Soy de pueblo. Nada me reconforta más que un paseo por el Estrecho de los Huertos intuyendo la llegada del otoño, el cual tiñe de oro y ocre el paisaje, mientras me embriago del olor a leña quemada. Nada comparable a ver a Ernesto dar vida a la madera en su carpintería o a las escenas que revivirán el Misterio de la Natividad en el belén de la parroquia. Nada semejante a observar cómo Pili engalana sus Casas Rurales La Tahona con flores y frutos de temporada. Membrillos que aromatizan estancias enteras, calabazas, caquis… Una sinfonía de colores y olores que convierten una casa rural en una verdadera Ítaca a la que retornar para nutrir el espíritu. Nada me asemeja más a los dioses que dar cuenta en sus patios de un bocadillo hecho en horno de leña, en el que capitanea un chorizo crudo amasado por Chiripa y su mujer en su carnicería. Zeus habría renunciado a su inmortalidad por poder catarlo, bien regado con un porrón de clarete, atisbando cómo las hojas de la parra virgen se visten de bermejo y cómo, agazapada tras los pinos que sombrean la piscina, una ninfa rubicunda mira lúbrica al dios de dioses.
Mis primeros 17 años los pasé entre una aldea de 300 habitantes, Peñarrubia, y un pueblo, Elche de la Sierra, que no pasaba de los 4000. Fue allí donde sembraron los principios y valores que me conforman, donde intentaron encauzar el torrente que me atraviesa. Pero la vida es, la mayoría de las veces, pendeja: aun sabiéndome de pueblo, sólo me ha dejado vivir en ellos 20 años; los otros 38 me ha vapuleado de ciudad en ciudad. No me hago a los modos urbanos: las relaciones que allí se conforman me parecen vacuas, aceleradas, insípidas, sin briznas de humanidad y empatía. Huyo como de la peste de los centros comerciales y demás templos del capitalismo rampante: estoy seguro de que si Dante tuviera que volver a escribir la Commedia situaría el Infierno en uno de ellos. Me muevo por las vías metropolitanas como Paco Martínez Soria recién llegado a la capital, con la boina calada y su maleta de cartón.
Hace tiempo que me convencí de que, dado que la vida me fuerza a ser urbanita, la única manera de sobrevivir es construirme pueblos en los barrios en los que vivo. Humanizar la ciudad a fuerza de convertirla en un pueblo más asequible y cercano. Evito las zonas emperifolladas del centro, holladas por hordas de zombies consumistas en busca de la última pijería tecnológica o indumentaria, la hamburguesa más psicodélica o el aguachirle que llaman café y te lo cobran a precio de diamante porque lo vende una empresa de nombre extranjero. No suelo comprar en los grandes hipermercados, sino que acudo a los medianos y a las tiendas de barrio, que, aunque puedan ser más caras, brillan por su atención personalizada, su cercanía y, sobre todo, descuellan por la calidad de sus productos. No albergo duda de que las hamburguesas artesanales que elaboran en la Carnicería Felipe Jesús y su familia no tienen absolutamente nada que envidiar a aquellas que te venden en las pijoburgueserías de nombre rimbombante (si es en yanqui, mejor), en las que dicen ponerte carne de vaca vieja. Tan vieja que seguro que es de la madre del toro que empitonó a Manolete en 1947. Los pescados o mariscos de los que me proveen en las dos pescaderías de barrio nada tienen que envidiar a los tataki de lubina al fujimdiole por los que te clavan 140 euros en el restorán al que acude la élite.
Al igual que en los pueblos la vida gira en torno a la iglesia y sus plazas, en los dos barrios que he convertido en mi poblado necesitaba una parroquia de referencia. No soy de iglesia, pero en sus inmediaciones encontré las parroquias que precisaba: el García Alix a la sombra de San Antolín y el Palomo Saxtamente a medio tiro de piedra de Santa María de Gracia. En vez de cirios, cámaras y grifos de cerveza fresca como el beso de una ninfa en medio de un río; en vez de altares con santos, jamones de Teruel pendiendo de una barra, bandejas de pulpo asado o de patatas al horno y vitrinas rebosantes de marisco, ensaladillas y delicias varias; en vez de curas, camareros con muchos años de barra.
Manolo en el García Alix y Antonio y Lourdes en el Palomo acogen mis noches errantes, dan sentido a mi deambular, lumbre a mi candela y empatía a mi cotidianeidad. También me gusta observar el paisanaje que frecuenta estas ermitas: escuchar a Fernando llorar la muerte de su esposa después de 60 años de convivencia. Clama que era él quien tenía que haberse ido. No nos queda otra que dejarle que nos enseñe fotos de su amada e invitarlo a una cerveza, siempre sin alcohol, para honrar su memoria. Saludar a don Marcelo, el cura de color, que acude a Manolo para que le eche las gotas en los ojos y tomarse un tercio antes de enclaustrarse en la casa parroquial. Rememorar a mi Maestro sentado en la mesa del rincón. Dosis de humanidad que me reconcilian con mis congéneres.
El Palomo me lo descubrió mi Magister Raimundo. Con él pude disfrutar momentos de comunión báquica. Desde entonces, cuando la nostalgia por su pérdida me roe, acudo con frecuencia. Una barra de cuatro metros, una cámara que enfría las cervezas como los dioses mandan, cinco taburetes y tres mesas que sacan a la puerta constituyen su único y humilde mobiliario. En estos escasos metros cuadrados cabe todo un mundo. Tras la barra soberanea Lourdes, mientras que en la terraza y en la sala comanda Antonio, el Palomo. Éste ha echado los dientes detrás del mostrador: cuarenta años atendiendo a la ralea de parroquianos que acuden por allí (muchos con mal beber y peor mear: «antes que beber vino hay que saber mearlo», apostrofaba mi Maestro refiriéndose a los que perdían la compostura con unas copas de más) imprimen carácter. Se conoce todas las plazas de abastos y colmados en los que comprar los mejores mariscos y embutidos. Antonio es guerrillero y le gusta poner a prueba mi pachorra dándome caña: me llama Arístitres porque trasiego por tres, dice. Aunque, últimamente, comienza a llamarme Aristicuatro.
Mi barrio es un barrio obrero, hecho con el feísmo del último franquismo, pero sus gentes han sabido dotarlo de encanto. Una tarde, mientras esperaba a que Antonio sacara la bandeja de patatas asadas por las que pierdo el sentido, observaba a los cuatro o cinco feligreses que llenaban la barra. Eran de los habituales. Habían vaciado ya varios chatos por cabeza.
A Lourdes le encanta ver en la televisión esos programas en los que los concursantes ponen a prueba su cultura. El presentador preguntó no recuerdo qué de la Gioconda. Uno contestó al vuelo que eso era una culebra más gorda que su muslo.
—¡Qué burro eres! La Yoconda (sic) es una virgen que se ríe.
—Pos si se ríe, virgen no será —respondió el primero.
—Sí, señor —apostilló un tercero—, la pintó Lavinchi, el mismo que hizo la torre de Pisa.
—¡Joer! Pos muuu bueno no sería: le salió torcía —interrumpió el de la culebra gorda.
—Pero luego el Lavinchi levantó la Torre Iffel en París, y ahí sigue de pie, que yo la vi este verano por la tele en las Olimpiadas. Se subió una pallá allí para cantar —interrumpió un cuarto que apuraba una frasca en el rincón—.
—Sería la Yoconda —sentenció alguien.
—Pos si se ríe, y encima canta, está clarinete que no es virgen.
No daba crédito. En sus rostros no había signos de que estuvieran hablando en broma. Lourdes levantó los ojos al cielo.
—¿Qué quieres? —respondió a su gesto el de la anaconda—. No he podío estudiar… Miento: sí he podío, pero no he querío. Me echaron de tós los colegios. Yo lo que quería era ponerme a trabajar y ganar perricas en cuanto antes.
Por un enchufe de un familiar acabó encontrando faena de repartidor de butano. Decía que, aun no habiendo estudiado, sabía más que algunos ingenieros que trabajaban en la empresa y tenían dos carreras.
Antonio entró con la lata de patatas y me sirvió un plato.
—¿Te pongo ajo? —el muy capullo sabe que en casa soy mártir de una cruzada anti ajo: “No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería, Sancho”, me espetan cervantinamente en cuanto quiero catar el delicioso fruto de la Allioideae.
Mientras le miento a toda su parentela y, a falta de alioli, acompaño las patatas con un chato de jumilla, doy gracias a mis dioses por haber encontrado un pueblo en mi barrio.
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