Con 34 años, David Uclés ya es el mejor escritor de España. Un terremoto literario ha abierto una falla entre los escritores españoles. A un lado ha quedado David Uclés. Al otro, todos los demás.
Cuando me enteré de que un tipo de Jaén llamado David Uclés había escrito una novela sobre la guerra civil con realismo mágico, lo primero que pensé fue: coñazo. Cuando después vi que la novela tenía 700 páginas, volví a pensar: triple coñazo. Luego busqué fotos del autor en internet y ya no pensé más en coñazos, sino que me vino a la mente esta estrofa de Miguel Hernández: Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma: ¿quién, quién levantó los olivos?
David Uclés tiene aspecto de jornalero de posguerra, de pobre de provincia pobre, de menesteroso cuyo bien más preciado es su cartilla de racionamiento. Que alguien le dé un plato de potaje o de lentejas a este hombre para que coma caliente, por favor.
Además de por su delgadez y su barba de náufrago, el semblante desamparado de David Uclés se ve reforzado por su vestimenta, que se diría que se la han dado en Cáritas de una saca que tenían de cuando se fundó la institución en 1947. El mejor escritor de España parece recién salido del rodaje de Los santos inocentes.
—Buenas, venía por la película, que me han dicho que necesitaban extras.
—Estupendo, nos viene usted que ni pintado. Póngase ahí junto al árbol, que vamos a empezar.
—¿Pero no tengo que pasar antes por vestuario?
—No, así como va está usted perfecto.
—¿Me quito la gorra?
—No, no. Usted póngase junto al árbol y quédese EXACTAMENTE como está.
Me dio tanta lástima el aire desvalido de David Uclés que decidí darle una limosna. Al tratarse de un escritor, mi limosna fue leer una página de su novela. Solo una y nada más, que tampoco hay que abusar, que a estos escritores me los conozco y luego se acostumbran a que leas cualquier basura que escriban.
Me leí, pues, la primera página de La península de las casas vacías y, antes de acabarla, supe que me iba a leer todos y cada uno de los 120 capítulos del maldito libro de David Uclés sobre la puta guerra civil con la mierda del realismo mágico. ¡Cómo me la jugó el muy bribón!
De entrada, con La península de las casas vacías, David Uclés ha logrado reivindicar dos cosas en las que jamás creí: las becas literarias y las dedicatorias.
Este libro pudo escribirse gracias a que su autor obtuvo no una, sino dos becas literarias. Pocas me parecen. Hay que darle todas las becas de España a David Uclés para que escriba novelones como este. Ya está bien de gentuza que aprovecha las becas literarias para emborracharse a nuestra costa y que luego saca del cajón un bodrio que ya tenía de antes o que le ha escrito Chat GPT.
En cuanto a las dedicatorias, siempre he estado en contra de ellas por considerarlas un elemento externo a la obra literaria que gasta una página y que no añade nada. Abrimos un libro y lo primero que vemos es: A Marta. ¿Qué me aporta a mí esto más allá de especular si Marta es la novia, la mujer, la hermana o la gata del autor? En otros casos, la dedicatoria queda reducida a una ridícula inicial: A M. Aquí ya me entran ganas de coger al autor y su libro y mandarlos a la M, a una grandísima M mayúscula, por hacerme perder el tiempo con sus líos de faldas. Porque aquí lo que pasa es que la mujer del autor se llama Matilde y la amante se llama Mariana, y así cada una se piensa que le ha dedicado el libro a ella. Y, de nuevo, todos estos guiños privados me traen sin cuidado. Yo lo único que quiero es leer una buena novela.
La península de las casas vacías es tan buena novela que empieza siendo buena en la dedicatoria. Aquí ya se ve que estamos ante una narración torrencial, oceánica. La gente le dedica su novela a una o a dos personas, pero David Uclés se la ha dedicado a todos los miembros de su familia. Hay libros de poesía con menos palabras que la dedicatoria de La península de las casas vacías.
También hay novelas enteras con menos interés que esta dedicatoria, pues cada una de sus líneas contiene una historia que merecería ser contada por extenso. Así, leemos frases como estas: A mi tatarabuelo José, que, inválido, enseñó a hacer pan a mi abuela desde la cama… A mi tatarabuela María Lucas, quien alejaba a sus nietos para no contagiarles la vejez… A mi bisabuela Julia, que colgó la guitarra eternamente tras la muerte de una hija… A mi tía abuela Juana, a quien el día de la boda de su hermana se le ahogó el hijo… A mi tío abuelo Jorge y su hermana Tíscar, a quienes el peso de la tierra les abrió las puertas del cielo.
Esta dedicatoria es en sí misma literatura, y en ella encontramos la cadencia musical del Otro poema de los dones, de Jorge Luis Borges (…Por Swedenborg, que conversaba con los ángeles en las calles de Londres… Por Francis Haslam, que pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio…).
Tras la dedicatoria, tenemos un aluvión de 12 citas, un árbol genealógico y un mapa, y solo entonces empieza propiamente la novela, que es la crónica de una familia de un pueblo de Jaén durante toda la guerra civil. Quiere decir el autor que de este caso escribe que el pueblo tenía el nombre de Jándula, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quesada. Pero esto poco importa a nuestra contrafaja: basta que en la narración de ella no se salga un punto de la verdad.
La península de las casas vacías (que, todo sea dicho, no me parece un título especialmente acertado) es heredera de dos monumentos de la literatura en español. Por un lado está Cien años de soledad, ya que esta novela es la historia de una familia con realismo mágico. Por el otro, el Quijote, por todo el juego metaliterario, que es tan divertido en esta obra (porque lo que hizo Cervantes fue romperle las costuras a la novela, y después de Cervantes en la novela cabe todo).
Aquí tenemos una frase que nos retrotrae a García Márquez:
Entonces eran frecuentes estos casos de endogamia, aunque los janduleses sabían que no era oportuno casarse entre primos porque los descendientes podían nacer con trastornos genéticos.
Y aquí un pasaje que podría haber salido de la pluma de Cervantes:
Su cuerpo cambió poéticamente de volumen: las pulposas manos le enflaquecieron, y lo que antes fueran vejigas, ahora eran tallos de camueso; la papada, antes tajada, se hizo gajo hueco; los pechos pasaron de calabazas a agracejos; el torso, de muela de molino a listón de palé; el abdomen, de orza a buche de gallo; el sexo, de oreja de burro a pliegue de párpado; el trasero, de pandero a octava de pan; y las piernas y los pies, de virtuosos troncos de coscojas a pulidas varas de arriero.
En este párrafo se aprecia el alcance de una de las mayores armas de David Uclés: una riqueza léxica en la que pocos autores actuales pueden aventajarlo. Para esto hace falta haber mamado mucho campo desde pequeño. Todo este vocabulario no se aprende viendo series de Netflix.
Este amplio conocimiento del mundo rural se pone de manifiesto a lo largo de todo el libro, pero muy especialmente en el capítulo 21, titulado “Las matanzas”, donde David Uclés nos cuenta punto por punto cómo se mata un cerdo para alimentarse de él. Es un capítulo fascinante. Este cerdo es un soplo de aire fresco en la narrativa española. Como los novelistas actuales no han salido de su departamento universitario, escriben novelas protagonizadas por gente que está haciendo una tesis doctoral. ¿A alguien le interesa lo que le pase a un tipo que está haciendo una tesis doctoral? Queremos más cerdos y menos tesis. Decía Umberto Eco que la tesis doctoral es como el cerdo, que de ella se aprovecha todo para hacer publicaciones. Para lo único que no se aprovecha la tesis es para publicar una buena novela. Para eso necesitas un cerdo de verdad.
Precisamente en este capítulo del cerdo se produjo una gloriosa epifanía cuando, entre un listado de varios personajes, leí el nombre del primero de ellos:
Al mediodía, todo el barrio ya estaba presente, sobre todo los niños, porque les encantaba ver la llegada de los cerdos al corral, que entraban disparados como los toros a la plaza. Entre ellos estaban: Celso, un niño que irradiaba mucho calor, que solía dormir en la cama de las mujeres que recién enviudaban…
Celso. Nunca había visto mi nombre en una novela. Celso. Qué bonito suenas. Celso. Mi nombre favorito. Celso. De ti, como del cerdo, me gustan hasta los andares. Celso. No me canso de pronunciarlo. Celso. Lo que me gusta de ti es tu equilibro armónico, con la l que establece un eje de simetría, y a uno y otro lado la circularidad de la C y de la o, y el serpenteo de la e y de la s. Celso. Con este nombre estabas llamado a ser todo amor. Celso. Dejad que las viudas se acerquen a mí.
¿Cómo no va a ser David Uclés el mejor escritor de España si ha llamado Celso a uno de sus personajes, y no a un personaje cualquiera, sino al mejor de todos ellos? Porque aunque, seguramente por pudor, no se detiene mucho en él y tan solo le dedica esta frase en las 700 páginas del libro, se nota, por el cuidado con el que está escrita, que de los cientos de personajes que aparecen en la novela este es aquel por el que el autor siente el mayor cariño.
A pesar de las influencias literarias anteriormente citadas, David Uclés logra en esta novela volar con sus propias alas y construir una obra deslumbrante y conmovedora, llena de ingenio y de diversión. Se quedan cortos quienes afirman que este es el libro del año, porque La península de las casas vacías —digámoslo de una vez— es una de las novelas más importantes de la historia de la literatura española, y su autor podría hacer suyas las palabras que Clarín le escribió a un amigo al acabar La Regenta: “¡Si vieras qué emoción tan extraña fue para mí la de terminar por la primera vez de mi vida —a los 33 años— una obra de arte!”
Este libro se va a llevar todos los premios, empezando por el Nacional de Narrativa, lo cual tampoco es que tenga la menor relevancia (es mucho más importante que tu novela tenga una contrafaja que un premio Nacional). El único premio que no se va a llevar —no al menos en las próximas décadas— es el premio Cervantes, y mira que lo siento, porque es un premio que consolidaría su carrera y que le haría cobrar diez veces más por conferencia, lo cual le permitiría asentarse económicamente. Yo quiero que David Uclés, como todos los escritores que me gustan, sea rico para que pueda escribir novelones con tranquilidad. No quiero que la escritura de esas novelas quede a merced de que le den una beca o de que en Cáritas tengan unos zapatos de su talla para pasar el invierno.
Ya sé lo que estáis pensando: “¿Cómo le van a dar el premio Cervantes a un tipo que tiene 34 años?” ¿Y por qué no? Si el Cervantes premia la excelencia literaria de un autor, David Uclés ya tiene méritos más que suficientes con La península de las casas vacías, que es una obra portentosa. Podría no escribir nada más en toda su vida y seguiría mereciendo el premio porque ya tiene un lugar asegurado en el Parnaso literario. ¿Por qué vamos a esperar décadas para decirle lo mucho que lo admiramos? ¿Tenemos que tardar medio siglo en darle el Cervantes para que venga con 84 años a recogerlo, con un andador y una sonda, y que tantas emociones le provoquen una subida de tensión, y en plena ceremonia le dé un parraque y la palme?
Nunca he entendido la lógica del Cervantes de premiar a gente que, como dicen en Argentina, está más cerca del arpa que de la guitarra. A los grandes escritores hay que premiarlos cuanto antes para que disfruten de la gloria en vida. Premiar a un viejales no es premiarlo a él. Es premiar a sus herederos. Y a los que no opináis como yo, ahí tenéis el ejemplo de Albert Camus, que recibió el Nobel con 44 años y 2 años después se murió. Gracias a que se lo dieron demasiado pronto, no fue demasiado tarde.
Hay que darle el Cervantes a David Uclés antes de que venga él a cobrárselo porque este tipo no es un jornalero, sino un pistolero que ha llegado al OK Corral de la literatura española dispuesto a ser el único autor que quede en pie. Ha venido a caballo con poncho verde, sombrero de color chocolate y botas con espuelas de plata. Le cruzan el pecho dos cananas con 120 balas, una por cada capítulo de su novela. Con esas balas ha ido cargándose, uno por uno, a 120 autores de la literatura española. Yo escapé de milagro de la escabechina porque soy el escritor español número 96 y ahí fue justo cuando se le encasquilló la bala. Llego a ser el 95 o el 97 y ya estaría criando malvas.
Quiso mi mala fortuna que me cruzara con él cuando me dirigía a la oficina del telegrafista. Al girar una esquina me lo encontré de frente, como si me hubiese estado esperando. Tenía los ojos entrecerrados por el sol y estaba mascando tabaco.
—Varela —me dijo— se ha quedado una tarde preciosa para morir.
Desenfundó la pistola y me apuntó al corazón.
Sentí tal perplejidad que fui incapaz de la menor reacción. Tan solo acerté a pensar: “Así que esto es morirse”.
David Uclés, con su rostro de hielo, apretó el gatillo y entonces la pistola se le encasquilló. Ante este contratiempo, frunció el ceño y maniobró para cambiar la bala. Mientras tanto, logré salir de mi parálisis y me dispuse a vender cara mi piel. O no tan cara, porque lo único que se me ocurrió fue hincarme de rodillas e implorar por mi vida.
—No me mates —le rogué echándome a llorar.
Y seguí repitiendo como un imbécil:
—No me mates, no me mates, no me mates…
Él me apuntó de nuevo con la pistola, esta vez al entrecejo. En un intento desperado por adularlo, chillé patéticamente:
—¡Eres el mejor escritor de España!
Aquí le cambió la expresión, como si le hubiese asaltado una idea. Tras unos segundos de infinita agonía, bajó la pistola y me dijo:
—Por eso voy a dejarte vivo: para que se lo cuentes a todo el mundo.
Me quedé embobado. Acababa de escapar por segunda vez a la muerte y aún no estaba claro que lograse librarme del infarto que estaba llamando a mi puerta.
—Sí, a todos les diré que eres el número uno. Pero no me mates, por favor.
Noté como un charco me humedecía las rodillas. Me había meado encima.
En ese momento, al otro lado de la calle, se oyó el batir de las puertas de la taberna de Jake el Cojo. Dos hombres salían, ebrios de whisky, diciendo chanzas. Uno era un autor de novelas policiacas y el otro cultivaba el género de la autoficción: los escritores españoles números 97 y 98.
Billy the Kid Uclés escupió el tabaco y acarició la pistola.
—Voy a darles matarile a esos dos pájaros. Recuerda que tenemos un pacto. Si no, ya sabes.
Se encaminó hacia los dos autores y yo tomé aire como si acabase de salir a la superficie del mar. Me levanté tembloroso y, antes de que se le ocurriera cambiar de opinión, me vine corriendo a Zenda a cumplir mi promesa.
Me siento orgullosa de ti, como de él (sabes a quién me refiero). ¿recuerdas que, ya de adolescente, te decía que era tu ‘fan’ numero uno? Siempre es una delicia para mi leer todo lo que escribes. No sé cuántas veces te lo he dicho… ¡Eres un GENIO!
No sé si la crítica no es mejor que el libro del expósito