El 30 de noviembre, san Andrés, mi abuela Maritxu me hacía uno de mis regalos favoritos: “Vete a la librería Zubieta, elige un libro y que lo apunten en nuestra cuenta”. Yo iba feliz a perderme en las estanterías y un poco inquieto por la responsabilidad de elegir. Recuerdo grandes aciertos: Las minas del rey Salomón, que releí fascinado y aterrorizado no sé cuántas veces, Las cosmicómicas, de Italo Calvino, El desvío a Santiago, de Cees Nooteboom. En 2002 abusé: me compré los dos tomos del diccionario de la RAE, bien caros, y en el arrepentimiento posterior le dije a mi abuela que el primer tomo era el regalo por mi santo y el segundo sería el de mi siguiente cumpleaños. Me sentí aún más culpable cuando al poco tiempo la RAE colgó el diccionario gratis en internet. Quizá fui uno de los últimos compradores de los tomos, pero gracias a eso disfruté del azar de los diccionarios de papel: pasaba las páginas buscando una palabra, me tropezaba con siete rarezas y acababa batiendo huevos; o eso me pasó cuando encontré la palabra “torrija” y descubrí que su definición era una receta. Parecía fácil: “Rebanada de pan empapada en vino o leche y rebozada con huevo, frita y endulzada”. ¡Malditos académicos! Me salió una masa flácida y chorreante, porque el diccionario no dice que el pan debe ser duro.
Nunca más hice torrijas, me quedé sin abuelas, casi nadie me felicita por el santo, pero todos los años sigo yendo a Zubieta el 30 de noviembre para regalarme un libro en memoria de Maritxu. Anteayer elegí la novela Perro come perro, de Edward Bunker. Cuando fui a pagarla, Adolfo, el librero, que conoce mi rito y mis nostalgias, sacó de debajo del mostrador otro libro envuelto en papel de regalo. Lo abrí temblando un poco. Era El hombre sin amor, la antología de relatos de Eduard Limónov. Regalazo. Pero lo que leí con más emoción fue la frase que Adolfo había escrito en el envoltorio: “Lo que la abuela manda el librero cumple”. Ahí te quiero ver, Amazon. Un buen librero de barrio te hace un rato hasta de abuela.
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