Se intentó matar lanzándose al río, pero fue rescatado por los marineros de un vapor. El segundo intento fue el definitivo: cuando fueron a por mantas para darle calor, volvió a tirarse a las aguas heladas del Duina. Se hundió definitivamente. Parece que fue un 29 de noviembre de 1898. Estaba esperando a su mujer y a su hijo, que llegaron cuando llevaba ya una hora muerto.
Ángel Ganivet nació en Granada y como diplomático residió en Amberes, Helsinki y Riga, donde moriría con tan sólo treinta y tres años. Las estancias en el norte de Europa darían como fruto varias obras: Cartas finlandesas, Hombres del Norte, así como un par de novelas de corte más intelectual que narrativo. Pero su gran obra fue el Idearium español, el ensayo lleno de intuiciones de un filósofo asistemático, una reflexión sobre la esencia de la españolidad y las causas de nuestra decadencia espiritual. Un precursor del 98.
Miguel de Unamuno, con el que entabló amistad preparando oposiciones a la cátedra de griego, lo definiría como un “semillero de ideas” y Ortega lo incluyó, junto al anterior, en una generación en la que sus miembros eran a su vez literatos y pensadores: “Hacen literatura con las ideas, como otros después habían de hacer inversamente filosofía con la literatura. Por primera vez el literato entró seriamente en contacto con unas y otras regiones de la ciencia: psicología, sociología, filosofía, filología”.
En 1920, camino de Petrogrado, el corresponsal de El Imparcial, Enrique Domínguez Rodiño paró en Riga, donde tuvo que pasar semanas retenido por los rusos. Fue entonces cuando se acordó de Ganivet, al que ya nadie recordaba. Envió varias crónicas narrando la búsqueda de la tumba, recuperándose entonces la idea de traer el cadáver a España.
Domínguez Rodiño encontró al final la sepultura: “Ni una lápida, ni una cruz, ni un nombre que lo confirmase”. Se empezó a especular sobre las causas de aquella muerte. En sus últimas cartas, Ganivet mostraba ciertos signos de depresión ligados a la soledad y al hastío que le provocaba su nuevo destino en Letonia. El periodista dio con el médico que lo estaba tratando y que le diagnosticó, poco antes de su muerte, “parálisis general progresiva y manía persecutoria”.
Ganivet permanecía hasta altas horas de la madrugada dando vueltas en su habitación, sin apenas comer ni dormir, para lanzarse a la calle con el alba para caminar sin rumbo hasta el anochecer. El cónsul alemán, uno de sus pocos amigos en aquellas tierras, escribió al gobierno español pidiendo el internamiento del pensador, ya que preveía el funesto final que acabó por confirmase. Aquella advertencia llegó tarde.
Desde enero de 1921 la prensa nacional inició una campaña pidiendo la repatriación del cuerpo. Al Imparcial se le unieron otros medios y autores conocidos como Eduardo Marquina, en El Sol, o Carmen de Burgos (Colombine), en el Heraldo, convirtieron la historia en un serial que los lectores seguían con interés.
Así, 27 años después, en marzo de 1925, el viaje del barco que acabó por traer los restos del pensador fue cubierto por los periódicos como una última aventura del granadino, cuyo cuerpo era recibido con honores allí donde fue parando una vez el barco hubo atracado en España.
En Madrid, en la Universidad Central, se celebró una sesión necrológica en la que participaron Jiménez de Asúa, Américo Castro, Eugenio D´Ors y Gregorio Marañón. El féretro fue llevado después hasta la estación, camino del último viaje hacia el sur, donde en el andén se repartió una elogiosa carta de Unamuno. El fantasma de Ganivet acabó triunfando entre la intelectualidad, aunque su pensamiento, como diría entonces Américo Castro, tenía muchas aristas.
Entre los miembros de la comisión que organizó el traslado de los restos de Madrid a Granada estaban Marquina y un joven Federico García Lorca, que había nacido el mismo año de la muerte de su paisano. Su segundo entierro, el definitivo, fue uno de los más multitudinarios que se recuerdan en la ciudad del Darro.
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