Ira

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LXV: IRA

Nada le hizo más ilusión a Clemencia que saber que tendría una hermana. Naturalmente, no había modo de saber el sexo de la criatura en aquellos tiempos, pero a ella, que contaba por entonces nueve años de soledades y juegos sin gracia, se le metió en la cabeza que sería niña.

—A lo mejor es un niño, Cleme —sugería el padre, que lo deseaba en secreto con toda la fuerza de su corazón.

—Y lo querríamos igual, ¿verdad cielo? —aventuraba la madre.

—Es una niña —insistía Clemencia, inconmovible—. Y se va a llamar Paulina.

Fue una niña. Nació en casa, a finales de enero, en la gran cama de nogal de sus padres. Resultó un parto sencillo, sin excesivo sufrimiento. Quizá por eso a Matilde le costó tanto entender lo que vino después. Lo que únicamente Clemencia fue capaz de advertir. Entró en el dormitorio con paso reverencial, como si se aproximara al altar para recibir la Comunión. Su rostro, lleno de expectación en un principio, se frunció en una mueca de desconcierto.

—¿Qué le pasa? —inquirió, mirando a su madre con gesto de sospecha.

Lo que le pasaba a Paulina nunca estuvo del todo claro. Lo único que la ciencia supo entonces fue que no estaba bien. Que nunca lo estaría. Se quedó anclada en los siete años, incapaz de aprender las letras, los colores o las cuatro reglas. Su único interés, además de la comida, era acumular muñecas de trapo. Se volvía loca de alegría cuando le regalaban una. Sin embargo, no se molestaba en ponerles nombre o jugar con ellas. Las iba dejando descuidadamente en su habitación, perdiendo el interés por cada nueva adquisición la misma tarde que la recibía. De inmediato, empezaba a reclamar otra.

Matilde nunca soportó aquel fracaso, ni la decepción callada de Jacobo. A nadie le sorprendió que él terminara desapareciendo, con la excusa de estar más presente en sus asuntos de la capital. Las conferencias se espaciaron, y las cartas se fueron extinguiendo hasta que, finalmente, ya sólo llegaban los cheques. Matilde se enrocó en la versión oficial. Incluso cuando empezaron a llegar rumores de que Jacobo estaba viviendo con una rubia de veinte años que, a todas luces, esperaba un retoño. Siguió repitiendo que su marido estaba en la ciudad “por negocios”. Aquella sonrisa patética se le quedó congelada en la cara el resto de sus días. Se volcó en Paulina, mimándola hasta el delirio, incapaz de contenerla en sus caprichos, de manejarla en sus arrebatos. La casa se fue metiendo hacia dentro, como un laberinto de cuartos cerrados.

Clemencia languidecía en un internado lleno de niñas bien, tan aburridas como ella. Terminados los estudios, y en lo que le pareció a la madre una traición imperdonable, visitó a Jacobo y a la usurpadora aquella con la que vivía en flagrante concubinato.

—No es mala, pero tampoco parece la más lista del barrio —explicó en una de sus escasas visitas veraniegas—. Los niños son monísimos, eso no se puede negar.

—Qué felicidad para tu padre —masculló Matilde con rencor—. El gran Jacobo Azcárate por fin tiene a sus ansiados varones. Tres, nada menos. Aunque parecerá su abuelo, el muy pedorro.

—No te hagas mala sangre —repuso Clemencia, dándose aire con el sombrero—. No te va a servir de nada.

—Para mala sangre, la tuya. No me esperaba semejante ingratitud.

—Voy a verle por el dinero —confesó la joven, sin empacho—. Lo demás me importa un comino, y tú harías bien en hacerte a la idea. Será que le pica la conciencia, pero los cheques siguen llegando, ¿verdad? Lo tiene todo arreglado. Cuando él falte, un bufete administrará los bienes de Paulina. Quédate tranquila.

—Lo que me preocupa es quién va a cuidarla cuando yo no esté —sollozó Matilde.

—Yo, madre, ¿quién si no? —suspiró Clemencia, hastiada—. ¿Por qué demonios crees que estoy tirada a la calle ahora? Porque luego se acabará, ¿lo habías pensado? Nunca me casaré, nunca tendré hijos, no podré viajar, ni volver a tener vida social. Quedaremos Paulina y yo, metidas en esta casa de la que han huido en estampida los criados y las visitas. Paulina y yo. Y sus malditas muñecas de trapo.

Ocho meses después de aquella conversación, Matilde Durán de Azcárate falleció mientras dormía, en la dichosa cama de nogal de sus desgracias. Clemencia se instaló de inmediato en el luto, en la anticuada casona y en sus obligaciones. Paulina recibió a su hermana con entusiasmo. Había engordado una barbaridad. Tenía el vientre inmenso, casi deforme, contrastando de un modo grotesco con sus piernas delgadas. Caminaba en un cómico balanceo sobre sus pequeños pies de niña. Matilde había hecho que le cortaran el pelo como a un hombre, lo que le daba un aire de trasgo malvado a su cara pecosa.

—¿Qué me traes? —espetó sin rodeos, poniéndose a fisgonear el equipaje.

—Nada, ¿qué te iba a traer? —respondió Clemencia, ceñuda—. Me traigo a mí misma, que soy el mejor regalo.

—Clemen, mala —dijo Paulina, en tono gélido. Al momento, exhibió una sonrisa que habría espantado al miedo—. Quiero una muñeca.

Tenía tres obsesiones. Una eran aquellos engendros de trapo que iba embutiendo por los armarios. Otra, era la leche. La bebía por litros, sin control alguno, añadiéndole cantidades indecentes de azúcar. Si se le negaba aquel placer, podía perfectamente tirarse al suelo, entre gritos y pataleos. Pero, a la primera rabieta, Clemencia fue implacable.

—Ya has tomado leche en el desayuno. Te daré otro vaso antes de irte a la cama, pero sin azúcar. Mamá te tenía muy consentida, pero conmigo van a cambiar las cosas.

Sacudida por un temblor de rabia, Paulina le cruzó la cara de un bofetón con su mano rechoncha. Clemencia se horrorizó, pero decidió mantenerse firme. Educaría a su hermana, costara lo que costara. Sólo había que tener voluntad, y ella siempre había poseído un carácter más enérgico que su madre. A la mañana siguiente, cuando Paulina exigió su segundo vaso de leche, Clemencia volvió a explicarle que no habría más hasta la cena. Paulina entrecerró los ojos y le clavó un tenedor en la mano.

La tercera obsesión consistía en salir al jardín, embarrarse bien los zapatos y pasearse luego con ellos puestos por toda la galería. Nada complacía más el perverso talante de Paulina que ver sus huellas pegajosas sobre las baldosas recién fregadas. Aquella pelea duró un poco más que la de la leche, pero no mucho. Clemencia, sintiendo un enorme pesar por su pobre madre, claudicó en todas y cada una de las batallas.

La mera existencia se convirtió en una suerte de pesadilla. Y, el hecho de que Paulina se mostrara siempre sonriente y risueña fuera de casa, se le antojaba a Clemencia una especie de mofa llena de sadismo.

—Qué cariñosa es —comentaban las vecinas—. Hija, qué suerte tienes, de verdad. Es que es un amor de chica.

Empezó a odiarla. A menudo, mientras procuraba distraerse tejiendo en la salita, fantaseaba con encontrarla muerta en la cama. Quizá, con suerte, la dolencia cardíaca de Matilde la hubiera heredado su hija menor… Aparentemente, no fue así. Paulina cumplió cincuenta años, con una salud de hierro. Precisamente, una semana después de su aniversario, tuvo una nueva crisis. Una mucho más fuerte de lo habitual. A Clemencia, tras toda una vida padeciendo las explosiones de su hermana, no le cupo duda de que aquella pondría a prueba su entereza y la resistencia de sus cansados huesos. La bronca por la leche se prolongó hasta bien entrada la tarde, en un disparate de gritos, carreras, sofocos y loza desperdigada. A continuación, las iras de Paulina se centraron en su familia de trapo, y procedió con saña a una matanza sistemática de muñecas, a las que despanzurró con unas tijeras y quemó más tarde en la cocina de carbón.

—¡Me da igual, deshazte de todas! —retaba Clemencia, perdida ya del todo la serenidad—. ¡Haz lo que te dé la gana, como siempre!

Le llevó todo el día limpiar los desaguisados de su hermana. Cuando por fin pudo sentarse en el viejo sillón, le dolía cada fibra del gastado cuerpo. Musitó una oración, agradeciendo el súbito silencio, la paz de parecía haberse cernido sobre la casa. Entonces la vio, atravesando el jardín, los botines enlodados hasta el tobillo. Ahogó un gemido de impotencia. Era tal su agotamiento que estuvo a punto de dejarlo correr. Pero no pudo evitar fijarse en aquella sonrisa, rebosando maldad, despiadada, decidida a salirse con la suya una vez más. “Ni hablar”, pensó. Y, con sus últimas energías, corrió hacia la escalera.

—¡Déjame pasar! —ordenó Paulina, lívida—. ¡Déjame pasar, Cleme! ¡Quita!

Las manos de Clemencia temblaban, pero no se apartó. Se plantó con firmeza sobre sus piernas exhaustas y miró a su hermana, desafiante.

—No vas a pasar. Hoy, no. Hoy voy a ganarte yo, métetelo en la cabeza.

Forcejearon. Clemencia apoyó la mano izquierda en la pared, mientras aferraba con la diestra el pomo de la barandilla. Paulina le clavó las uñas con saña, arrancándole la piel sin compasión. El dolor se empañó por un agrio torrente de rabia que le subió desde la boca del estómago. Dejó de oír. En su cabeza resonó un pitido agudo que ensordeció todos los ruidos del mundo. Y, entonces, la ira explotó en silencio, con tanta fuerza que propulsó sus brazos hacia delante. El pánico asomó a los ojos negros de su hermana, y, por un segundo, la sensación de victoria fue indescriptible. Luego, la vio caer a plomo hacia atrás, en aquel universo mudo y extraño, rebotando sobre los peldaños. El sonido volvió de repente, con un crujido que le puso los pelos de punta. Lo contó todo en el cuartel, palabra por palabra, con la mirada perdida y tono monocorde. Se mostró cortés, resignada a su destino. Nadie podía entender qué demonios le había pasado a aquella anciana de aspecto inofensivo.

—Iba a pisar las baldosas —explicó Clemencia, con lágrimas en los ojos—. Iba a llenar el suelo de barro. Lo hacía siempre, ¿sabe? Pero hoy no. Hoy no podía ganar ella. Tenía que ganar yo, ¿entiende? Por una vez. Sólo por una vez…

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