En casa de Deyanira se instaló la maternidad solitaria y un permanente sentimiento de insatisfacción, solo roto por la alegría de cuatro pequeños que se peleaban, jugaban, pintaban o abrazaban a su madre con ese amor incondicional que solo las madres conocen. Hércules, por su parte, nunca estaba en casa; vivía por y para expiar sus culpas, vivía para su pasado, obviando su presente y no apostando por su futuro. Su fama se había consolidado y extendido por todos los rincones del mundo. A las órdenes del rey Euristeo había conseguido matar al león que asolaba la comarca de Nemea, le había despojado de la piel y con ella se cubría desde entonces. También había acabado con la peligrosa hidra de Lerna, cuyo veneno guardaba Deyanira, sin saberlo, en un pequeño frasco. Había capturado a la cierva de Cerinea, al jabalí de Erimanto. Había limpiado los establos de Augías, expulsado a las aves del Estínfalo, domado al toro de Creta y muchas otras cosas más. Lo único que se le había resistido desde que mató a su segunda esposa, Mégara, era haber conseguido la mano de otra mujer, Yolé. El orgullo, aún después de muchos años, seguía llamando a las puertas de su alma.
Y llegó el día que la obsesión de Heracles se materializó. Fue en una de esas ausencias prolongadas del marido. Deyanira quedó al cuidado de sus hijos, ya adolescentes. No había abandonado sus pasiones y seguía montando a caballo, tirando con arco, saliendo a correr o ejercitándose en el arte de la conducción de carros de guerra. Cosas que la mantenían ocupada y atada a una realidad que en lo más profundo detestaba. A veces, las decisiones que tomamos de jóvenes nos condenan a la frustración, y en su caso era así. Ella había aceptado aquel matrimonio porque iba a vivir mil aventuras junto a aquel héroe, pero no, la encerró en una casa, la cargó de hijos y no lo volvió a acompañar en sus andanzas. Deyanira se balanceaba bajo un árbol en un columpio que un día construyó Hércules para ella cuando Licas, su fiel mensajero, llegó como tantas otras veces para contarle las hazañas de su marido.
—¡Que los dioses os sean propicios, señora!
—¡Que los dioses os guarden también! ¿Qué noticias me traéis?
—No sé cómo empezar a hablar. Lo que debo contaros os helará el corazón.
Deyanira paró su balanceo y se puso de pie. Con los ojos inquisitivos y las manos en jarras, esperaba la noticia que su corazón sabía que algún día llegaría. Por su parte, Licas temblaba; soltar aquella noticia perturbaría gravemente el corazón de la única persona a la que había amado y no podía, no quería lastimarla. Hinchó sus pulmones de aire, expiró relajando su cuerpo y escupió el veneno.
—Hércules ha tomado como esposa a Yolé.
No hubo lágrimas, ni siquiera reproches, tampoco sorpresa, solamente una confirmación largamente esperada. Había llegado el día que le anunció aquel centauro que conoció quince años atrás. El vaticinio se había cumplido. Hércules había dejado de amarla y tomaba una nueva esposa. A paso vivo se fue a su habitación. Allí una gran superficie de metal pulido la esperaba, y al entrar pudo contemplar su reflejo. Hacía tiempo que no se miraba con detenimiento. Miró sus ojos, cuya chispa llevaba tiempo apagada. Los surcos de la edad que se habían extendido por las comisuras de sus labios y la frente y que le pintaban los ojos. Su cuerpo algo flácido después de cuatro embarazos, su pecho caído, las canas que salpicaban aquel pelo azabache que había sido la envidia de muchas en su juventud. Una mueca se dibujó en su rostro, una mueca que expresaba toda la ira acumulada, y decidió que su marido no la dejaría. No, él la había convertido en lo que era ahora y tendría que quedarse con ella hasta el final de su vida. Recordó que la sangre del centauro descansaba en un pequeño frasco entre sus peplos y quitones más delicados, y trazó un plan.
—¡Llamad a Licas! —ordenó, cuando ya todo estuvo listo.
Confundido, Licas llegó en medio de la noche a la habitación de Deyanira.
—He meditado mucho sobre el asunto, querido. Creo que es la mejor opción que mi marido tome como esposa a una princesa y pueda ser heredero de un reino. Si no tienen hijos, los míos se verán beneficiados con este pacto. Heracles no debe olvidar que no le guardo rencor y que tiene unos hijos que lo adoran y a los que les debe lealtad. Así que no me opondré; más al contrario, me alegro. Yo ya no le puedo ofrecer nada. No tengo reino.
La incredulidad se había apoderado de los ojos de Licas, que miraba a Deyanira con reticencia. Las palabras habían sido arrestadas por el amor que sentía por ella. Solo un balanceo de cabeza daba a entender que pensaba que existían segundas intenciones, y así era. La intuición no le falló, pero eso no lo supo hasta que todo sucedió.
Deyanira le entregó una fina túnica de lino, bordada por ella misma con hilo de oro y una capa del color de las uvas maduras.
—Entrégale esto a mi esposo, o he de decir ya, al que fue mi esposo. Es un regalo de bodas y la señal de consentimiento por mi parte. Él lo entenderá. Dile que se lo ponga para la ceremonia de sus esponsales… Es muy delicada, así que ten cuidado y no la toques mucho.
Licas salió de casa de Deyanira aquella misma noche, y pocas horas más tarde Heracles ya tenía la túnica en su poder. Mientras, Deyanira imaginaba cómo la sangre del centauro con la que había embadurnado la túnica penetraba por los poros de la piel de Heracles, cómo se mezclaba con su sangre y cómo la hacía hervir para recordarle la pasión que alguna vez sintió por ella. Lo vio regresar a casa, abrir la puerta de su habitación y cómo los dos se fundían en un beso largo y pasional que le devolvió la fe en él y en el amor.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: