Precedida de Frozen y todo ese corpus revisionista de arquetipos femeninos, Wicked va más allá de la afirmación coyuntural para erigirse en un acontecimiento relevante, no solo por su forma de abordar un relato clásico desde una perspectiva actual sino por todas las derivadas (políticas, sociales) que admite. Esta precuela de El Mago de Oz, basada en el musical de Broadway (basado, a su vez, en la novela de Gregory Maguire), se ambienta mucho antes de que Dorothy pisase la Tierra de Oz y cuenta la amistad no exenta de altibajos de Glinda, la Bruja del Norte, y Elphaba, la Bruja del Oeste, durante su etapa de formación académica.
Convertida en EEUU en un auténtico fenómeno social y de taquilla, Wicked es una película de más de dos horas y media, de final semi abierto (abarca los acontecimientos del primer acto del musical y fue rodada en conjunto con la segunda parte) que apela a todo tipo de públicos, por más que determinados nichos que trascienden a la audiencia familiar tengan el relato como modelo musical. Perjudicada únicamente por esa tendencia a la uniformidad visual del director Jon M. Chu, responsable por otro lado de que todos los elementos converjan en una buena película y típica por otro lado de los tiempos que corren, Wicked triunfa a la hora de sintonizar esa energía reivindicativa sin atosigar al espectador con elementos que parezcan provenir de fuera del espectáculo.
Si ello ocurre, aparte de por la calidad del musical de Stephen Schwartz (ayudado por la orquesta de un felizmente recuperado John Powell), es por su apuesta clara por la emocionalidad por encima de la razón. Un personaje marginal por el color de su piel y el tratamiento a ciertas minusvalías son temas troncales, pero las interpretaciones del elenco y la sensibilidad cómica y definitivamente payasa de Ariana Grande, consciente en todo momento del equilibrio que debe mantener con Cynthia Erivo, resuelven esta derivada. La película sintoniza esa energía Frozen o Thelma & Louise sin convertirse en un manifiesto condescendiente o beligerante para captar el estado de ánimo del momento.
Esto no quiere decir que Wicked se presente como un relato poderoso sobre el precio y las recompensas de servir o no al sistema, el peso de las decisiones morales, las jaulas autoimpuestas que determinan el comportamiento de sus personajes y sí, las armas de manipulación política manejadas desde más allá del telón de Oz. Que todo ello, e incluso un clímax de acción y autorrealización que parece extraído directamente de El Hombre de Acero, de Zack Snyder, quepa en un inmenso musical para todos los públicos no deja de resultar maravilloso. Hasta el punto de que uno se pregunta que sería de Wicked sin esa cámara inexpresiva de plano-contraplano que frena el impacto visual de tantas obras en tiempos de primacía del streaming. Lo dicho, por fin un espectáculo cinematográfico en 2024 por el que tomar partido.
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