Fotografías: ©Victoria R. Ramos.
Hace unos días les dejamos en el Parador de Sigüenza. Hoy regresamos allí, a la antigua residencia episcopal. Mientras el autor termina de firmar ejemplares, el personal del castillo ha vestido de largo el Salón del Cardenal Mendoza para la cena. Algunos comensales remolonean disfrutando la brisa de la tarde de una calurosa jornada que aún no ha terminado. La noche cae sobre el ahora pacífico patio de armas, y tras un cierto retraso debido a la cantidad de gente que ha hecho cola para que Lorenzo Silva les firme un libro tras su charla, el acto continúa en el comedor.
Estudiantes de 4º de ESO del Colegio Episcopal Sagrada Familia (SAFA) –Mario y Lucía– y de 1º de Bachillerato del IES Martín Vázquez –Javier Cabra e Irene Casas–, sus profesores –Pedro Díaz y José Salas–, jueces, abogados, lectores, escritores en ciernes, una alegre pareja que celebró su boda en este mismo parador, representantes del consistorio local y asistentes de todo tipo y condición dan buena cuenta de los manjares que el buen hacer y la eficiencia del personal ponen a su disposición, entre velas y porcelanas. Tras el postre se abre la ronda de preguntas a uno de los escritores con mejores cifras de ventas del panorama español. Sereno, afable, animado y con una elocuencia envidiable, Silva responde con idéntica atención e interés las preguntas de todos los comensales.
Y es que aquí radica parte de la magia de estas veladas: los alumnos de los institutos locales que son invitados a cada una de ellas. Tras semanas descubriendo a un autor antes desconocido para ellos y leyendo alguna de sus obras –cada cual elige libremente cuál de sus libros leer–, tienen tras cada cena el privilegio de abrir la ronda de preguntas. Se convierten así en inesperados protagonistas por unas horas, acercándose por unos instantes a la vida de quien se dedica a escribir, inquiriendo sobre la conveniencia o no de dedicarse al periodismo, por ejemplo, y aunando en sus preguntas –formuladas con voces nerviosas que van adquiriendo progresivamente más seguridad– esa mezcla de candidez y audacia tan propia de su edad. Pedro Díaz, profesor del SAFA, asegura que la iniciativa del Parador de Sigüenza y la alcaldía ha supuesto una gran ayuda para sus clases, sobre todo impulsando la promoción de la lectura y despertando el interés de muchos de los chavales.
Mario Sánchez: Teniendo en cuenta que escribes desde libros de no ficción hasta novelas, ¿como consigues abordar tantas ideas y combinarlas todas para escribir tantos libros?
Lorenzo Silva: La verdad es que tiene poco misterio. Yo empecé a escribir cuando tenía trece años, ha pasado algún tiempo ya, nada menos que treinta y siete años, y tras todo ese tiempo dedicándole muchas horas a la escritura al final hay un fruto. He publicado 61 o 62 libros –no llevo la cuenta exacta– y habré escrito diez o doce más que no he publicado. Son muchos años tratando de estar atento a dónde hay una historia, aunque al principio no las veía. Cuando era más joven tenía la sensación de que el gran problema de un escritor era encontrar ideas que dieran lugar a una buena novela –o un buen cuento o relato–, quizá porque en aquel momento yo no buscaba donde había que buscar. Buscaba mucho hacia dentro, porque tenía la sensación de que la escritura era un ejercicio de introspección, y claro, si tú miras a tu mundo, ahí tampoco hay tantas historias. Hay una escritora británica, PD James, que dice que si uno solo cuenta historias que tengan que ver con uno mismo, entonces tiene para una, dos, o como mucho tres novelas. La vida más interesante en tres novelas está despachada. Lo que hay que hacer es mirar hacia afuera, y ahí te das cuenta de que tu problema no es que haya pocas ideas, sino que hay poco tiempo para tantas ideas e historias interesantes como flotan por ahí. Aprendes que el trabajo del escritor no es tanto buscar desesperadamente ideas que son escasas, sino escoger de entre las muchísimas historias que podrías relatar la que tú vas a poder contar mejor que otros. O por lo menos, poder decir «si esta historia la cuento yo va a tener un valor especial». Ese es mi trabajo desde hace muchísimos años. Ayer mismo, leyendo el periódico, vi la historia de un bebé al que habían enterrado, que lo encontró un perro tras oler algo y ponerse a escarbar. Ese perro salvó la vida a un ser humano al que otro ser humano había enterrado vivo. Y el perro resultó ser más humano que quien lo enterró. Eso ya es una historia para una novela. Y el periódico cada día te da cuarenta de esas.
Mario Sánchez: Y mi segunda pregunta es sobre la novela Donde los escorpiones, la primera de la serie Bevilacqua donde te tienes que ir fuera de España, a Afganistán. ¿Cómo surgió todo eso? Tú eres un escritor, y de repente eres invitado por la Guardia Civil para irte a seis mil kilómetros de España a encontrarte con esa aventura.
L.S.: Bueno, realmente no me invitan. Hace muchos años escribí un reportaje sobre la situación en la que estaban los militares españoles en Afganistán, porque me habían llegado informaciones –también hago algo de periodismo– con fotografías donde se veían las condiciones, bastante precarias, en las que estaban en los primeros años. Y me llamó la atención la historia de esa gente a la que de repente mandan a seis mil kilómetros de su casa a un lugar tan distinto del nuestro y por el que en estos dieciséis años han pasado miles de militares españoles. Yo de vez en cuando veía las noticias: el ministro iba allí a visitar una base, le saludan, le cuentan cosas protocolarias y se vuelve. O el otro tipo de noticias que llegaban era: «ha muerto alguien». Porque de vez en cuando en la guerra muere gente. Repatriaban el cadáver, lo enterraban, y mi pregunta era siempre: «¿Y qué está pasando allí realmente», «¿cómo es el día a día de esta gente?». Que son españoles, que están en un conflicto que dura ya dieciséis años y que no se acaba. Empecé a investigar y llegó un momento en el que dije: «Yo quiero ir allí, quiero ir a buscar esa historia». Lo que me llegaba por los periódicos no me valía, no me interesaba. Allí había mucho más. Empecé a pedir permisos para ir, hace siete u ocho años, y siempre me decían «no, aquello es muy peligroso», «no, no se puede»… ¿Sabes lo que pasaba? Que no querían que fuera nadie. No querían que nadie lo contara. Yo insistía e insistía, y de repente hace tres años me dijeron «venga, te vamos a dejar ir». Para entonces ya me habían nombrado guardia civil honorario, y curiosamente eso me ha dado una especie de bula para meterme donde a lo mejor no pueden otros periodistas. Los diez días que estuve en Herat me dejaron libre por la base. Me movía por donde quería, y finalmente me encontré con esa historia que yo sabía que había ahí, hablando con la gente. Tras haberme dicho que no podría salir de la base porque era muy peligroso y ellos tampoco salían mucho, en cuanto aterricé allí dije «¿alguien va a salir de la base en la próxima semana?», y no paré de zascandilear hasta que me enteré de que iba a salir un convoy. Lo primero que hice fue irme al coronel –había dos, el que entraba y el que salía–, y uno de ellos no quería, pero el otro al final dijo «bah, venga, déjale que vaya», y conseguí salir en el convoy. Lo que vi ahí fueron muchas cosas que me sirvieron mucho, no solo para ese libro, sino para ver la verdadera historia, que está en los detalles. Y para poder ver esos detalles hay que ir al terreno. La gente se piensa que un escritor es un señor que está siempre ahí encerrado en un cuarto sentado en una silla. Y no, el escritor tiene que salir a buscar la historia porque si no, no la puedes contar.
Lucía Rodríguez: Quería preguntarle si alguna vez querría ser protagonista de alguna de sus novelas.
L.S.: No, no. Si le echas un vistazo a lo que yo he hecho, son 60 libros en los que los protagonistas son otra gente, con los que además tengo poco que ver. Yo nunca he sido guardia civil, ni una chica de quince años, ni una historiadora de treinta y cinco. A mí me interesa la literatura como forma de indagar en la realidad que me rodea y como forma de conocer un poco mejor a mis semejantes, y creo que lo interesante y lo bonito de la literatura, tanto para el escritor como para el lector, es la posibilidad de vivir vidas distintas de la suya. Todos estamos confinados en nuestra vida, y sin la literatura lo seguiríamos estando. A través de la literatura yo he podido ser durante tres meses una chica de quince años, por ejemplo, mientras estaba escribiendo. Es una forma de librarme de mí mismo. La carga más pesada que arrastramos somos nosotros mismos. La ropa te la puedes quitar, pero tu identidad no, y esa carga la llevas siempre. Por eso yo nunca he hecho nada autobiográfico, porque me parece que lo bonito es salir de ti.
Javier Cabra: Si hubiese podido vivir en una época diferente, ¿cuál habría escogido?
L.S.: Creo que ahora vivimos en una época, con todos sus inconvenientes, muy buena. Por ejemplo, para lo que yo hago, escribir, hay libertad, y yo puedo escribir lo que quiera, pero si hubiera vivido en España hace doscientos años habría tenido que tener cuidado con lo que decía y cómo lo decía. Y a mí la libertad me gusta mucho, me he acostumbrado mucho a ella, no me gustaría perderla. No tengo nostalgia de otras épocas, pero sí que hay momentos de los que dices: «Hombre, la verdad es que si te pudieras ir allí tres o cuatro días sería muy interesante ¿no?». Pero no más de tres o cuatro días. Por ejemplo, un momento que a mí siempre me ha parecido impresionante en la historia de la humanidad es aquel en el que los hombres de Hernán Cortés llegan a Tenochtitlán. Aquel momento en el que aquellos hombres llegan y ven un imperio completamente desconocido, una ciudad espectacular, unas pirámides… Yo he estado en México, y no queda nada, porque lo arrasamos nosotros, vaya, pero esos españoles que llegaron por primera vez y vieron ese gran templo y esa gran ciudad debió de ser verdaderamente inolvidable. Pero bueno, tres o cuatro días y después te vas, porque lo que pasó luego fue bastante peligroso. [risas]
Javier Cabra: Y, siendo usted tan famoso y habiendo firmado tantos libros, ¿nunca le han llevado para firmar un e-book?
L.S.: [se ríe] Hombre, tampoco soy tan famoso. Famoso es Leo Messi. Pero sí me han llevado alguno, sí. Hay una especie de aplicación informática que te reproduce la firma sobre el fichero, pero una vez vino un señor que quería que le firmara el aparato en sí, y traía hasta un rotulador indeleble. «Bueno, pues yo se lo firmo». «Pero no en la pantalla, por detrás». «Hombre, claro». [risas]
Irene Casas: Habiendo estudiado derecho, ¿qué fue lo que le llevó al mundo literario?
L.S.: Empecé a escribir con trece años, y empecé a estudiar derecho con dieciocho, así que cuando empecé a ir a la facultad ya escribía. Cuando tuve que escoger carrera, pensé que quería ser escritor, pero también pensé que nunca iba a ganar ni un duro con la literatura y que me tendría que buscar otro oficio para ganarme la vida, el de abogado. Me la gané así durante bastantes años, y hubo un momento en el que de repente me di cuenta de que podía vivir de mi vocación y mi pasión, que es escribir, y me dije: «Si puedes vivir de tu vocación tienes que intentarlo». Coincidió que tuve mi segundo hijo, pensé que podía aprovechar la coyuntura, pedí una excedencia de paternidad –cosa que han pedido muy pocos hombres en España– y no he vuelto nunca. Y mi hijo tiene quince años ya. [risas]
Luis Compés: ¿Por parte de los más jóvenes ya habéis terminado con las preguntas? Yo tengo aquí en el guion alguna más muy buena.
L.S.: Habéis sido muy moderados.
Javier Cabra: Dice mi profesor de economía que cuánto cobra al año. [risas]
L.C: Esa es la buena pregunta. La que quiere saber Montoro.
L.S.: No, Montoro ya lo sabe. [risas] Siempre que me hacen esa pregunta en un colegio todos los profesores se ponen de color carmesí, y yo les digo «no, no, si es una buena pregunta. Este chaval sabe el mundo en el que vive». Este es un mundo en el que sin una tarjeta de crédito no eres nadie. El dinero es realmente muy importante en el mundo en el que vivimos, lamentablemente, pero no es tan crítico como a veces pensamos. Lo he pensado mucho en estos últimos días, viendo a estas personas que han entrado en la cárcel por corromperse. Personas que además ya tenían dinero, y si se han corrompido no ha sido para dejar de pasar hambre, sino para comprarse un Jaguar o un ático o muchas otras cosas sin las que se puede vivir. Tenemos que hacer un esfuerzo por resituar el dinero en su justo valor. Yo tengo cuatro hijos, y para mí es bueno poder pagarles la educación y la alimentación, y poderlos llevar de vacaciones, y tenerlos bien atendidos, pero no necesito más dinero que ese. Es muy difícil que un escritor gane el dinero suficiente como para eso, mantener a su familia. Lo normal es que un escritor en España no pueda vivir de su trabajo y tenga que buscarse otro empleo, porque si intentara vivir de la literatura se moriría de hambre. Yo soy de los pocos privilegiados que pueden vivir de su escritura, pero no creo que en España seamos más de veinticinco o treinta personas. ¿Y cuánto ganamos los que nos podemos permitir esto? Pues es muy fácil: de cada libro que vendo me llevo entre el siete y el doce por ciento aproximadamente, dependiendo de la edición. Si el libro vale 19,90, entonces por cada uno que venda me puedo tomar un café, y eso solo si elijo bien el lugar para tomarlo. Esto depende de los libros que vendas. Yo desde hace unos cuantos años tengo la suerte de que consigo vender algunas decenas de miles de ejemplares de cada libro, y mis libros antiguos se siguen vendiendo también, que es una cosa muy difícil. Tengo libros de hace veinte años que se siguen vendiendo. Bueno, pues puedes echar tus cálculos. Me puedo ganar la vida, tengo todo lo que necesito –necesito muy poco: no fumo, no bebo, no tengo barco ni helicóptero, así que solo necesito un utilitario donde quepa mi familia–, y puedo vivir tranquilamente, pero no soy rico. El que quiera ser rico se tendrá que dedicar al narcotráfico o a otra serie de actividades que te permitan hacerte rico rápidamente.
L.C.: Yo tenía aquí apuntada otra que me parece interesante, y es si Lorenzo tiene alguna manía especial a la hora de escribir: en pijama, con una luz determinada, al lado de una ventana…
L.S.: Las manías son para los ricos. Yo nunca me las he podido permitir, porque durante muchísimos años tenía otros trabajos y escribía cuando podía, así que le estoy muy agradecido a esa época de mi vida, porque ahora que sí que puedo escribir en cualquier momento no siento la necesidad continua de hacerlo. Hay gente que te dice que «solo puedo escribir en mi cuarto, con una luz suave anaranjada viniéndome desde la izquierda mientras oigo música de Brückner». Y yo digo «pues qué difícil es tu vida». Yo he escrito de pie en el metro en mi teléfono móvil, y sin ningún problema. El problema para escribir es tener una buena idea, y si no la tengo, no escribo.
Javier: ¿Y las faltas de ortografía quién las corrige? [risas]
L.S.: Nunca he tenido faltas de ortografía, pero es porque leo mucho desde los cinco años. Cuando alguien me dice «qué difícil es la ortografía»… La ortografía no es difícil, se aprende leyendo. Cuando has visto quinientas veces una palabra no se te olvida. Habría que ser muy torpe. Si has leído mucho acabas viendo muchas veces las palabras, y la ortografía del español además es bastante fácil.
(Finaliza la ronda de preguntas de los estudiantes y, animados por la cena, el ambiente relajado y alguna copa de los caldos que se han servido durante la cena, los asistentes comienzan a lanzar sus preguntas, preguntas que normalmente no se hacen durante una firma, una rueda de prensa o una tertulia literaria. La sobremesa se convierte en una charla distendida o en un animado debate)
Comensal 1: Lorenzo, ¿qué te gusta leer?
L.S.: Pues de todo. Algunos novelistas de cierta edad –y yo ya soy de cierta edad– suelen responder «yo no leo novelas» o «yo no leo novela contemporánea», y me llama mucho la atención, porque a fin de cuentas lo que tú escribes es novela contemporánea. Si no lees lo que escribes… Yo sí leo novela contemporánea, y me gusta. Y eso que un novelista es un lector puñetero de novela. Es muy difícil que a un novelista le gusten novelas de otros. Yo leo muchas novelas y algunas me dejan un poco frío, pero cuando encuentras una que te gusta, a mí es lo que más me gusta. Y si un novelista más joven que yo escribe una novela que me atrapa, eso es lo que más me gusta de todo. Pero un lector que además es novelista no puede nutrirse solo de novela. Yo leo mucho ensayo, mucha biografía, y por el tipo de libros que escribo, mucha historia, memorias y testimonios de hechos históricos. Y algo que a mí me gusta leer en una cierta dosis es filosofía y poesía. Si no lees filosofía y poesía te estás perdiendo una parte fundamental del pensamiento humano.
Comensal 2: Yo soy juez y usted también es jurista. ¿Qué piensa usted de nuestro proceso penal actual? ¿Cree que nuestras leyes procesales están lo suficientemente afinadas como para dar respuesta a la corrupción y a todos los retos que tenemos como sociedad?
L.S.: No soy un jurista vocacional, pero estoy muy agradecido a mi formación jurídica. Primero, porque me ha dado una visión de la realidad, y las sociedades complejas como la nuestra son sociedades juridificadas. Todo está impregnado de normas jurídicas, y yo agradezco a mi formación de jurista la capacidad de percibir esa juridificación de todo, y en qué medida esas normas son influyentes en la formación de la sociedad, de sus normas e incluso de las relaciones personales. A mí me han interesado mucho estos temas: analizar en qué medida la realidad jurídica influye en la realidad social y a la vez es susceptible de cuestionamiento, crítica, reforma y perfeccionamiento. El proceso penal español es esencialmente una construcción decimonónica, muy meritoria para el siglo XIX –la construcción de Alonso Martínez es intelectualmente brillante para su tiempo–, pero no ha resistido el paso de los ciento y pico años que han pasado desde su concepción. El proceso penal español se pensó para otra sociedad, y se ha adaptado, parcheado y modificado siempre de una forma yo diría que incompleta, porque cuando se han planteado reformas realmente ambiciosas han quedado atascadas debido a una serie de sectores o núcleos de poder que claramente no están interesados en ellas. Hay un montón de casos que lo ponen a prueba, y no sale bien parado. Un amigo mío que es juez una vez me dijo una cosa que me hizo mucha gracia: «Mira, yo ya he llegado al extremo de que cuando viene un abogado no le doy los buenos días, por si me los recurre». [risas]
El proceso penal español tiene tal capacidad de recurso contra todas y cada una de las disposiciones del instructor que al final si contratas a un abogado trabajador y espabilado, o que tenga ocho becarios como los de Jordi Cruz, te lo bloquea todo y hace que todo sea penosísimo. Yo tengo mis dudas respecto de la instrucción a cargo del fiscal mientras no se reforme el estatuto del ministerio de la fiscalía, porque hay cosas ahí que nos inquietan a todos, pero bueno, podría ser una solución. Lo que debería ser es ágil, sobre todo en la era de internet. «Esto no lo veo bien». Pues lo apunto. Y el primer día del juicio, «a ver, el abogado de este señor me ha dicho que hay 898 cosas del instructor que no ve bien. Vamos a verlas preliminarmente». Pero claro, no te tiras tres años instruyendo, con gente en la cárcel. Hay un caso real que utilicé como referencia para una novela –siempre cambiando muchas cosas para poder luego decir que estoy publicando una ficción, no un caso real, con lo que no estoy vulnerando la presunción de inocencia de nadie– que salió en 2014 y que se llama Los cuerpos extraños. El asesinato en el que me inspiré ya había ocurrido hacía varios años. Hoy, tres años después, ese caso sigue sin juzgarse. El tipo que está acusado del asesinato hace un montón de años que salió de la cárcel porque agotó el tiempo de prisión provisional. Y sigue sin señalarse el juicio. ¡De un caso de asesinato! Un día estaba yo en Valencia hablando de este tema, y una señora me dice: «Yo soy de ese pueblo, y desayuno todos los días junto a ese acusado». Esto no puede ser. Hay que reconfigurarlo absolutamente, y que sea compatible la garantía de los derechos de todo el mundo con que se termine todo el proceso en un tiempo razonable. La gran crisis de la bolsa norteamericana fue en 2008, y el señor Bernie Madoff, que había hecho un montón de perrerías con las acciones de sus clientes, en once meses estaba en la cárcel con una sentencia firme. Y era un tema complicadísimo, pero la justicia norteamericana lo sustanció. Algún día alguien tendrá que agarrar este toro por los cuernos, pero tengo la sensación, que me inquieta y me desagrada, de que la razón última por la que todas las reformas penales o procesales encallan –y hemos tenido una hace poco– es porque alguien en algún sitio en algún momento reflexiona: «Déjalo, que es mejor que tarden». No me puedo quitar esa sensación.
Comensal 2: Pues esa sensación te la puedes quitar. Yo soy fiscal del Tribunal Supremo, y tengo 22 años de experiencia. El derecho procesal español es muy garantista, de los que más en la Unión Europea, porque proviene de la época de la transición, con legisladores que salían de una época de dictadura. Hay una gran diferencia entre el derecho español y el anglosajón, y no nos podemos ir a las películas americanas.
L.S.: Eso lo tengo clarísimo. Pero hay una disfuncionalidad. Que tardes ocho años en juzgar un asesinato y que tengas que soltar a la gente no lo puedo entender. Conozco esa investigación que mencionaba antes, ha tenido una instrucción dilatadísima, ha habido tiempo para que a algunos testigos los amenacen, y la policía y la justicia alemana te la resuelve en ocho meses y te la juzga en catorce, y es un sistema continental. ¿Por qué nosotros, después de ocho años, tenemos a un presunto asesino, tras cuatro años de cárcel, desayunando todas las mañanas al lado de sus vecinos? Si es un asesino, su presencia es perturbadora para sus vecinos, y si no lo es, la situación es perturbadora para él. El hombre al que mataron tiene dos hijas que están conviviendo en el mismo pueblo con el acusado. ¿Por qué tienen que estar sometidas a esa incertidumbre? Y él también, si es inocente, arrastrando esa lápida. No veo ninguna razón en el siglo XXI para eso. Y si hay que llegar al extremo de una reforma constitucional, pues a lo mejor la tendremos que hacer, que no son las tablas de Moisés. Entiendo y comparto el sistema de garantías, pero se podría gestionar de manera más eficiente. La administración de justicia española no es eficiente. En Madrid puedes tener un divorcio contencioso y que los niños que estén en el medio tarden hasta catorce meses en ser examinados por un trabajador social. No sé si es un problema legislativo o qué, pero es un disparate.
Comensal 3: Es un problema de medios. Yo una vez fui a pedir un post-it a un funcionario, porque lo necesitaba, y me dice: «Vale, pero uno solo, que estos los compro yo».
Comensal 4: A mi cuñada, que es juez, la mandaron a un juzgado sin luz, y ponían las máquinas de escribir, en aquel entonces, debajo de la ventana.
L.S.: Y yo he conocido al secretario de un juzgado que se ha ido a Media Markt a comprar una impresora tras hacer una colecta, porque la consejería no se la daba… Y otro problema es lo solo que está en España un juez de instrucción o un fiscal, que está absolutamente en manos de la policía o la Guardia Civil o los Mossos d’Esquadra o de la Ertzaintza, porque es que no tiene nada: su mesa, su boli y como se descuide, su portátil. Y los oficiales y secretarios están desbordados simplemente con el papeleo. Que no tienen ningún recurso para investigar.
Comensal 2: ¿Tú sabes el portátil que tiene un fiscal del tribunal supremo, de hace doce años, que no le funciona ni la batería?
L.S.: Tendrán que irlo a comprar al Media Markt también. [risas] Y yo me pregunto por qué estáis así. Porque no es tan caro comprar un ordenador.
Comensal 5: Una pregunta mucho más frívola, porque nos han pegado una brasa con los jueces…
L.S.: Es que los leguleyos son terribles. [risas]
Comensal 5: Es una curiosidad nada más. ¿Usted cuando se pone a escribir una novela sabe ya el final?
L.S.: Sí, porque lo cuento mejor si sé adónde voy. El mejor profesor que tuve fue uno de matemáticas, y recuerdo que una de las explicaciones que él daba cuando había que resolver un problema en la pizarra era decir «párate, chaval: si tú vas a ir a Cuenca en coche, ¿qué haces, coges el coche, empiezas a conducir atropelladamente y te vas a Jerez, y luego a Murcia, luego subes hasta Oviedo y luego bajas otra vez, o en vez de eso coges el mapa y miras cómo se va a Cuenca?». Pues para hacer una novela es igual: si sabes adónde vas sabes por dónde vas, y pierdes menos tiempo corrigiendo el rumbo. Durante una parte de mi vida tuve la desgracia –luego vi que la suerte– de poder dedicar muy poco tiempo a mi vocación: yo trabajaba doce horas como abogado, y tenía una hora y media para escribir por la noche o por la mañana. Y eso me obligaba a aprovechar muy bien el tiempo, y a saber qué quería hacer y cómo, y me acostumbré a que no empezaba una historia si no sabía todo lo que tenía que saber, porque tenía que exprimir esa hora y media al máximo.
Comensal 6: Olvidándose de la humildad, ¿por qué tiene usted más éxito que la mayoría de escritores españoles de hoy?
L.S.: Pues me lo he preguntado muchas veces, porque además yo estaba programado para el fracaso. Tengo compañeros escritores que con veintidós años decían «yo soy escritor», «yo solo quiero ser escritor», y solo se han dedicado a escribir. Yo con diecisiete dije «quiero ser escritor, de esto en España se mueren de hambre todos salvo seis, no voy a tener la suerte de ser uno de esos seis, así que me dedicaré a otra cosa», y me hice abogado. O sea, estaba programado para fracasar, y de repente me he visto viviendo de la literatura, teniendo lectores, y he visto, sobre todo desde 2008 o 2011, cuando el mercado se desploma y un montón de escritores dejan de poder vivir de la escritura –pero un montón, la gente no se imagina cuántos, premiados, con currículum, con nombre, con editorial, que no pueden pagar las facturas y tienen que volverse a los trabajos que habían dejado cinco o seis años antes– que a mí eso no me ha pasado. Y me he preguntado muchas veces por qué no. La única respuesta a la que llego es que nunca me he confiado. Aquí ha habido años muy buenos, en que sacando una novela cada tres o cuatro años podías vivir en el ínterim dando conferencias, a veces muy bien pagadas, pero yo nunca creí en eso. Nunca me pareció real, me pareció una burbuja. El trabajo de un escritor es estar al pie del cañón, escribiendo, siempre. Y además, escribiendo de todo lo que tú puedas escribir. Yo he escrito literatura policiaca, de viajes, juvenil, infantil, reportajes, novela histórica, ensayo… Es decir, me he movido en multitud de campos simultáneamente, y lo sigo haciendo. Me he diversificado y nunca he parado. Nunca me he relajado, siempre he estado en tensión, buscando historias que sean pertinentes. Ningún compañero mío se ha ido a Afganistán. Porque les daba pereza o porque consideraban que no había tanto que ganar. Yo intuí que ahí había una historia, y que tenía que ir, y que tenía que perseguirla, y que volvería con ella. Relajarse es, primero, incompatible con mi visión del oficio, y segundo, con la difícil aspiración de vivir de la literatura en un país con pocos lectores. Yo a veces tengo la sensación de que algún compañero mío se ha relajado, se ha complacido con su propio talento, y eso no lo puedes hacer. Es un error letal en general en cualquier forma de creación, pero en la creación literaria en España ahora mismo eso te lleva a la perdición.
Comensal 7: ¿Me podría recomendar alguna novela que no sea suya?
L.S.: Sí, claro, muchas. ¿De qué?
Comensal 7: Una actual, y otra la que más le haya impactado.
L.S.:¿En toda mi vida? Guau. La que más, el Quijote, pero esa la ha leído usted seguro, así que esta ya no me vale. Hablando de novela negra, he descubierto una que muy poca gente ha leído, y que para mí es uno de los grandes clásicos del género, y no solo para mí, sino también para Juan Carlos Onetti, gran lector de novela negra también, que se llama Disparen sobre el pianista, de David Goodis. Es una maravilla de novela, de doscientas páginas, absolutamente perfecta, y un clásico. Sin embargo, desde hace un par de meses que la voy mencionando, me doy cuenta de que nadie la ha leído. Es una apuesta absolutamente segura. Y sobre contemporánea… Lo mejor con lo que yo me he tropezado últimamente, con mucha diferencia –y yo suelo ser bastante crítico con el premio Nobel– es Svetlana Alexiévich. De ella hay que leerlo todo: el de Chernóbil, el de Afganistán, el de las mujeres en la Segunda Guerra Mundial… Todo. Es oro puro. Para mí es la mejor escritora viva sin ninguna discusión. No son novelas, ¿eh? El de Afganistán, Los muchachos de zinc, es de lo mejor sobre el tema, y me he leído muchos.
Comensal 7: ¿Y la pregunta aquella del millón?
L.C: Ah, ésa… Lorenzo, ¿qué nos espera en el futuro por tu parte?
L.S.: No soy muy amigo de hablar de proyectos futuros. Me parece que cuando una cosa está en la cocina tienes que tener plena libertad incluso para destruirla, cosa que he hecho alguna vez. A ver, entramos en terreno difícil… Yo ahora mismo estoy trabajando en un libro del que no puedo decir nada. [risas] Además, me lo ha prohibido el editor. Es de no ficción, y es una historia reciente y muy importante, pero no puedo decir nada. Saldrá en otoño. Y me tengo que quedar ahí. Y estoy trabajando en un libro de cuentos y en otra novela.
Comensal 8: ¿Crees que se publican demasiados nuevos títulos en España cada año para la cantidad de lectores que hay?
L.S.: A mí no me parece mal que se escriban muchos títulos. Nunca he entendido esa crítica de que «se escribe demasiado». Tengo la sensación de que hay demasiado fútbol, demasiados bares y demasiado de otras cosas, pero demasiados escritores no. ¿Que todo lo que se escribe puede no tener un valor elevadísimo? Evidentemente. ¿Que parte de lo que se escribe no tiene ningún valor? Sin ninguna duda. Pero la expresión a través de la escritura es, primero, una forma de autorreparación para quien lo escribe, y si al final eso no es útil para otros, pues al menos queda ese autorresarcimiento. Lo que necesitamos es sistemas de suministro de pistas útiles para que cada uno encuentre lo que le satisface y le compensa leer, que no es lo mismo para uno que para otro. Todos los lectores van desarrollando sus métodos para encontrarlas, pero a veces algunos sistemas de pistas que tenemos establecidos no son útiles, y lo que es peor, no son honestos o están manipulados. Pero yo reconozco el derecho de todo el mundo a escribir, y es más, me gustaría que mis cuarenta y cinco millones de compatriotas escribieran. Creo que entonces viviríamos en un país mucho más habitable que el que tenemos.
Rogorn: ¿Podría hablarnos de las adaptaciones de sus obras al cine y la televisión, y en qué casos no cedería una obra suya para ser adaptada?
L.S.: Si no me falla la memoria, me han adaptado tres novelas al cine –la tercera se estrenará en septiembre– y otra novela y un relato a televisión. Guiones, propuestas y demás, muchas más, porque rodar en España es muy azaroso, y hay muchos proyectos que sí empiezan, pero luego fracasan. Por eso cuando en la solapa de un libro leo «y esta novela va a ser llevada al cine por», digo «no, no, no pongáis esto en la solapa», porque lo más probable es que no suceda y que la película descarrile. Ha habido un momento en el que yo tenía hasta diez proyectos audiovisuales en marcha, y descarrilaron los diez. Es algo terrible. Tenemos un país con una industria audiovisual muy precaria, muy sostenida en las televisiones, a las que además no les gusta el cine, y si son las principales financiadoras del cine es por obligación legal, pero realmente no quieren hacerlo. Lo hacen porque no tienen más remedio. Y sin embargo ese es el principal soporte económico del cine en España, una industria muy precaria en la que es normal que los proyectos naufraguen. La película que a mí me habría gustado ver hecha realidad era la de El nombre de los nuestros, sobre la guerra de África, que es una novela épica, y que iba a ser una como las que te gusta ver que hacen los americanos. Yo decía que era el Gallipoli español, a pesar de que ese fue un episodio histórico con australianos, no con americanos. Hicieron un guion que estaba bastante bien, se lanzó el proyecto, alguien echó cuentas, salía a quince millones de euros, y se hundió. El cine español es una industria con muy poca financiación, con un respaldo del público que a mí a veces me preocupa que sea tan poco proclive o empático, y que en los últimos años –lo puedo decir bien alto aunque suene muy fuerte– se enfrenta al sabotaje del gobierno. Que se conserve un IVA del 21% solo para el cine es para pensar que te están diciendo: «No te preocupes, que voy a hacer todo lo posible para que quiebres y desaparezcas». Si a una industria su propio gobierno la sabotea, su futuro es muy difícil. Sobre esa premisa es como creo que se deben valorar las adaptaciones en España: cualquiera que se hace es un milagro, y las cinco que se han hecho sobre libros míos son cinco milagros.
A partir de ahí, creo que todas han sido trabajos respetuosos con los libros originales, la verdad es que no he tenido otra sensación. En un caso hice yo el guion, pero incluso en donde no intervine para nada siempre he notado respeto hacia mí y hacia la obra literaria. Y cuando me han preguntado y les he dicho algo, me han escuchado. Sobre todo, he notado que eran cineastas que leían, que no todos leen, pero yo he tenido esa suerte. ¿El resultado? Pues variable. El mejor resultado es en la que participé, La flaqueza del bolchevique, a pesar de que –y esto lo he hablado con el director y está puesto por escrito, con lo cual no estoy revelando ningún secreto– en la primera media hora de esa película sufro. Porque había escrito yo el guion, y en esa primera media hora sé en qué medida no se corresponde con el guion. ¿Por qué, porque el director me traicionó? No, porque la película se rodó muy deprisa, debido al bajo presupuesto, y cuando ruedas muy rápido algunas secuencias no quedan bien, y no las puedes montar, y tienes que reconstruir la película con lo que puedes utilizar. La primera media hora de La flaqueza del bolchevique es un ejercicio de reconstrucción del arranque de la película con las secuencias que el director podía montar. Yo me acuerdo de lo que escribimos, que era cartesiano, y esa media hora me desasosiega. Pero la última media hora es verdaderamente milagrosa. ¿Por qué? Porque en ese momento el equipo ya estaba rodado, y porque la protagonista, que era una chica de quince años en su primera película, fue aprendiendo durante el rodaje. Está muy mal en las primeras secuencias, pero en las últimas está tan bien que ganó el Goya. Te das cuenta de que el cine español funciona tan en precario que su resultado es muy azaroso y depende mucho de circunstancias. Esta película se rodó en otoño en exteriores en Madrid, y el mal tiempo fue un accidente terrible. Kubrick tiene mal tiempo y pide tres meses más para rodar. Aquí tienes mal tiempo en tus cinco semanas de rodaje y te jorobas. Tienes que empezar a hacer cosas que en otra industria con más recursos no harías. A pesar de todo, mis experiencias han sido buenas, y creo que es bueno que una historia cambie de lenguaje narrativo, siempre es enriquecedor. A veces las películas te gustan más, a veces menos, pero eso no siempre tiene que ver con la fidelidad.
Cuando me preguntan por mi adaptación cinematográfica ideal, lo resumo muy fácilmente: resucítame a Stanley Kubrick, que acepte adaptar un libro mío, y que haga lo que le dé la gana. Ya está. Firmo mañana. Me importa un bledo que sea fiel. Kubrick ha adaptado, qué sé yo, el Relato soñado de Schnitzler y se lo ha llevado a Nueva York y lo ha cambiado de época y ha hecho un películón [Eyes Wide Shut], o ha adaptado Barry Lyndon, que es una novela que no había leído casi nadie, del siglo XVIII, y ha hecho un peliculón. Se trata del talento del cineasta. El literato tiene que aceptar que cuando se hace una película la historia deja de ser suya y pasa a ser del cineasta. Cuando alguien me hace una oferta para una película procuro saber con quién estoy hablando y qué ha hecho, veo sus películas anteriores, y le pregunto qué quiere hacer. En función de eso a veces hay aspectos que necesitas que no se te vayan de las manos, y en ese aspecto –pido perdón a la sala por volver a hablar de juristas– a mí me ayuda ser abogado. Cuando hay algo que no quiero que hagan lo pongo en el contrato. Es muy sencillo. Y lo cumplen siempre. Yo con Bevilacqua tengo cinco o seis cláusulas del tipo «esto no quiero que lo hagan», las pongo en todos los contratos, y saben que si lo incumplen se puede quedar bloqueada la película. Es tan sencillo como que «si no quieres que hagan algo, díselo». A algún compañero mío le ha pasado que ha cedido los derechos, el cineasta luego ha hecho cosas raras, y ha ido diciendo «es que no ha hecho lo que yo quería». Pues haberle dicho qué es lo que querías que hiciera. Si no le dices nada, el hombre intentará levantar la película como pueda, que bastante difícil es en España.
(Firmas, fotos, despedidas. Poco a poco los comensales y el personal abandonan la sala y se cierran las rotundas puertas que comunican con el patio. Hace rato que pasó la hora bruja, el reloj marca –al despedirnos de Silva y la dirección del Parador– más de la una de la madrugada. Sigüenza duerme en silencio y en el castillo, débilmente iluminado por las estrellas de un cielo límpido, sólo se oyen las leves pisadas del autor alejándose. Nos han confirmado que la intención es continuar con estas veladas, una al mes exceptuando agosto. Poco después se confirma que la próxima invitada será Marta Robles. Y aún faltan cinco más, antes de que nos despidamos del año. Así, nos alejamos con la certeza de que alguno de esos nombres nos traerá de vuelta a Sigüenza. Y tal vez a ustedes también)
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: