Cuando en 1985 apareció Meridiano de sangre, Cormac McCarthy todavía era un escritor poco conocido aunque con un ligero prestigio entre ciertas élites. Sus libros jamás alcanzaban una segunda edición, tampoco entraban en las listas navideñas de los mejores del año; eso no quiere decir que no fueran comentados, a veces con horror y estupefacción, en conversaciones casi siempre breves porque nadie sabía qué decir sobre ellos. Todos eran violentos, pero ninguno era tan violento como Meridiano de sangre. Si Cormac McCarthy había conseguido publicarlo y publicar el resto de su obra hasta aquel momento había sido porque su primer manuscrito cayó en las manos apropiadas, cuando él lo envió a Random House antes de que Random House fuese el conglomerado que es ahora. La primera persona en leerlo en la editorial fue Albert Erskine, su protector y amigo a partir de entonces, un lector exigente a quien el estilo exigente de McCarthy le recordaba al de Herman Melville en Moby Dick y al de William Faulkner en Mientras agonizo. A estos dos últimos, Erskine los consideraba colosos de la historia de la literatura, que él conocía bien en inglés, por eso siempre creyó que McCarthy era su sucesor y el mejor prosista de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. A Erskine le bastaba con que los libros de McCarthy vendieran lo suficiente como para acabar descatalogados por falta de copias al cabo de los años, además de ir ganando poco a poco prestigio para la editorial y las mejores becas creativas para el novelista, cuya supervivencia fue en algunos momentos un milagro y un cúmulo de pequeños trabajos de fin de semana, gracias a los cuales pudo ir tirando.
Pensaba en todo esto después de leer Abel, de Alessandro Baricco, porque me produjo una sensación muy parecida a la que en su día me produjo Seda: intentaba entender, sin conseguirlo. Intenté entender en su momento por qué Seda, que vendió más de un millón de copias a escala planetaria y entusiasmó tanto a sus lectores que muy pronto se convirtió en película, a mí no me dijo nada; también intentaba entender ahora por qué Abel, que en Italia ya había vendido más de cien mil copias y se había convertido en una de las novelas más comentadas y admiradas de la temporada, a mí seguía sin decirme nada. N-A-D-A. Por supuesto, indagué al respecto. Muy pronto supe que Feltrinelli, la editorial que publicó Abel el año pasado en Italia hizo una campaña carísima antes, durante y después del lanzamiento de la última novela de Alessandro Baricco. Había escritores, presentadores de televisión y gente de distinto pelaje, con la única consigna de que unos y otros fuesen famosos, leyendo fragmentos del libro en privado y en actos públicos. Los periódicos y las revistas anunciaban el regreso de Baricco a la novela después de ocho largos años, en los cuales a él le habían diagnosticado leucemia y le habían hecho dos trasplantes de médula. Los clubes de lectura habían programado su lectura semanas antes de que el libro hubiese llegado a las librerías. No solo se trataba del regreso del hijo pródigo al mundo de la literatura, sino del regreso del Dante contemporáneo tras su viaje por el Infierno. Y digo esto último con el máximo respeto hacia el escritor y su particular viacrucis, aunque con la misma estupefacción que sentí hace años con Seda, tan parecida a la que siento ahora mismo con Abel. Leí en italiano cuanto se ha publicado y colgado en la red sobre este último libro, perplejo al darme cuenta de que en la mayoría de los casos se repiten frases y a veces incluso párrafos, procedentes de la campaña publicitaria de Feltrinelli, como si fuera de los eslóganes comerciales hubiese poco más que decir. Se anunciaba, entre otras perlas, que a quienes leyesen en italiano en Escandinavia, Alemania u Holanda, la editorial se comprometía a hacerles llegar una copia del libro, si lo compraban a través de Amazon, el mismo día en que se pusiese a la venta en Italia. Seguramente si ahora todos nosotros callásemos, podríamos escuchar murmullos venidos de Italia, Suiza, Dinamarca o Noruega, de grupos de lectores leyendo en voz alta fragmentos de Abel y de gente extasiada mientras pasa sus páginas.
Muchos editores del actual conglomerado al que pertenece Random House aseguran que hoy en día resultaría casi imposible que el grupo publicase a Cormac McCarthy por primera vez, enviándoles él el manuscrito de su primera novela por correo. Hay muchas posibilidades de que se extraviase entre los miles de manuscritos que les llegan a diario de todas partes del mundo y es bastante improbable que los lectores contratados para que criben los libros para que solo los mejores lleguen a manos de los editores de Random se dejasen conquistar por el estilo de McCarthy. Ahora el escritor estadounidense tendría que probar suerte en editoriales independientes, con escasa capacidad para promocionar sus libros y conseguir que los críticos de los grandes medios se los tomasen en serio. Si tuviese la suerte de ser publicado, moriría sin haber visto jamás el relativo éxito que tuvo en Random y mucho menos el que luego tuvo en Knopf, incluido ya en el catálogo de un potente conglomerado, desde el momento en que él ganó el National Book Award gracias a Todos los hermosos caballos, en los años noventa del siglo pasado. A lo sumo llegaría al nicho donde están ahora mismo Mircea Cărtărescu o László Krasznahorkai, autores de culto, poco leídos y menos comentados.
No creo que a Baricco le sucediese algo parecido hoy en día si volviese a comenzar su carrera. Sus libros, de hecho, creo que son cada vez más aptos para tener éxito a escala planetaria, porque son breves, abundan en efectos poéticos para el gran público, son muy profundos aunque nadie sepa muy bien a qué profundidad llegan, y contribuyen a derrocar la totémica figura del antiguo prescriptor literario, proveniente del mundo académico, sustituido hoy por los lectores de las redes, hechos a sí mismos, sin verdaderos conocimientos sobre lo que hablan pero con un enorme desparpajo.
Meridiano de sangre y Abel tratan sobre el salvaje Oeste. Las dos tienen un subtítulo: la primera se subtitula «el atardecer rojizo del Oeste» y la segunda «novela metafísica». Algo así debería hacernos creer que Cormac McCarthy fue una especie de paisajista y que Alessandro Baricco es una especie de filósofo. Conviene aclarar que a Cormac McCarthy le gustaba mucho la pintura y el cine, las imágenes en general; y que Alessandro Baricco se licenció en filosofía. Ambos podrían ser, por consiguiente, algo así como el yin y el yang del salvaje Oeste, las dos caras de la misma moneda, la forma y el contenido del mismo género. Esto, no obstante, a mí me resulta imposible de procesar, porque me gusta demasiado el western y en él no admito cualquier propuesta. Le sucedería lo mismo a un lector judío con una novela que abordase temas relacionados con su religión, Israel o el Holocausto, que leería de una manera diferente de la mía y posiblemente no aceptaría las conexiones intertextuales que yo pudiese hacer. Digo esto porque a los abyectos personajes de la novela de Cormac McCarthy puedo procesarlos porque el western es ante todo un género paisajístico, cuyos espacios son lo único firme, mientras que sus personajes cambian, mutan y se matan entre sí, siguiendo una dialéctica de muerte y supervivencia que uno ve como se vería un documental sobre alguna especie animal, hipnotizado visualmente pero aterrado emocionalmente. Digo esto asimismo porque a los «metafísicos» personajes de la novela de Alessandro Baricco no puedo ni quiero procesarlos, al menos no como personajes del western y en todo caso los proceso como personajes «baricco», que es como él parece ser capaz de procesar cualquier asunto, de ahí que sus novelas italianas rara vez tengan lugar en Italia y puedan hacer turismo literario indiscriminado, convertidas en un álbum de fotos turístico, donde sus personajes posan al lado de la Gran Muralla China, el océano de algunas novelas de Herman Melville o Joseph Conrad… En Abel, por ejemplo, te preguntas cuál es la necesidad de que los personajes sean vaqueros, del mismo modo que te preguntarías qué necesidad tendrían de ser judíos o senegaleses, en caso de que la novela hubiese tenido lugar en Israel o Senegal, porque si por algo se caracteriza Abel es por jugar en el terreno de las parábolas que nunca sabemos qué nos quieren decir y que aceptan cualquier rollo que nos inventemos sobre ellas. Abel, en ese sentido, se parece mucho a la literatura de taller, que sirve como modelo para explicar y clonar literatura, siempre a partir de los modelos más fáciles y no de los más difíciles, de los más «universales» y no de los más «regionales», porque estos últimos requieren un tipo de comprensión de la historia o de la evolución de los seres humanos que hoy a casi nadie le parece importante.
Por paradójico que pueda sonar, leí Abel de un tirón y, sin embargo, Meridiano de sangre la abandoné después de sus primeras cincuenta páginas en dos ocasiones, hasta que finalmente conseguí terminarla. Abel no es cronológica, pero aun así no me resultó difícil de seguir en ningún momento. Detrás de su protagonista y narrador está un escritor que simplifica y adapta todo, para que no nos resulte ni demasiado brutal ni demasiado ininteligible. Baricco, al final del libro, da fe de la bibliografía que leyó para escribirlo, como si quisiera dejar claro que nada de lo que dice está dicho al azar o sin una base contextual, cuando lo cierto es que el zigzag narrativo de su novela a mí me pareció lo más caprichoso de la misma y en casi ningún capítulo sentí ni la suciedad ni la posible violencia de la época, ni siquiera durante el atraco al banco que convirtió a Abel Crow en una leyenda y que dejó varios muertos a sus espaldas, ni en ningún otro momento. De Meridiano de sangre no puedo decir lo mismo porque en dos ocasiones, a pocas páginas de haber comenzado, me resultó estilística y emocionalmente incomprensible e intolerable, hasta tal punto que me rendí. Por raro que pueda parecer, Abel no creo que vuelva a leerla jamás, pero Meridiano de sangre, cuya lectura completa me llevó tres intentos, es una novela que no conseguí olvidar en ningún momento, ni siquiera cuando aún no la había leído por completo, porque su estilo y su fuerza es algo que no encuentras todos los días en cualquier novela, y no descarto volver a leerla.
Harold Bloom decía que la novela de Cormac McCarthy era apocalíptica en un sentido tan amplio y estremecedor que, con el tiempo y las catástrofes, cada vez sería más comprensible porque describiría mejor el mundo donde vivimos. Decía también que era una novela tan definitiva que no admitía parangón con nada que se hubiese hecho en los últimos setenta años. Ni siquiera Thomas Pynchon había escrito algo a su altura, según Bloom, que consideraba a Pynchon uno de los mejores escritores de la historia. Ese carácter definitivo de Meridiano de sangre era como una condena para la historia de la literatura e incluso para Cormac McCarthy, que —según Bloom— no se había acercado a su calidad con ninguno de sus libros anteriores y posteriores. Su oscuridad era como la de la Divina comedia, su baño de sangre como algunas tragedias de William Shakespeare, su radical violencia como la radical violencia de las obras maestras de Fedor Dostoievski, y el carácter absurdo de su relato era tan absurdo como las fábulas absurdas de Franz Kafka. Bloom aseguraba, y yo estoy de acuerdo, que su lenguaje y su estilo eran de tal calibre que superaban a su horror o quizás se mimetizaban con él, para convertirse en la máxima expresión del arte terrible, arte a la altura de los grandes cuadros de Pieter Brueghel el Viejo y El Bosco, las películas de Sam Peckinpah y David Cronenberg o las novelas de J. G. Ballard o William Burroughs.
De Abel han dicho muchos críticos (y seguramente habrá muchos más que digan lo mismo muy pronto) que es «hermoso», «profundo», «elegante», «innovador» y «que te hace llorar». A mí, por desgracia, no me dijo nada, pero al menos me permitió pensar en Meridiano de sangre, que me parece una obra maestra descomunal y que actúa como agente bloqueador para que no lea cualquier cosa y comience a aplaudir, incapaz de distinguir lo bueno de lo malo, lo banal de lo esencial.
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Autor: Alessandro Baricco. Título: Abel. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.
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