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Algunas de estas cosas son ciertas, de Vicky González

Algunas de estas cosas son ciertas, de Vicky González

Vicky González es una narradora y directora creativa nacida en Monterrey, México, en 1983. En 2017 se establece en Barcelona, donde comienza a participar de forma continua en talleres, laboratorios de escritura y a profundizar en su trabajo en las artes gráficas. Colaboró como columnista en la revista Picnic durante 2013 y 2014 y ha sido publicada en la revista digital El Vuelto. Presentamos uno de los veinte textos que integran Algunas de estas cosas son ciertas, su primer libro de cuentos publicado por la editorial Almadía, una obra cuyos protagonistas —mujeres y hombres adolescentes o adultos jóvenes— intentan luchar para que sus vidas dejen de ser ordinarias. Personajes que huyen del fastidio en Monterrey o Barcelona, que se desplazan por casas, aeropuertos y carreteras, mientras intentan convertirse en otros, o al menos, en una versión menos aburrida de sí mismos.

***

LAS FOTOS DE JUAN

Lo de Juan y Gabriel lo descubrí sin querer. Un día que Juan iba a salir, yo decidí quedarme en casa con la firme intención de masturbarme como Dios manda, pero por alguna razón no podía concentrarme. Supongo que era el principio de lo que después un psiquiatra bautizó como depresión, pero en ese momento aún no tenía nombre y solo se manifestaba con apatía e indiferencia hasta por mi propio placer sexual. Deambulaba desnudo por la casa con el porno sonando desde mi cuarto a todo volumen, intentando tener malos pensamientos y distrayéndome con cualquier cosa. Fue entonces que decidí entrar a la habitación de Juan y me puse a husmear entre sus cosas buscando no sé qué, pero no paré hasta dar con algo que satisficiera mi morbo. Encontré bajo su cama una cajita muy sospechosa, camuflada, según él, por otros objetos que la cubrían. Me senté para inspeccionar la caja con calma y al instante me arrepentí. Sentí la textura rugosa de la colcha preferida de Juan acariciándome primero el escroto y luego el ano, pero el año ya estaba hecho. Adentro de la caja había unas fotos instantáneas. Eran de un fin de semana que habíamos pasado en la casa de la montaña de un amigo a las afueras de Barcelona. Juan y yo nos habíamos mudado a España un par de meses antes buscando huir un rato del aburrimiento de la vida acomodada de la Ciudad de México y hasta nos estábamos haciendo pasar por pobres nada más por diversión. Él se había hecho amigo de un grupo de poetas catalanes que nos trataban muy bien por ser mexicanos y porque Juan les recordaba a Bolaño, cosa que no tiene ningún sentido. A mí me costaba más trabajo socializar, no podía meterme en el papel y fingir por tanto tiempo. Confieso que disfrutaba presentarme con otra biografía, otros gustos, otras costumbres y que nadie sospechara nada. Me divertía el engaño, pero me desesperaba muy pronto. Ser pobre es muy incómodo. En cambio, a Juan le salía natural. Aquel fin de semana habíamos estado con el grupo de poetas. Iba Elena, que me encantaba. Sus padres eran mexicanos, pero ella había vivido en Barcelona desde los dos años. Irradiaba inconscientemente la sumisión de las mujeres mexicanas, pero actuaba con los huevos de una española, era una combinación encantadora. Elena casi provocó que se me cayera el teatrito, porque me enamoré de ella en serio. En el grupo también estaba María, que era la mejor amiga de Elena; Jordi, que aunque era un perdedor se creía el líder de todos, y otros dos cuyos nombres no recuerdo. Al que no aguantaba y por más que intento no logro olvidar es a Gabriel, que era conocido en aquel mundillo como “el ángel de la poesía”, tan ridículo que algunos incluso le decían Ángel como apodo y el imbécil respondía. Las fotos que encontré eran muy normales: capturaban escenas de una noche de borrachera entre amigos. Pero noté que todas tenían algo escrito por detrás, una especie de diálogo hecho por dos tipos de letra distintos, como si hubiera sido una conversación entre dos personas. Una de las letras era claramente la de Juan, lo conozco demasiado. La otra no logré identificarla al principio, pudo haber sido de cualquiera. En la primera foto que vi, salía Gabriel bailando con Elena. Ella estaba mirándolo. Él con los ojos cerrados, la cabeza un poco echada hacia atrás, riéndose con esa habilidad de detener un cigarrillo con los dientes y pocas veces tocarlo con las manos que tanto le envidiaba. Siempre estaba relajado, como un cowboy, como si el tiempo pasara más lento para él que para el resto de nosotros. Atrás la foto decía algo sobre las manos que apretaban la piel del otro, hablaban de sudor y de deseo. Pensé en un posible romance entre Elena y Gabriel, pero era imposible: Gabriel era homosexual. De todas formas, sentí celos; seguramente, Elena lo deseaba. La actriz porno se vino. Un grito largo y exagerado se escuchó desde las bocinas de mi cuarto, luego hubo un silencio. Aproveché ese instante para poner atención a los sonidos del pasillo: Juan todavía no regresaba, pero podía llegar en cualquier momento. Los gemidos comenzaron de nuevo y yo seguí con lo mío. En la segunda foto salía Gabriel sentado en una mecedora y a su lado María ligeramente agachada, tratando de salir a cuadro. Era de cuando recién habíamos llegado y el alcohol aún no nos había arrancado la compostura. Él salía muy serio y ella sonriendo. A veces María me sacaba de quicio; pienso que siempre sospechó que no éramos sinceros, sobre todo yo. A mí nunca me trató bien. Estoy seguro de que le metía ideas en la cabeza a Elena para que me rechazara, pero por supuesto que a Gabriel lo idolatraba, como todos. Salía en la foto con cara de imbécil tratando de abrazarlo y él con la espalda recta miraba fijo a la cámara, como con lujuria. Atrás los diálogos describían algo que no quiero repetir porque me da asco. Fue cuando me di cuenta de a quién pertenecía la otra letra y de que todo aquel lenguaje tan explícito e inmoral era una conversación entre Juan y Gabriel. Juan y yo nos conocíamos de toda la vida y hasta ese momento yo jamás había imaginado que le gustaran los hombres. En México era más bien conocido por ser un mujeriego y por soltar comentarios homofóbicos a cada oportunidad, cosa que yo le celebraba con carcajadas. Quise pensar que esa faceta de poeta romántico y homosexual era parte de su acto para alejarse lo más posible de su vida real, pero un hombre no juega con esas cosas. También era cierto que había algo en Gabriel que tenía a todos idiotizados, y era posible que Juan fuera una más de sus víctimas. Vi las fotos rápido, sin leer los reversos, para comprobar que Gabriel saliera en todas. Y efectivamente, ahí estaba, con su rostro relajado, sus ojos tristes y su falta de virilidad, o mejor dicho, su nula necesidad de demostrarla. Sentí celos, no sé por qué; supongo que por no ser el centro de atención de ese grupo o parte de ese romance, o tal vez porque todos lo adoraban, o por la naturalidad con la que Gabriel solo existía, sin tener que rendirle cuentas a nadie. En cambio, yo todavía tenía que vivir cumpliendo las expectativas de mi familia, desde tener una novia decente y de cierta clase social hasta negar mi ateísmo yendo a misa todos los domingos, o al menos cada 24 de diciembre para que a la abuela no le fuera a dar un infarto (y en caso de que le diera, quedarme cerca, por aquello de la repartición de la herencia). Gabriel, en cambio, con todo el lujo que conlleva pertenecer a la enorme clase media española, no tenía que preocuparse por nada. Incluso podía nombrarse poeta y ser homosexual. Le envidiaba todo: su libertad, sus pocas aspiraciones, su falta de ambición, su nariz y la facilidad que tenía para hacer reír a Elena. En ese momento escuché un ruido. No me preocupaba que Juan me encontrara desnudo viendo porno, sino que me hallara en su cama, con la caja secreta al descubierto, sus fotos entre las manos y su colcha favorita bajo las nalgas. Me apresuré a dejar todo en el lugar donde lo había encontrado, excepto por dos fotos que me quedé porque no las había terminado de ver. Cuando estaba a punto de salir, se me ocurrió que a lo mejor podría encontrar más evidencias de este romance si buscaba más a fondo; al menos, ya sabía lo que estaba buscando. Dejé las fotos sobre la cama y fui directo a su armario, lo abrí y moví la ropa de un lado a otro bruscamente con la esperanza de que cayera algo de los bolsillos, pero no pasó nada. En el suelo del armario había otra caja, la abrí y vi un montón de papeles de diferentes tamaños; comencé a revisar uno por uno, pero eran recibos y copias de pago, cosas sin importancia. En su escritorio había tres cajones. Antes de abrirlos, recogí las fotos de la cama y las sostuve entre mis labios; así, en caso de que escuchara girar la llave de la puerta, me iría corriendo sin dejarlas. El escritorio era viejo y los cajones no se deslizaban fácilmente. Después de batallar un poco abrí el primero y encontré una caja de condones sobre otras fotos. ¡Por fin!, pensé. Quité los condones de encima y vi mi rostro. Era una foto de mí en donde salía viendo a la cámara, pero atrás no decía nada y eso me dio coraje. La otra foto era de Juan con Jordi y tampoco había nada escrito atrás, ni la fecha. Nuestros rostros formaban parte de la colección de fotos que a nadie le importan. Escuché otro ruido, sostuve mi retrato junto a las otras fotos entre mis labios e intenté cerrar el cajón con todas mis fuerzas, pero la vejez del escritorio y la hinchazón de la madera pusieron resistencia ante mis esfuerzos y terminé cediendo a ese centímetro de apertura que después sería motivo de una pelea entre Juan y yo. Antes de encerrarme en mi cuarto tuve que hacer una parada técnica en el baño, desde donde pude continuar con la lectura de aquellos diálogos tan íntimos en el reverso de las dos fotos que me faltaban. En una de ellas salía Gabriel acostado en el suelo, borracho, carcajeándose; debió de haber sido cuando yo ya me había ido a dormir, porque no me acuerdo de eso. Salía con los ojos cerrados, la dentadura perfecta, dos marcas de labial rojo pintadas en el cuello y una más en la boca. Sospeché que esos besos eran de Elena porque acostumbraba pintarse los labios de ese color, y me dio un retortijón de puro coraje. La otra era un simple retrato de Gabriel, que miraba a la cámara con su típico cigarro entre los dientes, el cabello despeinado y la media sonrisa que siempre quise copiarle y que aún no me sale. Atrás no decía nada más que la fecha y las palabras “Ángel Gabriel”. El porno seguía sonando a todo volumen sobre la ropa que dejé tirada en el suelo de mi habitación mientras yo, encerrado en el baño, cagaba completamente desnudo, con las tres fotos en las manos.

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Autora: Vicky González. Título: Algunas de estas cosas son ciertas. Editorial: Almadía. Venta: Todos tus libros.

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