Fernando Penco Valenzuela es, como yo, un hombre con dos manos derechas que puede apaciguar a cualquier verraco nocturno con un gancho de izquierda y seguir por donde lo habíamos dejado. Un tipo de pocas concesiones, que sale de casa criticado, y defiende con vehemencia sus tesis, construidas con paciencia como un hisn, hechas para resistir el paso del tiempo, inexpugnables para el adversario, que queda en candidato.
Fernando tiene cabeza de hisn y corazón de alquería, hospitalario y generoso, apegado a la tierra que excava e interpreta, un tipo que, atento observador de los demás y de lo otro, tamiza lo que adquiere y extrae en sus creaciones momentos de belleza inaudita: en Monte Horquera, planta La Santa Cena —escena de la representación de la Pasión de Cristo que produce un grupo de teatro amateur de Nueva Carteya, Córdoba— frente a las ruinas de la Ermita de la Torre de Los Santos, y filma a los actores, estáticos, con luz caravaggiesca, creando una escena de una plasticidad y belleza que harían palidecer al mismo Sorrentino, cuando, de repente, aparece Tito Polo ataviado como Judas por el camino, levantando polvo con su Puch Minicross, para cerrar la escena rebañando los platos —que no eran de atrezo— mientras los demás recogen, en un falso fuera de cámara que revive a Guzmán de Alfarache o a Lázaro de Tormes. Es esa la grandeza de Penco, extraer lo universal de la anécdota con toda naturalidad.
De todos sus libros, mi favorito es Mediterráneo (Ed. Cántico, Colección Doble Orilla, narrativa, 2020), una suerte de caleidoscopio —del griego kálos, bello o hermoso; eidos, forma o imagen; y skopein, ver— palimpséstico —también del griego palin, de nuevo; y psao, raspar, frotar— escrito día a día en una de esas libretillas que garabatea constantemente, en el que literalmente raspa o frota los conceptos, las sensaciones, los conocimientos y su propia alma, generando bellas imágenes que deja a la vista de todos, alguna de las cuales, con permiso, les traigo aquí:
“KÍLIX
Exequias, pintor y alfarero ático, en respuesta a nuevos deseos, creó a un muchacho que entregaba a Dionysos un cántaro para que éste lo llenase con el zumo de sus parras.
21 de junio de 2018”
“Escuché absorto, desde el otro lado de la botella de grappa, el palique de aquel hombre de Cittadella, no pocas veces cirquero y hostil. En su torrente irrefrenable de pasión e ironía parecían darse todas las esencias de una tragedia de Shakespeare.
23 de septiembre de 2018”
“La vista se le había quedado apresada en las blancas ramas de unos almendros que crecían por encima del muro de un jardín.
30 de septiembre de 2018”
Por si aún no lo saben, Fernando es el hombre que cambió la ubicación desde Cerro Muriano hasta Espejo de la fotografía más famosa de Robert Capa, Muerte de un miliciano y, lo más importante, saturó de interrogantes una escena que podría ser verdad y no haber pasado: con miliciano, pero sin muerte, con campo, pero no de batalla y con una mujer disparando las fotografías. El resultado de dos décadas de investigación, más allá de la inexpugnable tesis de Penco —el que pueda que, empate—, es esa sensación de que el ICP y Magnum le habrían puesto la proa al bueno de Fernando y sucedan casualidades de la vida, como su olvido en el programa del Encuentro Internacional Robert Capa y la Memoria de Europa celebrado los pasados 19 y 20 de noviembre en Madrid. Será porque Fernando, como yo, es un hombre con dos manos derechas.
Algunos jueves viene de la Academia a la librería —esos días se calza la americana sobre lo que lleve, los cuellos por fuera, cual Tony Manero— y hablamos de las batallas; de fijo le digo que troyanos somos y tenemos todas las de perder. —Yo soy un aqueo ¡y tú también! —espeta siempre. ¡Arde, Troya!
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