Uno viene a México para descubrir a Europa, en una especie de viaje inverso al de Colón, ese navegante que llegó a América, sí, pero que no se enteró de nada, ni de que había llegado a América ni de que había descubierto un continente, salvo al final. Él, en el fondo, nunca pasó de ser un marino. Como quien dice, solo tocó tierra, aunque no sabía qué tierra. Lo importante, lo colosal, que es la definición, el nombre de América, que es el saber dónde se estaba, se le pasó o se lo dejó a los que vinieron después.
Ahora, en esta Centroamérica de Jalisco, la de la FIL, uno puede corroborar lo que escuchaba de otros, y es que aquí el escritor aún disfruta de la reverencia de la admiración, que es una cosa que hemos dejado atrás los europeos, a los que se nos van congelando las emociones y el corazón, salvo con el fútbol, aunque más que sentimientos, en realidad a lo que nos devuelve es a cierto primitivismo. Al menos en algunos muchachos.
Tiene su punto contemplar a tanto fan arremolinarse alrededor de un tipo como Sergio del Molino —al que sorprende una turba de seguidoras impacientes por sacarse un selfie con él en la entrada del desayuno—, Santiago Posteguillo, Alice Kellen o los Mola, porque Carmen Mola ya comienza a ser los Mola. Para los lectores de acá un creador no es un tipo corriente. Aquí pervive aún ese fulgor chamánico que antes rodeaba a los contadores de historias, como aquel que Mario Vargas Llosa noveló en El hablador.
El que relata, en América, todavía es un hacedor de mundos, y los que acuden a esto de la FIL para pillar su botín de libros son herederos de esa tradición. De respetar al que cuenta un relato. Un asunto que nos viene de Homero o por allá, aunque ahora se haga delante del ordenador y el verso épico haya derivado en la novela, que, bien visto, también es otra clase de épica.
Hay quien se asombra al llegar aquí de la riqueza léxica, del cómo hablan, pero eso ya es bien sabido. Lo que a uno sobrecoge es el respeto hacia al autor, al que llaman «maestro». Y quizá tengan razón y estén en lo acertado. Antes se abría la mente con la ayahuasca, con el baile ritual alrededor de la hoguera, pero hoy los que abren la puerta a otras tantas percepciones y mundos son los libros, los escritores, esos signos de la imaginación que en Europa ya percibimos como algo cotidiano, como el que ve a un alfararero o un remendador de trajes. O sea, como un oficio.
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