El otro Madrid
Me gusta pasear de vez en cuando por el Madrid que no sale en las postales y queda fuera de las órbitas turísticas, el de bloques de viviendas sin mayor historia y plazas desnudas de estatuas y oropeles, amuebladas únicamente con bancos donde se sientan a charlar los vecinos más veteranos y descansan los transeúntes que hacen una pausa en el trayecto que los devuelve del supermercado a su casa para descargar un momento las bolsas de la compra. Es la ciudad menesterosa que se aleja del boato de los distritos céntricos —donde todo el mundo anda apresurado y siempre se permite que lo urgente relegue a lo importante— y en la que se impone otro ritmo un tanto más pausado; son las pocas reminiscencias que van quedando de la época en que esto era un poblachón y se aprecia el aire de familiaridad de las personas que acuden a los comercios, que entran y salen de los bancos o las farmacias, que de pronto se encuentran en una esquina y se detienen un momento a preguntarse qué tal les va la vida. Aún se conservan en esas latitudes bares en los que puede uno acodarse en la barra o buscar acomodo en una mesa y tomar un café tranquilamente mientras ojea el periódico, un lujo que nunca creímos tal y que ya es casi imposible llevar a cabo en pleno centro, y también de cuando en cuando se aprecian hábitos, como el de ponerse a echar migas de pan a las palomas, que ya son puro exotismo en los aledaños del kilómetro cero, donde lo que prima es el agasajo desmesurado del turista y la glorificación del consumo por el consumo, como si la ciudad allí no fuera ya un marco de convivencia sino un mero escenario para la dispensa de bienes y servicios a cambio de una recompensa. Ese otro Madrid menestral, por el que sólo pasean quienes tienen algo que ver con él, se mueve en otras coordenadas, tiene otras reglas y persigue otros propósitos, y al cabo ha terminado por convertirse en una especie de reducto dentro de la ciudad, el recordatorio de cómo eran las cosas antes de que nos invadiese esta obsesión estúpida por parecer no lo que somos, sino lo que otros quieren ver en nosotros. Hay fronteras invisibles, calles como Doctor Esquerdo o Francisco Silvela, el mismo río Manzanares, que marcan el paso de un territorio a otro, pasos de cebra o puentes a partir de los cuales cambia la ciudad y cambia el paisaje y cambia el vecindario en una metamorfosis que se advierte también en las líneas de metro, cuando a partir de ciertas estaciones los vagones se quedan medio vacíos y sólo permanecen en ellos quienes van o vuelven de esos predios que se alejan de los grandes neones y las vallas publicitarias y en los que nadie se detiene a sacar fotos porque lo único reseñable allí es la cotidianidad. No deja de ser curioso, porque en eso radica su principal aliciente.
Cumple años Manolito
Lo vengo diciendo desde hace años: si Elvira Lindo fuera inglesa, o francesa, o sueca, tendría una estatua ―o una placa, al menos― en las principales ciudades del país. No porque sea una gran escritora ―lo cual puede constatar cualquiera que dedique un tiempo a leer sus libros―, sino porque es la responsable de uno de los mayores fenómenos culturales que ha conocido este país en las últimas tres décadas. Siempre que la he presentado en público he dicho lo mismo: que por mucho que en España la literatura infantil y juvenil sea vista como una especie de segunda división en la que sólo juegan aquellos cuyas escasas capacidades les impiden disputar grandes torneos, ser la autora de Manolito Gafotas debería ser mérito suficiente para que su nombre figurase con letras de oro en el panteón de las letras contemporáneas. Si escribir para niños es, contra lo que suele pensarse, extremadamente difícil, hacerlo con el talento y la lucidez que se necesitan para despertar su interés a lo largo de dos o tres generaciones, y para que además incorporen determinados giros expresivos a su lenguaje cotidiano, roza la proeza. No está de más repetirlo ahora que Manolito está cumpliendo treinta años y que Seix Barral acaba de llevar a las librerías un estuche que recoge todos los libros protagonizados por ese niño avecindado en Carabanchel (Alto) que sólo se parece a Harry Potter en las gafas y que demostró que no hacían falta superpoderes ni trucos para erigirse en objeto de admiración en esas edades indecisas, dubitativas, en las que el mundo parece unas veces un campo inmenso dispuesto para el juego y se presenta otras como un lugar desalmadamente inhóspito. Como nos congregamos varias decenas de personas en el coqueto sótano de La Mistral para celebrar el aniversario con la pompa y la circunstancia que merece ―acompaña a Elvira la simpar Eva Cosculluela, que se ha ocupado de recopilar todos los materiales relacionados con Manolito que se han dado en estos años, que son muchos y diversos―, todos tenemos ocasión de recordar nuestro primer acercamiento a Manolito y constatar cómo nos ha venido acompañando a lo largo de los años, incorporado como se encuentra a nuestro imaginario personal e intransferible y responsable como es de que, al fin y al cabo, interpretemos ciertas cosas de una manera y no de otra. Me reconforta y me alegra descubrir que, sin saberlo, el niño con el que yo empecé a desayunar los sábados mientras leía sus andanzas en el Pequeño País ha enseñado español a unos cuantos zagales de su quinta en distintos países del mundo, y que ayudó a que no pocos escolares a los que sus compañeros adscribían al grupo de los raros sobrellevaran mejor sus infortunios infantiles cuando supieron que contaban con un cómplice de papel en la periferia madrileña. Y está, claro, el mayor mérito, que es el que adorna a las obras que superan definitivamente la prueba del algodón: el de que, en estos tiempos tan acelerados en los que vivimos, esos libros que vieron la luz hace lo suyo ―han pasado diez años desde que se publicó el último de la serie― continúen hoy tan frescos y tan actuales como entonces.
¿Dónde vas, Sinatra?
He dado estos días con Sinatra, una novela que fue muy exitosa en su día ―la publicó Anagrama en 1984, tuvo buenas críticas y bastantes lectores, fue traducida a varias lenguas― y que había ido quedando olvidada con los años. La escribió Raúl Núñez, un autor que no tuvo mejor fortuna y del que poco o nada se ha venido hablando en los últimos tiempos pese a que gozó de cierta popularidad como poeta y como narrador, quizá porque tras su muerte no contó con nadie de que se ocupara de mantener medianamente vivo su recuerdo. Éste va reflotando ahora gracias a algunas reediciones como la que la editorial Efe Eme ha alumbrado de su novela más famosa, ésta que ahora tengo entre las manos y que es, esencialmente, una historia de perdedores que sobrellevan como pueden su condición en una ciudad que, sin que ellos lo sepan, está a punto de desaparecer arrumbada por una ilusión de progreso que se avecina encarnada en unos Juegos Olímpicos. El protagonista se llama Antonio, pero todos se refieren a él como Sinatra por su parecido con el cantante, y trabaja como portero de noche en una pensión de la calle Hospital, en el barrio chino barcelonés. Lo ha abandonado su mujer y para sobrellevar la soledad se apunta a un club de amistades por correspondencia que lo lleva a entablar contacto con una viuda que convive con su hijo drogadicto, un travesti enamorado de un camarero que al igual que él sirve en una taberna de mala muerte, un delincuente recién salido de la cárcel y un chalado que intenta salvar a la humanidad de la ominosa presencia del Maligno. A esas relaciones devenidas del intercambio epistolar se suman las que mantiene con su compañero en la portería y con sus responsables, con una joven adolescente que tiene problemas mentales y deambula entre la adicción al caballo y la prostitución ocasional y con una empleada del bingo que tiene ínfulas de mujer fatal y no deja de ser una desgraciada más. Es, en consecuencia, una novela coral que arranca con una primera página memorable para ir trazando un fresco en el que tienen cabida quienes residen en los márgenes de la sociedad, personajes que desde su mismo nacimiento han tenido más pasado que futuro y que se conforman con pequeñas victorias que compensen el sinsabor de unas biografías inequívocamente desgraciadas. Esboza, en resumen, un retrato fiel de la cara oculta que tenía aquella España donde anidaban demonios que quedaban ensombrecidos bajo el relato triunfante de la democracia que se implantaba y las promesas rutilantes de los fastos que estaban por venir; un recorrido sombrío y desencantado por esos callejones que se evitan a sabiendas y esos bares a los que no entramos para no vernos en problemas. Quizá radicó en ello el secreto de su éxito, que llegó hasta tal punto que cuatro años después de su publicación el director Francesc Betriu estrenó una adaptación cinematográfica en la que adjudicó el papel principal a Alfredo Landa. No se parecía el actor precisamente a Sinatra, pero es justamente eso lo que subraya el patetismo de una narración en la que el horror se matiza con la ternura que se desprende hacia cada uno de los personajes, en el fondo seres perdidos en busca de un camino que no van a encontrar nunca. La película no ha envejecido mal y cuenta con el aliciente curioso de ver al cantautor Joaquín Sabina en la que fue su única incursión cinematográfica ―se encargó de la banda sonora y forman parte de ella tres canciones que luego incluiría en su disco El hombre del traje gris y también alguna otra que exhibe en el largometraje una versión modificada o primigenia―, pero el visionado no resulta tan gratificante como la lectura de la novela, que empieza con una frase, «Sinatra se parecía a Sinatra», que esconde tras su sencillez todos los rudimentos recomendables para construir un buen principio.
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