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Cola de embarque 

Uno no sabe muy bien dónde comienza la FIL de Guadalajara, igual que uno nunca ha estado demasiado seguro de dónde comienza un viaje: al cruzar la puerta de casa, tomar el avión o en la imaginación, que es el único lugar donde todo resulta perfecto, porque la imaginación es la primera ficción de todas y todas las ficciones son perfectas, que hasta lo que sale mal en ellas es meditado, como sucede con los guiones de Hollywood.

Se acude así, a primera hora de la mañana, a la T1 de la capital, para embarcar, para ir a la FIL, a México, ese horizonte de pasados aztecas, Tenochtitlanes perdidos y culturas de calaveras tatuadas, y en los interines de la ruta, uno va encontrándose con los novelistas, los poetas, los ensayistas y los invitados en los controles de pasaporte, las sucesivas colas de embarque y los pasillos de las terminales, porque eso del vuelo de conexión es un invento mal resuelto todavía, sin un término medio, que obliga a correr con la maleta o bien va con retraso y conduce al «pasajerío» a buscar sus musas en ese consumismo de paso que son las tiendas aeroportuarias.

"Uno va deduciendo que lo de la Feria Internacional del Libro, la FIL, porque viene timbrada por ese apodo que es la abreviatura, es un asunto más bien radial, tentacular"

De esto uno va deduciendo que lo de la Feria Internacional del Libro, la FIL, porque viene timbrada por ese apodo que es la abreviatura, es un asunto más bien radial, tentacular, como la tela de una araña, que no es otra cosa que los diferentes caminos que llevan a ella, como sucedía con Roma, vamos, pero que ahora viene a ocurrirle a la literatura. Así, los plumillas van cruzándose con esos autores con los que después se pretende conversar, pero esta vez no en una sala de Prensa o en los paraísos artificiales de una habitación de hotel, sino en el asiento de primera de un Boeing o en uno de esos «no lugares» de hoy con un café calentándole la mano o estirándose la arruga irremediable de la butaca de avión, que es una arruga con personalidad propia. Dejan de esta manera involuntaria una instantánea infrecuente, pero sustancial, que es su lado más humano y corriente, despojados del glamur que supone la presentación del libro/novedad, las colas de admiradores en El Retiro o la presentación de aparición calculada.

"Según se aproxima uno a la frontera de sus alrededores va notando su influjo en esos espontáneos que van reconociendo a los autores que leen"

Queda de ellos así una radiografía más espontánea, como más militante de la cotidianeidad. Esa foto robada que supone reconocer al creador en la tarea ínfima de tirar del equipaje por un pasillito grisáceo. Imagen desmitificadora y reveladora que brinda también cierta cercanía. Después del vuelo temible de diez, once horas, las que sean, porque las manecillas del reloj digital se pierden en este salto atlántico, van percibiéndose detalles que anticipan hacia dónde se encamina uno, que es la FIL, que es una feria, que comienza antes de alcanzarla, ya en el tránsito hacia ella.

Según se aproxima uno a la frontera de sus alrededores va notando su influjo en esos espontáneos que van reconociendo a los autores que leen. Esos fans que se acercan a ellos mientras el autor espera junto a la cinta de equipajes; en la pareja que se aproxima a Rosa Montero para sacarse un selfie a su lado o el grupo que se arrima a María Dueñas para hablar con ella o rogarle una firma improvisada. En estos percances, y en el coche que viene a recogerlos, es donde el escritor va retomando su horma de escritor y va remontando de esa flaqueza imperdonable de lo corriente, el día a día, que está siempre desprovisto de grandezas.

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