningún momento su condición burguesa ni cuánto esa condición la afectó y la mantuvo lejos e ignorante de las dificultades para conseguir dinero, comprar droga, pagarse las copas en los bares y las discotecas o tener los últimos vinilos de Viuda Gómez e Hijos y la publicación más reciente de Manuel Rivas. Rezzori, en ese sentido, se presenta como un individuo abyecto en ocasiones pero también digno de misericordia porque se enfrenta solo a los mecanismos de la Historia con mayúscula, ante la que únicamente se puede perder. Riestra, sin embargo, carece de autocrítica, como si la protagonista que narra desde el presente fuese la misma persona que vivió unos años ochenta de «ruido y furia», «faraónicas entregas y pocas o ninguna compensación». A Rezzori lo escuchamos sugerir que «en el infierno, solo el malvado sobrevive»; a Riestra la escuchamos sugerir que «antes éramos un desastre pero ahora somos una ruina».
Muchas novelas sobre gente que escribe novelas se centran en los preliminares de la escritura y no en la escritura misma, describen los esfuerzos de un novelista para escribir, sin llegar a conseguirlo nunca. Thomas Bernhard es el gran maestro de ese tipo de literatura, donde los filósofos, los ensayistas, los historiadores, los dramaturgos, los poetas y los novelistas que pueblan Corrección, Tala, La calera, El malogrado o El sobrino de Wittgenstein pasean por sus casas, abren ventanas y las cierran, y se ponen todo tipo de obstáculos antes de escribir una sola línea. En La muerte de mi hermano Abel, Gregor von Rezzori nos viene a decir que la Historia con mayúscula es el mayor obstáculo que tuvo que saltar la novela decimonónica para convertirse en la novela moderna, a partir del modernismo. En Aquí empieza el mar, Blanca Riestra sugiere que todo lo que se tiene es lo que impide escribir, porque escribir es cuanto sucede cuando uno pierde hasta la última de sus pertenencias. Al sujeto de Gregor von Rezzori lo podríamos llamar «el/la viej@» y al sujeto de Blanca Riestra lo podríamos llamar «el/la mendig@». Para Rezzori, ya todo es pasado; y para Riestra, ya todo es ausencia. Ninguno de los dos es nostálgico, ninguno de los dos pretende ofrecer un retrato halagüeño de sí mismos (si es que de verdad se ocultan tras sus narradores), por eso se presentan como caprichosos, pueriles y manipuladores, seguros de que lo que la vida no perdona, lo perdona la literatura. O quizás seguros de que lo que se vive como miseria, en la literatura puede vivirse como esplendor, aunque solo sea estilístico.
Aquí empieza el mar no es un libro sobre el ayer, como La muerte de mi hermano Abel; es un libro sobre el aquí y el ahora, aunque comience hace cincuenta y pico años. Es un libro sobre una joven que de pronto se da cuenta de que ya tiene una cierta edad, de una mujer libre a quien de pronto ata el matrimonio y la maternidad, de un cuerpo femenino que de repente se reconoce a sí mismo y cobra conciencia de que es cuerpo y campo de batalla al mismo tiempo, de una hija sin padres, de una hermana sin hermanos, y de una madre perdida, sola y sin experiencia. De las ruinas en las que se transforma la existencia llegado cierto momento. Cabe asimismo decir que es un libro sobre la tarea de escribir un libro sobre todas esas cosas, convertidas en relato y convertidas en voz. Blanca Riestra, en un emocionante momento de su novela, nos dice: «El tiempo pasará y lo tapará todo, pero el problema es que ella no quiere olvidarlo, se resiste. Antes se resistía a caer y agarraba los muebles a su paso, ahora también se aferra a las cortinas, a las lámparas, dice: no quiero que todo vaya a la inexistencia, como todos los otros a los que he dejado marchar y que se han ido hundiendo todos en el cieno de la nada, que ya no tienen ni rostro, ni olor, ni calidez, ya por tener no tienen ni cuerpo ni latido, y ya no existen para mí. Salva a este, no dejes que lo olvide como a los otros, porque si olvido su existencia se irá haciendo cada vez más tenue hasta desaparecer en mí, y si desaparece en mí, también desaparecerá para el mundo, porque yo soy la proyeccionista que crea el mundo. No tengo certeza de que nadie excepto yo hago esto, yo estoy proyectando la existencia de todo, y cuando yo olvide, si me olvido, cuando yo muera, todo morirá conmigo y ya nada tendrá razón de ser, qué inutilidad de vida creada para la nada, que desgaste de fuegos de artificio, despilfarro de matices, de pasiones arrebatadas, de momentos chisporroteantes, de miradas salvajes y exaltaciones, de deseo y placer circular y repetido, aquellas manos, aquellas ansias. No me dejes olvidar, dios del mundo que soy yo y no soy yo, pero que a través de mí ejerce sus favores».
La novela de Blanca Riestra, que ganó el premio Blanco-Amor cuando apareció en gallego, no se resume en los párrafos anteriores, aunque en ellos se encierre buena parte de su esencia y de su relato. En el párrafo anterior, sin ir más lejos, nos enfrentamos al libro entero sintetizado en poco menos de veinte líneas, procedentes de una novela de casi trescientas páginas, que abarcan cincuenta años de historia, pero que se remontan mucho más atrás, para saludar a Gregor von Rezzori, Djuna Barnes y Arthur Rimbaud, y a muchos otros, hispanohablantes, españoles, gallegos, atlánticos, universales. Entra tú mismo y decide.
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Autora: Blanca Riestra. Título: Aquí empieza el mar. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros.
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