Hacia finales de noviembre, existe un momento en el que convergen la flor violácea del jacarandá y el aroma del tilo florecido. Es el momento exacto en que las calles de este barrio del sur de Buenos Aires parecen romper su mutismo. Es un tiempo propicio para recordarnos que la belleza brota callada desde su fuente y que nuestra condición humana, contingente y menesterosa, no alberga razones para la soberbia.
Intercambiamos el generoso abrazo de siempre y al saberlo yo un “animal bibliográfico”, se impuso la pregunta:
—¿En que andan sus lecturas, Padre?
El cura, con una mirada plena de sencillez, me respondió entre compasivo y desprejuiciado:
—Solamente leo el Evangelio y algunas buenas novelas policiales.
A espaldas de nuestra despedida, la tarde siguió su curso y a mí me quedó picando la respuesta del Padre Carlos: “Solamente leo el Evangelio y algunas buenas novelas policiales” e inmediatamente, me vino a la mente aquello de Sófocles en el Coro abismático de Antígona: “Muchas son las cosas terribles, pero ninguna es más terrible que el hombre.” La ecuación resultaba clara: un cura sabio, luego de una larga navegación, ¿en qué puerto podía demorarse sino ante el eterno enigma del corazón humano? El hombre siempre será esa criatura asombrosa, tremenda, formidable: δεινός, cosa terrible.
Los críticos sostienen que la novela policial —o ficción criminal como dice entre nosotros Don Ángel Faretta—, surge con Edgar Alan Poe y alguna de sus piezas literarias fundamentales como Los crímenes de la calle Morgue o La carta robada; pero en esta materia sucede lo mismo que en filosofía, pues comienzo y origen no son lo mismo. En este punto, uno intuye que, si bien Poe formaliza el comienzo del género, sus orígenes pueden rastrearse en la Antigüedad Griega con las tragedias de Sófocles, continuar con las cartas de Plinio el Joven en las que se relatan varios episodios criminales y demorarnos largamente en Shakespeare. Henning Mankell, padre de la novela negra escandinava dijo alguna vez: “Mi policial favorito es Macbeth”, no es poco.
Poe entrega a la literatura el primero de una larga serie de detectives, quizás el arquetipo del investigador: Chevalier Auguste Dupin. Hacia finales del siglo XIX y entre las mismas volutas de humo que deja la pipa de Dupin, emerge la figura del detective paradigmático, meticuloso y racional creado por Arthur Conan Doyle: Sherlock Holmes. A Poe y a Doyle se une Agatha Christie. La dama del crimen como alguna vez se la bautizó, da forma a la figura de Hércules Poirot, un detective belga para inmiscuirse en la sociedad inglesa, pero tan racional y maniático como Dupin y Holmes. El policial clásico es un cántico al método hipotético-deductivo, una salmodia a la ratio, un culto al ejercicio del silogismo. Los casos criminales se resuelven atando lógicamente los eslabones de una cadena racional. Cerramos los ojos e imaginamos una casa de la campiña inglesa entre los leños que se queman en el hogar y el aroma a Latakia y a Perique —tan propio de las mezclas inglesas para pipa—, una sala con alfombras y un puñado de personas hundidas en sus sofás, escuchando la resolución de un caso criminal en la voz gutural de un pulcro detective.
Entre Dupin, Holmes y Poirot, surge una criatura adorable creada por Gilbert Keith Chesterton. El Padre Brown es un curita regordete que siempre marcha con su paraguas, unos pocos peniques en los bolsillos y alguna barrita de chocolate para recordarnos que el placer no siempre es aliado del pecado. El Padre Brown va torneando lentamente el gozne en el que gira toda una nueva mirada en la novela policial: enigma y misterio. El curita detective es un escudriñador del alma humana y, justamente por ello, sabe que el mero ejercicio lógico no alcanza para alumbrar las razones profundas de un acto criminal. Brown no desprecia a la razón, sino que la reconcilia con la intuitus y con su logos íntimo. En su cuento La cruz azul descubre a un ladrón vestido de sacerdote a través del diálogo: “He desconfiado de usted porque ha despreciado a la razón, y eso es de mala teología”. Yo creo que, al Padre Carlos, y no por meras cuestiones gremiales, su colega seguramente le cae muy bien.
Es tan extenso el territorio de la novela policial, que mal podría yo resumir en esta breve meditación la pluralidad de sus variantes y sus autores. Si creo importante notar que, hacia finales de la década del 20, nace en los Estados Unidos un género muy sugestivo cuyas capilaridades llegan hasta hoy tomando la coloratura propia de cada ethos cultural; me refiero claro a la llamada novela negra, término que, por cierto, no proviene de los Estados Unidos sino de Francia. El trípode sobre el que se apoya la novela negra es la violencia, la política y el dinero. En ella se expresa toda una fenomenología de la descomposición social. El crimen no es un elemento que se gesta solamente en la mente del asesino, sino la punta del iceberg que denuncia un continente hundido en las aguas de la corrupción. El primer autor que “saca” el crimen del salón y lo pone en la calle es Dashiell Hammett quien publica en 1929 El halcón maltés con la inolvidable figura de Sam Spade, un detective irónico, frío e inflexible inmortalizado en el cine por Humphrey Bogart. A Hammett lo sigue un narrador nato, un maravilloso escritor al que le bastaron siete novelas para fundar toda una escuela: Raymond Chandler. Una mañana de invierno, caminando por la calle Defensa, me topé con Juan Sasturain quien salía de su casa con un perrito tan sencillo como él. Juan parece un Santa Claus sin gorro colorado, pero con la misma sonrisa y la misma barba blanca. Al saludarlo con admiración le pedí que me regale el título de una novela policial, una sola. Me dijo: “El largo adiós de Raymond Chandler”. Desde aquel día, la figura de Phillip Marlowe, su detective de ficción, un quijote urbano con vocación de antihéroe, me acompañó para siempre. Con Chandler se aprende a sonreír, incluso en medio de la violencia:
—No me gustan sus modales señor Marlowe —dijo Kingsley con una voz que, por sí sola, habría podido partir una nuez de Brasil.
—No se preocupe por eso, no los vendo.
Y también se aprende a llorar, como en aquel adagio triste que Chandler pone en boca de Marlowe en las últimas páginas de El largo adiós:
“Nos despedimos. Vi como el taxi se perdía de vista. Subí de nuevo, entré en el dormitorio, deshice la cama y volví a hacerla. Había un largo cabello oscuro sobre una de las almohadas y a mí se me había puesto un trozo de plomo en la boca del estómago. […] Decir adiós es morir un poco”.
Hacia 1931, George Simenon, un enorme escritor nacido en Lieja (Bélgica), le regala al mundo literario la figura de un comisario cuyo talante y estilo cautivará a los lectores del género policial: Jules Maigret. El prolífico escritor belga fraguó un personaje inolvidable. Maigret rompe con el estereotipo del detective cerebral; es un obsesivo, sí, pero su obsesión es el corazón humano, por ello trabaja con la intuición y con el diálogo. Maigret venera la mirada diagnóstica y la palabra reveladora. Pedaleando de esclusa en esclusa por los canales de la campiña francesa, en los viejos cafés portuarios o en los bajos fondos de París, sus informantes son las ancianas, las mujeres de mala vida, los puesteros del mercado, los clochards, esos vagabundos que viven bajo los puentes del Sena. Maigret medita acompañado de una copa de vino blanco, de cerveza o de Calvados bien seco, una bebida que me compré por él y que me quemó la garganta. Simenon coleccionaba pipas y mujeres; Maigret es un devoto pipafumador, pero en materia de templanza y fidelidad, es la contracara de su padre literario. El comisario francés es fiel hasta el extremo, es más, su esposa es propiamente su otra mitad. Es posible que el padre Carlos contemple en Maigret la virtud de la paciencia, la importancia de la caridad y el valor del sigilo confesional.
Y la lista es interminable, desde el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán al Montalbano de Andrea Camilleri, pues con ellos aprendimos pasión, humor y la irresistible tentación por la buena cocina. Y uno puede caminar por los fríos climas nórdicos con el Inspector Wallander de Henning Mankell o quitarnos el sudor de la frente, atiborrados de tabaco y ron por las calles de La Habana junto a Mario Conde, el mítico personaje creado por Leonardo Padura, quien tuvo la enorme valentía y lucidez de desnudar los flagelos del régimen cubano desde sus mismas entrañas.
Y aquí, en mi tierra, nos queda Borges —siempre nos queda Borges— y también nos queda Bioy. Con ellos nos quedan las Crónicas de Bustos-Domeq y el detective Isidro Parodi, quien resuelve casos criminales desde la celda 273 de la Penitenciaría Nacional de la Calle Las Heras. Nos queda Ricardo Piglia y su alter ego Emilio Renzi extasiado ante un blanco nocturno en la llanura argentina, nos queda el mismo Sasturain… pero ya es suficiente.
El padre Carlos se perdió entre el violáceo del jacarandá y el aroma de los tilos: “Solamente leo el Evangelio y algunas buenas novelas policiales” —me dijo—, y me dejó pensando en la libertad humana y sus misterios; me dejó meditando entre Maigret y Jesucristo.
-
Cracovia sabe
/abril 21, 2025/La plaza es inmensa, un cuadrángulo de doscientos metros de lado. En el subsuelo hallaron calles pavimentadas de hace ocho siglos, sótanos de edificios desaparecidos, cabañas de artesanos y comerciantes, un tesoro de monedas, llaves, joyas, telas, huesos, flautas, dados. En un estrato aparecieron restos de la ciudad quemada y puntas de flecha que delataban la autoría: fueron los mongoles quienes incendiaron Cracovia en 1241. Una vértebra cervical limpiamente seccionada muestra la decapitación de invasores suecos en 1657. Los esqueletos de seis mujeres confirman las leyes antivampiros del siglo XI: las enterraron boca abajo en posición fetal, atadas y con…
-
Abusos sexuales, en La ley de la calle (XI)
/abril 21, 2025/Este episodio, emitido el 16 de septiembre de 1989, tiene un protagonista especial, un reportero de raza, Jeremías Clemente, de Radio Nacional de Cáceres. Clemente escribió al programa para contarles la historia de un anciano, un estanquero de más de setenta años, que además de vender tabaco y chucherías era aficionado —presuntamente— a abusar de las niñas del pueblo.
-
Hasta que me sienta parte del mundo, de Ana Inés López
/abril 21, 2025/*** toda junta qué lindo ir al cine un viernes suicida y que la película termine con amigo piedra y que los actores sean tan buenos y que se enamoren bailando los viernes se me viene la vida encima toda junta y nunca nunca hay nadie que me salve yo no me puedo salvar de nada por ahora sé que mañana cambia porque pasa los viernes la depresión antigua no me desespero como antes espero que me agarre el sueño mañana me despierto y en el medio cambió todo no tengo pesadillas qué podría hacer? canciones? comidas?…
-
Periplos literarios
/abril 21, 2025/Zarpar en un barco de tinta y papel, embarcarse en una travesía literaria a través de la lectura o un viaje tangible y real. Trazar una cartografía alternativa, comprobando cómo el paisaje se revela, muta y explota en resonancias bajo la mirada lectora, y cómo en ese ir y venir entre puerto y puerto se propicia un enriquecimiento personal. “Porque somos del tamaño de lo que vemos y no del tamaño de nuestra estatura”, nos dice Fernando Pessoa, y es que pareciera que tanto el viaje como la lectura nos potencian, expandiendo nuestros mundos internos, hurgando en una zona común…
Tremendo artículo. Leer a Chiaramoni es una delicia. Gracias Zenda!
¡Qué lindo artículo! Te lleva con ritmo sereno por la historia del género policial sin escatimar belleza y reflexión.
Parece amar profundamente al comisario Maigret….