Durante algunos años, un reducido número de catedráticos y profesores de Oxford, así como algunos de sus amigos, se reunía en un pub cada martes para tomar unas cervezas, debatir sobre mitología, religión y literatura, y leer en voz alta las obras que estaban escribiendo. Este grupo, conocido como Los Inklings, incluía a C. S. Lewis, J. R. R. Tolkien y Charles Williams, entre otros.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Los Inklings (Minotauro), de Humphrey Carpenter.
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AH, LA GENTE QUE HABLA TU PROPIA LENGUA
Desde la ventana de la habitación de los niños se veía una línea de montañas largas y bajas. La vista a menudo estaba emborronada por una ligera niebla, porque el tiempo generalmente era húmedo, y en muchos días, las colinas estaban completamente tapadas por una lluvia oblicua. En esas ocasiones, todo lo que el niño podía ver eran los campos empapados que se extendían cuesta abajo hacia Belfast, donde las altas grúas señalaban el lugar de los astilleros, cuyo murmullo se oía incluso a esta distancia. Incluso en los días de lluvia había muchas cosas que hacer.
«Mi vida durante las vacaciones de Navidad de 1907, de Jacks o Clive Lewis. El autor de La construcción del paseo, Tierra de Juguetes, Las carreras vivas de la tierra de los ratones, etc. Mi vida comienza a partir de mi noveno cumpleaños. En el cual recibí un libro de Papito y un álbum para postales de Mamita. Warnie (mi hermano) venía a casa y tenía ganas de verlo, y ganas de las vacaciones de Navidad».
El niño había sido bautizado con el nombre de Clive, pero siempre se llamaba a sí mismo Jacks o Jack. Su hermano Warnie, cuyo nombre real era Warren, le sacaba tres años, e iba a un internado en Inglaterra. Jack siempre tenía ganas del regreso a casa de Warnie, porque entonces podían dibujar juntos o inventarse historias. A Warnie le gustaban las historias sobre barcos de vapor y trenes y la India, mientras que a Jack le gustaba escribir sobre animales que realizaban hazañas heroicas. Eso sí, normalmente conseguían meter todo eso en una misma historia. Cuando Warnie estaba en Inglaterra, Jack seguía con las historias solo, cuando no aprendía cosas de Miss Harper, la institutriz, o de su madre, quien le enseñaba francés y latín.
«Mamita es como la mayoría de las senyoras de mediana edad: maciza, pelo castaño, kon gafas, se dedica principalmente a acer punto, etc. etc. Papito es el hombre de la casa, claro, y un hombre en el que se ven los rasgos fuertes de los Lewis: malhumorado, muy sensible, simpático kuando no está enfadado. Yo soy como la mayoría de los niños de 9 y soy como Papito, malhumorado, labios gruesos, delgado y por lo jeneral yevo jersey».
Su padre, que trabajaba como abogado en Belfast, tenía un humor cambiante, y Jack estaba más cómodo con su madre, siempre ecuánime en su comportamiento tranquilo y afectuoso. Pero era su padre quien había comprado los cientos de libros que adornaban el estudio y el salón y la entrada, acumulados en dos filas en las baldas del rellano de las escaleras, y llenaban los pasillos y los dormitorios. Jack los hojeaba casi todos, de uno en uno. Un día encontró los siguientes versos en un poemario de Longfellow:
Oí una voz que clamaba Balder el hermoso
Está muerto, está muerto
Nunca había oído hablar de Balder, pero las palabras le transmitieron una sensación extraordinaria, una noción de las vastas y frías extensiones de un cielo norteño. No terminaba de entender exactamente qué sentía, y cuanto más intentaba volver a atrapar la sensación, más se le escurría.
Había muchos más libros para leer: los relatos de Beatrix Potter, los Viajes de Gulliver en un gran volumen ilustrado, y relatos de Conan Doyle y Mark Twain y E. Nesbit. En verano había pícnics en las colinas y días de playa, y siempre había algo que hacer en la gran casa, por lo que el tiempo pasaba veloz en una constante y rutinaria felicidad.
Entonces, una noche poco después de su noveno cumpleaños, se despertó con dolor de cabeza, y su madre no acudió cuando la llamó. Había luz en su habitación y un ajetreo de doctores y enfermeras. Tenía cáncer. Jack rezó para que Dios la curase, pero la enfermedad no abatió. El día que falleció, el calendario de su habitación (que tenía una cita de Shakespeare para cada día) llevaba las palabras: Los hombres deben soportar la partida de este mundo, igual que soportan la llegada. Después de esto, todo cambió. Jack aún tendría momentos de felicidad, pero la vieja sensación de comodidad había desaparecido. Tal y como él dijo: «Ahora solo quedaban islas en el mar. El gran continente se había hundido como la Atlántida».
Primero llegó la incomodidad de tener que llevar un apretado collar tipo Eton, unos pantalones bombachos y un sombrero hongo; después el clop-clop del carruaje de cuatro ruedas que llevaba a él y a su hermano al puerto de Belfast; luego la travesía del mar, seguida de su primer avistamiento de Inglaterra, que parecía un paisaje tristemente llano tras las colinas irlandesas; y finalmente, el internado.
La Escuela Wynyard del condado de Hertfordshire había sido relativamente buena cuando Warnie fue enviado allí por primera vez, pero para cuando Jack se unió a su hermano mayor, estaba deteriorándose con la progresiva locura de su rector. Durante los siguientes dos años, Jack tuvo que soportar una enseñanza tremendamente incompetente, comida muy pobre, saneamientos apestosos, azotes arbitrariamente infligidos y un miedo constante. Fue una horrible introducción al mundo exterior, y el único resultado bueno fue que los dos hermanos se unieron más para protegerse mutuamente. Para cuando la escuela finalmente se hundió y el rector fue declarado loco de manera oficial, Warnie ya se había trasladado a Malvern College; el hermano menor fue enviado a una escuela en Belfast por un breve período de tiempo, y después a otra escuela en Inglaterra.
Mientras tanto, Jack seguía devorando libros. A la edad de quince años había descubierto la mayoría de los poetas ingleses. Encontró una edición ilustrada de La Reina Hada en formato grande, y le maravilló. Los romances de William Morris le encantaban. Lo mejor de todo fue cuando un día encontró una ilustración de Arthur Rackham de Sigfrido y el Ocaso de los Dioses, y tuvo la misma sensación que había experimentado cuando leyó, por primera vez, los versos de Longfellow sobre Balder. «Fui envuelto en una “nortindad” pura», dijo; e inició una búsqueda de todo lo que tuviera que ver con el Norte. Libros sobre los mitos nórdicos, una sinopsis de las óperas del Anillo, la propia música de Wagner; todo alimentaba su imaginación. Poco después, ya estaba escribiendo su propio poema basado en la historia de los Nibelungos, rimando «Mime» con «time» y «Alberich» con «ditch», porque no sabía cómo se pronunciaban los nombres en original. También se esforzó en sus estudios, mostrando una considerable aptitud para el latín y el griego. Sin embargo, no había un sentido de estabilidad ni una sólida sensación de seguridad, ni a lo largo del semestre escolar ni en su hogar durante las vacaciones, donde ni siquiera la compañía de su hermano podía aliviar del todo el ambiente opresivo de la gran casa, cuyas tediosas rutinas ya estaban enteramente dictadas por su padre.
A la edad de catorce años, consiguió una beca para estudiar clásicas en Malvern College.
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«No solo resulta cada vez más difícil soportar esta persecución conforme pasa el tiempo, sino que incluso se está volviendo más severa». Jack Lewis, de quince años, estaba escribiendo a su padre desde Malvern. «Todos los mayores me detestan y no pierden ninguna ocasión de amonestarme verbalmente. Hoy, por no ser capaz de encontrar una gorra que un señorito necesitaba, me ha sentenciado a limpiar sus botas cada día tras el desayuno durante una semana. Es después del desayuno cuando en mi clase repasamos juntos las traducciones. De eso me ha privado. Cuando le pregunté si podía limpiárselas por la noche (un arreglo que, como te puedes imaginar, no le supondría ningún inconveniente), rechazó la propuesta, enfatizando su negativa con unas patadas que me hizo caer escaleras abajo. Así seguimos por aquí».
Malvern no era peor que la mayoría de los internados privados de la época, pero tampoco era mejor. Warnie había sido feliz allí —se marchó justo cuando Jack llegó— pero el hermano mayor era, a estas alturas de sus vidas, más resiliente que el pequeño. Jack cogió la manía al lugar casi desde el primer momento. No es que la docencia estuviera mal; al revés, tenía un excelente tutor de curso que lo animaba, y le felicitaban por su excelente trabajo. Sin embargo, los estudios académicos y la oportunidad de leer libros parecían desempeñar un papel tan pequeño en la vida del lugar. Los días estaban prácticamente dominados por campanillas estridentes, gente corriendo, órdenes vociferadas por los chicos mayores, poco sueño y ninguna privacidad. Había dos cosas en particular que lo alarmaban. Una era la homosexualidad, especialmente los flirteos de los chicos mayores con los más jóvenes. La otra era el hecho de que Malvern, al igual que otros muchos internados privados, no fuera gestionado tanto por los empleados como por un grupo extraoficial de chicos mayores llamados los «Bloods». La admisión a este grupo no dependía de cualificaciones formales, sino de ser «la persona adecuada», y conocer a «la gente adecuada». Además, una vez que uno de los mayores se convirtiese en uno de los Bloods, ejercía un poder considerable sobre sus compañeros. Aquellos Bloods con una inclinación abusiva natural, hacían la vida imposible a aquellos que resintieran su poder. Jack Lewis era uno de los que mostraban resentimiento. No tardó en convertirse en una víctima ideal, y después de dos semestres de persecución, había tenido suficiente. Lo que él tenía que soportar no era peor de lo que miles de otros chicos estaban soportando, pero no tenía ninguna intención de permanecer en el lugar y aguantarlo. No era ese tipo de persona. Cuando se enfrentaba a algo que odiaba, no lo toleraba, sino que le declaraba la guerra. Puesto que no podía enfrentarse en solitario a los Bloods, decidió que lo mejor sería largarse. Escribió a su padre: «Por favor, sácame de aquí cuanto antes». Su padre era un hombre de ideas peculiarmente inconexas, y normalmente notable por sus decisiones equivocadas. Sin embargo, por una vez, hizo lo correcto. Sacó a Jack de Malvern y le envió al hombre que había sido su propio rector; ahora estaba retirado en Surrey, pero admitía algún que otro alumno privado. W. T. Kirkpatrick, alto y fibroso, era un ateo estricto que siempre se ponía su mejor traje los domingos para trabajar en el jardín. Esto, sin embargo, era el único ejemplo documentado de comportamiento ilógico; todas las demás facetas de su vida obedecían a principios estrictamente lógicos. Era un conversador temible, porque ninguna frase salía de su boca que no fuera implacablemente lógica. Cuando Jack Lewis se encontró por primera vez con su nuevo profesor en la estación de ferrocarril, el niño intentó entablar una conversación ligera y señaló que la campiña de Surrey era más silvestre de lo que se había esperado. «¡Alto!», gritó Kirkpatrick. «¿A qué te refieres con silvestre, y qué razones tenías para no esperarlo?». Jack hizo lo que pudo, pero cada respuesta fue refutada por ser producto de un pensamiento inadecuado. «¿Acaso no ves que tu observación carecía de sentido?», concluyó Kirkpatrick.
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Autor: Humphrey Carpenter. Título: Los Inklings. Traducción: Martin Simonson. Editorial: Minotauro. Venta: Todostuslibros.
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