Por fin, dos semanas después, me decidí a coser esta mañana de domingo el botón de una camisa perfectamente colocada en el respaldo de una silla del salón, como si fuera un galán. Frente a ese arrojo del Black Friday, me dije, voy a recuperar mi camisa, la voy a reivindicar. Vivirás como un gato. Y me acordé de un amigo de Santander que lo primero que hizo cuando se separó fue subir a la buhardilla para recuperar el tostador que conservaba desde sus tiempos de soltero. Era, y es, antiguo; de esos a los que se ven las tripas, cómo sus filamentos se van volviendo rojos mientras la rebanada de pan de molde sufre el rigor de un doméstico infierno de Dante. “Desconfío de todo lo que no se ve, siempre es sospechoso”. La tostadora de su ex mujer, por supuesto, descansa aburrida en la mansarda.
Mientras cosía, me acordé de mi madre encorvada sobre la máquina de coser marrón Singer en aquellas tardes de lluvia y radio, viudos los dos, pero sin que echáramos de menos nada ni a nadie; y de los patrones de la revista Burda con mujeres en decorosa ropa interior que iban amontonándose en un armario sin luna y que intercambiaba con la madre de Maite.
Sólo me pinché una vez, y sin querer ese grano de sangre manchó la camisa de desvaídas rayas verdes. Me asaltó la imagen de las salpicaduras que estallaron sobre la blusa de Teresa Aguilera tras dispararse al corazón en el cuarto de baño mirándose al espejo y llorando. Esa mácula no se irá jamás.
Mi camisa tiene el cuello tazado, un modo más delicado de decir que tiene barba, como dice el de Santander. A las camisas hay que respetarlas. Poseen su vida y sus leyendas. Son testigos de lo que vemos, y sus cuellos de lo que pensamos. Son obedientes porque se van ahormando a nuestro perímetro, discretas, ya que no sueltan prenda de lo que decimos y no se quejan de la oscuridad cuando las encerramos en el armario. Y longevas: su vida se prolonga más allá del desgarrón, del desteñido, si se las oculta debajo de un jersey. La mía, la recién cosida, es digna; no tiene nada de qué arrepentirse para ir, y con el cuello bien alto, a comprar el periódico, el pan o acompañarme hasta Correos, escondida, eso sí, entre las altas solapas de la gabardina o el chaquetón.
Como anoche acabé el cuaderno, en vez de comprarme uno decidí buscar por cajones hasta dar con una libreta de pastas de hule negro de la empresa en que trabajó mi padre toda la vida y que tendrá no menos de cuatro décadas. Una lástima que sea de rayas, pero todo sea por llevar la contraria a la fiebre del consumo. Y para rematar, con un sacapuntas que compré en Granada hace casi diez años puse todos mis lápices al día.
Es cierto que el dedo más corpulento de mi pie egipcio derecho asoma, desde el invierno anterior, por la zapatilla almohadillada de cuadros pero puede aguantar hasta marzo (no es menos cierto que mi ánimo decayó al cerrar una zapatería que casi sólo vendía este tipo de zapatillas cerca del mercado de Tutor con Altamirano, que no tenía cuadro ni espejo alguno, sólo cajas y cajas de cartón en baldas hasta el altísimo techo con el nombre del modelo, el número y un dibujo muy breve de la forma; un empleado galdosiano con una bata azul usaba una escalera de mano que se movía por un riel de un lado a otro de la pared y a la que se encaramaba con la agilidad de un chimpancé).
En vez de comprar una flor de Pascua me ha dado por trasplantar unas ramas de cóleo (qué verdes, qué rosas) a tres tiestos (rojo, lila y marrón) que languidecían en el sueño de los justos junto a una inútil secadora. Es lo primero que miro por la mañana, comprobar si crecen. Hay días que les pongo Mozart y otros las engaño con la «Primavera» de Vivaldi.
Ya puestos, voy a recuperar una litografía en vez de un óleo que nunca me gustó y de paso cambiaré los cuadros de sitio, como si fuera una galería, para dar otro aire a la casa.
Como la tarde se anuncia turbia, nada mejor que decidirme a coser los flecos de una mantita que me protege mientras veo películas en blanco y negro y a la que tengo cariño. Tal vez mañana lleve a encuadernar un diccionario de cuando la dictadura de Primo de Rivera que regalé a alguien y que lo desdeñó con una displicencia que todavía no entiendo. Y puede que a eso de las seis, como merienda, ahora que he redescubierto el placer de la merienda, me dé por usar una sartén agujereada para asar castañas en vez de comprarlas en uno de esos puestos de madera de la Puerta del Sol que había enfrente de la administración de lotería de Doña Manolita. Ni lo uno ni lo otro deben de existir ya.
Me siento como un cascarrabias dentro de un batín ajado, una de las escasas cotorras argentinas que sobreviven a la despiadada campaña del ayuntamiento que ha intentado acabar con ellas, tan alegres, tan dicharacheras; nada que ver con las palomas, sosas y con un prestigio que, en vista de lo que pasa en el mundo, ha perdido toda su simbología.
Cuando me canse de coser, en vez de empezar un nuevo libro volveré a Corazón tan blanco; lo de menos es que no me acuerde del argumento, envuelto en una bruma que también quiero despejar; lo de más es que quiero volver a leer el arranque y luego ya veremos qué pasa (que ya lo sé). Y para después de la cena, veré algo del olvidado Nicholas Ray, seguramente En un lugar solitario. Con apuntar que la pasada semana llevé tres carretes de fotos de hace doce años para revelar creo que está todo dicho (aún no he sido capaz de mirar el resultado).
¿Black Friday? Nada como volver o conservar lo que nos hizo felices, o eso nos pareció.
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