Hoy en día, el cine de la Nouvelle Vague, en su conjunto, ya tiene la textura de los clásicos. Por eso es ahora cuando parece procedente hablar del decidido interés por Honoré de Balzac de aquel grupo de cineastas franceses que inauguró el cine de autor y la pantalla contemporánea. El más rupturista, influyente e innovador de los nuevos cines surgidos entre finales de los años 50 y principios de los 60, que hubiera debido interesarse por la novelística de su tiempo —el Nouveau Roman— por aquello de la contemporaneidad, muy por el contrario, mostró un interés insospechado por uno de los grandes novelistas decimonónicos.
En fin, a lo que voy es a que, plásticamente, la Nouvelle Vague ha dejado de ser moderna entendiendo por moderno lo último, lo novedoso. Ahora bien, si estamos con esos comentaristas que sostienen que el cine moderno del siglo XX fue aquel que abordaba temas sociales o políticos, buscando transmitir un mensaje o reflexionar sobre la realidad, en tanto que el posmoderno fue aquel otro al que le valía todo, sin énfasis alguno en la importancia o en la reflexión, más tendente a la forma —esa plástica a la que me refiero— y a la ironía —la trasgresión absoluta de los géneros; de la puesta en escena, en general, de Godard—, la Nouvelle Vague fue posmoderna. Cuando Godard, a raíz de los acontecimientos de mayo del 68, abandonó el cine comercial, pasando a hacer cine comprometido políticamente, ya hacía cuatro o cinco años que la Nouvelle Vague había dejado de existir como tal.
Una década después, en los albores de mi dulce entrega, aquel grupo de cineastas franceses fue a mi itinerario cinéfilo, a mi educación sentimental, un verdadero pórtico, como lo había sido el western en mis comienzos como mero espectador, de modo que se me ha hecho triste comprobar que, en su conjunto, plásticamente, la Nouvelle Vague ha perdido ese aire moderno, rabiosamente nuevo, que tuvo durante cuarenta y muchos años. Ha sido en mis revisiones de este otoño del gran Truffaut, con motivo de esos 40 años transcurridos desde que la existencia del maestro fundió a negro, sumiendo al más exaltado de los antiguos críticos de Cahiers du Cinéma en esas tinieblas inexorables, de las que nunca se vuelve.
Recuerdo que hace tres décadas, en el 94, cuando escribí por primera vez sobre Truffaut con motivo del décimo aniversario de su fallecimiento, a modo de tributo, me puse el traje con el que me había casado para ir a la redacción. Aún era moderno el didactismo de La noche americana (François Truffaut, 1973) y en 2006, cuando Pedro Cuartango me encargó el obituario de Claude Jade, esta inolvidable actriz aún lucía como esa chica yeyé que fue en su creación de Christine, en Besos robados (François Truffaut, 1968), futura señora Doinel. Pero en nuestros días, el cine de la Nouvelle Vague ya tiene la textura del cine clásico. Clásico y literario como pocos.
Las lecturas de William Faulkner a las que alude Patricia Franchini (Jean Seberg) en Al final de la escapada, la estrecha colaboración de Alain Resnais con Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet o la labor del gran Chris Marker dentro de Editions du Seuil, principal editorial del Nouveau Roman… Sí señor, entre otras muchas cosas, admiro tanto el cine de la Nouvelle Vague, así, en bloque, porque, grosso modo, es el más literario que la historia registra.
Tanto afán de libro en la generación que inauguró el cine moderno tuvo una de sus máximas expresiones en la adaptación de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, llevada a cabo por el gran Truffaut en 1966. Su argumento es harto sabido por cualquier biblioencandilado: en un futuro donde los libros se queman, unos juramentados, para salvarlos del fuego, se aprenden de memoria su texto favorito y así legarlo a la posteridad. Siento por Bradbury, uno de los grandes de la literatura fantástica del amado siglo XX, verdadera admiración. Sin embargo, de entre todas las citas bibliográficas de la Nouvelle Vague, me quedo con las referidas a la obra del novelista más grande de la centuria decimonónica, el suprarrealista por antonomasia: mi venerado Honoré de Balzac.
Desde hace ya 26 años, cuando —más o menos— elevé al altar mayor de mis devociones literarias al autor de La Comedia Humana, vengo siguiendo su rastro en todas mis revisiones de las cintas de la Nouvelle Vague. Cronológicamente, la relación empieza con el obsequio de Ilusiones perdidas (1843) que el librero (Guy Decomble) le hace a Charles (Gerard Blain) en Los primos (Claude Chabrol, 1959).
Inmediatamente después nos llega el entrañable Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959). En la vela que el álter ego del realizador enciende a Balzac, en ese pequeño altar que ha dispuesto para él en la intimidad de su cuarto, he sentido una pasión por el autor de Ilusiones perdidas idéntica a la mía. Fui tan mal estudiante como Doinel. Ello no era óbice para que —¡oh paradoja!— ya latiera en mí ese afán de libros que ya gravitaba en mi vida incluso antes de saber leer, cuando me magnetizaban sus ilustraciones, los «santos», que las llamaban mis mayores. Como Doinel, aborrecía tener que estar encerrado en el aula y prestar atención al profesor. Pero mi avidez de novelística, de cultura, ya era la misma que hoy. Así que me conmueve ese Doinel mal estudiante, empero devoto de Balzac, que se inicia en ese universo de ochenta y cinco novelas que sintetizan la historia social de Francia entre 1815 y 1830 —desde la Restauración Borbónica hasta la Monarquía de Julio— bajo el título de La Comedia Humana. No hay tesis que valgan, no cuenta con más guía en la empresa que su devoción.
Devoción que, en otro orden de cosas, Truffaut y Balzac compartieron por la burguesía. Pero hablemos de otras concomitancias, menos denostadas que las inquietudes burguesas, que hubo entre el novelista y el realizador. Por ejemplo, esa asociación de las distintas obras en un mismo universo, que cimienta el ciclo de Doinel, es inequívocamente balzaquiana: la espina dorsal de La Comedia Humana, ni más ni menos.
En Besos robados, esa tercera entrega de la Pentalogía de Doinel —que suele tenerse por tetralogía porque suele olvidarse Antoine y Colette, su fragmento del filme colectivo El amor a los 20 años (1962), que el gran Truffaut también dedica a su álter ego—, vemos a Doinel leyendo El lirio en el valle (1836). Alivia Antoine los rigores de su confinamiento en una prisión militar con la novela que Balzac dedicó a la señora Berny, La Dilecta, su primera benefactora. Doinel ya no es aquel mal estudiante que se adentraba entre temeroso y fascinado en el universo de Balzac. Ahora es un mal soldado, pero un buen lector de La Comedia Humana. Sabe moverse por sus miles de páginas. Le consta que dentro de ella, el personaje que tiene más entradas es Eugenio de Rastignac, que el díptico de Lucien Chardon de Rubempré está integrado por Ilusiones perdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas (1847) y que, bajo el epígrafe de Los Parientes Pobres, surgen dos novelones de la talla de La prima Bette y El primo Pons, ambas de 1847.
Doinel es Truffaut a todos los niveles. Como es sabido, el cineasta, lector compulsivo desde la infancia, fue redimido del dudoso destino que le aguardaba al salir del reformatorio —donde le envió su padre adoptivo tras el impago de unas deudas de su cineclub— por André Bazin, uno de los fundadores de Cahiers du Cinéma, uno de los impulsores de la teoría del cine de autor y primer maestro de cuantos escribimos convencidos de ella. Impresionado por la cinefilia y las lecturas del joven Truffaut, Bazin y su mujer le cogieron bajo su tutela y encaminaron tanta pasión hacia la crítica.
Nació así uno de los críticos más combativos que ha conocido la literatura fílmica. Pero antes de que eso sucediera, Bazin tuvo que volver a sacar a Truffaut de su confinamiento. Esta segunda vez, de la prisión militar en la que fue recluido tras desertar. Exactamente igual que Doinel cuando leía El lirio en el valle. Calculo pues que fue ésa la novela que acompañó al cineasta en su prisión. Calculo que, llevando ya algunos años a cuestas con La Comedia Humana —los que se fueron entre esa velita que Truffaut, sin duda, encendió a Balzac y la segunda reclusión— convirtieron al realizador en ese experto en el universo de Balzac que yo imagino en Doinel.
Sin embargo, merced a sus películas de los años 70, prácticamente desconocidas en España, que ahora pueden descubrirse en YouTube, se comprende que el gran balzaquiano de la Nouvelle Vague fue Jacques Rivette. Ya en los 90, cuando el cine de Rivette llegó tímidamente a nuestra cartelera, se estrenó La bella mentirosa (1991), su aclamada adaptación de La obra maestra desconocida (1831), uno de los Estudios filosóficos de La Comedia…
Definido por Truffaut como «el más fanático de nuestro grupo de fanáticos», el gran Rivette reproduce varios esquemas, no ya de la obra, sino de la vida y la personalidad de Balzac. Como el novelista, llega a París desde una provincia dispuesto a conquistar la capital con sus ficciones —Balzac desde Tours, Rivette desde Ruan— y, lo que es más importante, uno y otro conciben sus asuntos con una loable desmesura.
A diferencia de Balzac, que se extendía tanto porque escribía por entregas, el principal problema que tuvo el cine de Rivette para su distribución comercial fue la desmedida duración de sus películas. Out 1, noli me tangere (1971), una de las que ahora pueden descubrirse con sumo placer en YouTube, dura setecientos veintinueve minutos. Dividida al cabo en ocho episodios, se trata de una adaptación libre de La historia de los 13, una trilogía dentro de La Comedia… que a Rivette parece llamarle especialmente la atención.
En sus secuencias, Jean-Pierre Leaud está convencido de que estos trece conjurados para el crimen, a los que el maestro alude en su trilogía, existen en ese París de los años 70 donde está ambientada la cinta. Puesto a descubrirlos, se entrevista con un balzaquiano incorporado por Eric Rohmer, quien como el profesor de literatura que era, probablemente, también fue ese experto en Balzac que encarna aquí. El personaje de Rohmer, como sin duda haría cualquier balzaquiano procedente del mundo académico ante quienes no tenemos más guía frente a la obra del novelista que la admiración que nos inspira, se muestra reticente ante los conocimientos de La Comedia Humana del personaje interpretado por Leaud. Se trata de un tipo que hasta entonces se ha hecho pasar por sordomudo. Dejaba páginas sueltas de una edición de La historia de los 13, a cambio de unas monedas voluntarias, en los cafés de París. Se comunicaba con sus benefactores con los sonidos que emitía con su harmónica. Ya en el cuarto episodio, resulta que el tipo habla y dice llamarse Colin. Como Jacques Colin, el villano de La Comedia Humana, que el maestro nos presenta en sus diferentes entregas bajo los nombres de Vautran, el abate Carlos Herrera o Burla la muerte.
Hace ahora 17 años, el gran Rivette volvió sobre La historia de los 13, adaptando su segunda entrega, La duquesa de Langeais (1834), en No toquéis el hacha (2007), filme que me es especialmente querido porque la duquesa es mi favorita, mi dilecta, de las grandes damas del Maestro.
Así, de entrada, vistas las míticas adaptaciones de Alain Resnais de Marguerite Duras —Hiroshima mon amour (1959)— y Alain Robbe-Grillet —El año pasado en Marienbad (1961)— dos de los más destacados miembros del Nouveau Roman, la nueva novelística que asomó a las letras francesas mediado el amado siglo XX, podría pensarse que la Nouvelle Vague fue especialmente afecta a aquella escuela. Incluso cabe decir que una entente entre aquel nuevo cine y aquella nueva novela hubiese sido lo natural. Sin embargo, apenas se vuelve sobre las cintas del grupo de Cahiers du Cinéma —Truffaut, Chabrol, Rivette, Godard, Rohmer— se descubre que la estela de Balzac en la Nouvelle Vague es mucho mayor. Cuanto queda por aprender del gran Honoré y que dichoso ha de ser hacerlo.
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