“Say what you will,” Welles said, “but The Trial is the best film I ever made… I have never been so happy as when I made this film.”
Siempre he estado de acuerdo con el gran Borges cuando afirmaba que Kafka era y sería el gran autor del siglo veinte. Y que incluso cuando pasasen los siglos, sus obras podrían ser más conocidas que el nombre del propio escritor, como hoy lo son los grandes libros sapienciales de la Antigüedad, como el Ramaina de Valmiki, la Odisea de Homero o los relatos de los profetas del Pentateuco. Incluso podrían volverse anónimas, como los relatos orales mitológicos que se contaban de noche junto al fuego, y los cuentos y novelas de Kafka seguirían conociéndose mientras existiese la Civilización.
El cine mudo no se fijó en Kafka para sus creaciones, ni tampoco el cine europeo y americano clásicos, de los años veinte a finales de los cincuenta. La televisión, en los años cincuenta, tampoco. Es a partir de 1962 (inicios del cine moderno, que podemos establecer en el curso 1958/59), con la adaptación de Orson Welles de El proceso, que una parte de la industria audiovisual se da cuenta de que el simbolismo alegórico kafkiano y su potente imaginario polisémico, es, aun con todas sus dificultades, un buen material con el que crear películas. Durante poco más de sesenta años se han estrenado más de ciento cincuenta películas de cine o televisión basadas o inspiradas en textos de Kafka, tanto largometrajes como cortometrajes o mediometrajes. Ninguno ha sido un éxito masivo de taquilla, ciertamente. Pareciera que su traslación a la pantalla fuese más una obsesión de los creadores y no tanto una demanda del público. Las narraciones de Kafka son universalmente célebres, pero eso no quiere decir que sean fáciles ni de consumo masivo. Así, en 1991 incluso pudimos ver una obra muy estimable en donde Kafka, interpretado por Jeremy Irons, era el protagonista de la trama: Kafka (Kafka, la verdad oculta, Steven Soderbergh, 1991). El autor del guion fue el británico Lem Dobbs, un escritor de Oxford cuyos guiones dieron lugar a películas tan notables como Dark City, Tras el corazón verde o El halcón inglés. Dobbs entendió bien el espíritu kafkiano y sus insondables complejidades. Como lo hizo el agudo alemán-austriaco Michael Haneke cuando adaptó El castillo, de Kafka, en su película para televisión Das Schloß (1997), con un agrimensor K encarnado por el prodigioso actor Ulrich Mühe (1953-2007). Un ejercicio dificilísimo, pues si hay una novela difícil de adaptar al cine, esa es sin duda, El castillo (1926). Vi esa película en DVD con gran interés, pues nunca llegó a emitirse en la televisión española ni se estrenó en salas. Es potente, pero sesuda; casi asfixiante.
Glosar todas las adaptaciones de Kafka al cine y la televisión requeriría un libro extenso de autoría colectiva. Si fuese transmedia y se incluyesen adaptaciones kafkianas a radio, teatro, ópera, danza, pintura, cómic y novela gráfica, videojuegos, realidad virtual y nuevos medios, habría que hacer una enciclopedia. Que quedaría desactualizada pronto, porque los productos culturales basados en Kafka no paran de crecer.
No obstante, como decía, esto no era así en el año 1960, cuando Orson Welles decidió adaptar El proceso al cine. Desvinculado definitivamente de los estudios de Hollywood y sin haber logrado el éxito que se esperaba con Touch of Evil (Sed de mal, 1958), Welles continuó viviendo y trabajando en Europa y se lanzó a la aventura de escribir, interpretar, coproducir y dirigir una de sus obras maestras. De ella escribí en mi libro El cine europeo: Las grandes películas (2008) lo siguiente:
El proceso (Le procès / The Trial / Il processo / Der prozess, 1962)
“Era como si la vergüenza hubiera de sobrevivirle.”
El eco de estas palabras que cierran El proceso, la novela más incómodamente exacta que uno recuerda haber leído, me persigue, nos persigue, como una certeza inefable, verbas que inauguran un realismo metafísico, abren a la literatura —y al arte— del siglo XX una veta existencialista hasta entonces inaudita, desde Schulz hasta Camus caminando por el Julien Gracq de En el castillo de Argol (1937). Lo más paradójico es que no sabemos si Kafka quería acabar así su novela, al parecer inconclusa, pues su amigo el intelectual Max Brod ordenó los capítulos como consideró más adecuado; pero por lo general lo adecuado no es el camino más ingenioso en cualquier vena creativa que se precie. No entraremos a comparar qué hay de fidelidad al texto conservado en la película de Welles. El genio wellesiano se inspira en Kafka (1883-1924) para “crear” otra obra, con puntos en común y divergencias notables y necesarias. Si la idea del crítico, o del advenedizo, es comparar novela y film, entonces ha equivocado el enfoque de cabo a rabo. El original prólogo con diseños del también cineasta Alexeieff ya nos advierte de que es una versión propia a partir de un tema universal, no una adaptación fidedigna. No es eso lo que se pretende.
La inconfundible voz de Welles concluye la presentación con una frase que resume por sí sola las intenciones del director al abordar una obra maestra literaria: “This tale is told during the story called The Trial. It’s been said that the logic of this story is the logic of a dream… a nightmare.” ¿Qué tienen en común los procesos creativos de Kafka y Welles? Por encima de todo, que el resultado final de ambas obras no se corresponde con las intenciones iniciales. Welles lo deja claro: “Yo había diseñado una película completamente diferente. Todo fue inventado en el último minuto porque mi película físicamente era diferente en su concepción. Estaba determinada por el hecho de que no había decorados (…), lo formaban decorados que gradualmente desaparecían. Iban desapareciendo cada vez más elementos realistas y el público era consciente de ello, hasta que, finalmente, el escenario era el espacio abierto, como si todo se hubiera disuelto. Y nada de esto se pudo hacer. Era otra película.” Rodada en la parisina Gare d’Orsay, en estudios de Bolonia y en exteriores de Dubrovnik y Zagreb, en la ex Yugoslavia (Welles quiso filmar en la kafkiana Praga, pero no obtuvo autorización), la condición europea no es sólo financiera, sino temática y espiritual. La duda nos embarga al concluir la lectura de la novela de Kafka; el mismo sinsentido de la dubitación absurda persiste al acabar de ver la película de Welles. Desde ese prisma, lo inmanente kafkiano, pasado por el tamiz barroco wellesiano, prevalece en el film. Baste recordar la primera frase de la novela, que aclara tan poco como el resto (incluida la frase final del libro, con la que he abierto este comentario).
“Alguien tenía que haber calumniado a Josef K., pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo.”
Dirección: Orson Welles (Kenosha, 1915 – Hollywood, 1985). Guión: Orson Welles, basado en la novela homónima de Franz Kafka. Adaptación de los diálogos al francés de Pierre Cholot. Fotografía: Edmond Richard. Música: Jean Ledrut, Tomasso Albinoni (“Adagio en C”). Dirección Artística: Jean Mandaroux. Diseñador del prólogo: Alexander Alexeieff. Montaje: Yvonne Martín, Frederick Muller, Orson Welles. Producción: Alexander Salkind, Michael Salkind. Intérpretes: Anthony Perkins, Arnoldo Foà, Jess Hahn, Billy Kearns, Madeleine Robinson, Jeanne Moreau, Maurice Teynac, Naydra Shore, Suzanne Flon, Raoul Delfosse, Jean-Claude Rémoleux, Max Buchsbaum, Carl Studer, Max Haufler, Romy Schneider, Fernand Ledoux, Akim Tamiroff, Elsa Martinelli, Thomas Holtzmann, Wolfgang Reichmann, William Chappell, Michael Lonsdale, Orson Welles, Guy Grosso, Paola Mori. Nacionalidad: Francia, Italia, Rep. Democrática Alemana, Yugoslavia. Dur.: 118 min. Blanco y negro.
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Hoy, transcurridos quince años de lo que escribí, limitado por el espacio de una página (autoimpuesto por el formato del libro), amplío aquí mis percepciones sobre Kafka y Welles a partir de El proceso (Der Process, Der Proceß, 1925). Leí esa novela por vez primera hace más de treinta años, en el verano de 1991, y el recuerdo permanece imborrable. Se trataba de la edición de Max Brod traducida por Feliu Formosa y publicada en la editorial barcelonesa Lumen en 1979. Colección Palabra en el Tiempo. La portada era un diseño de Toni Miserachs en donde un fotograma rectangular y vertical en blanco y negro de Anthony Perkins gritando se superponía a unas luces amarillas de neón sobre un fondo negruzco-ocre. Inconfundible. Una imagen que me perseguía. Y que aún lo hace. La releí veinte años más tarde en esa misma edición, cosa que nunca hago con una novela, y sigo hoy pensando lo mismo:
El proceso es la novela más importante del siglo veinte y, quizá, la más influyente del mundo moderno. Sé que es mucho decir, pero no creo que exista ninguna otra novela que, en menos páginas, sintetice y describa mejor toda la condición humana del ciudadano contemporáneo y la sociedad que lo alberga, de la que, de una u otra forma, es parte.
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Veamos ahora su génesis y contexto histórico-autoral.
Kafka fue el otro otro. Me explico. No se puede comprender a Kafka sin profundizar en su condición de miembro de una doble minoría, lingüística y étnica. Es sabido que Kafka fue judío en una sociedad mayoritariamente cristiana y fue germanohablante en Praga, cuya lengua mayoritaria era el checo. Esto condiciona casi toda su visión del mundo como autor y como ser humano. Donatella di Cesare, en su libro Marranos, habla de “el Otro del Otro”, por la doble condición del converso (Vives, Montaigne, Spinoza…). En un libro mío anterior yo usaba la expresión del Otro Otro, sin haber leído aún a Cesare. Al respecto, en la cronología de la vida de Kafka hay una etapa muy concreta con aspectos esenciales que se pueden considerar semillas de sus mejores narraciones, que, aunque escritas de forma fragmentaria, son la génesis, insisto, de sus mejores libros (todos póstumos), especialmente La metamorfosis y, singularmente, El proceso. Lato sensu, hablamos de 1909 a 1918; sensu stricto, de 1912 a 1914. A finales de 1909 Kafka acude a tres conferencias del sabio judío Martin Buber, experto en cábala, en compañía de su ya inseparable amigo Max Brod. Ambos son miembros de la asociación judía juvenil Bar Kochba. En octubre de 1910 descubre el teatro yídish, y asiste por vez primera a una representación de este tipo de teatro en el café Savoy. Orson Welles afirmó ante Peter Bogdanovich ser un gran experto en el teatro yídish (cosa que no era Kafka). El 6 de diciembre de 1910 asiste en Berlín a una representación de Hamlet, dirigida por Max Reinhardt (judío de nombre real Maximilian Goldman). Lee a Goethe, Karl Krauss, Heinrich von Kleist, Robert Walser y otros autores de lengua alemana. En septiembre u octubre de 1911 se hace amigo de Jizchak Löwy, director de teatro yídish. Y se enamora perdida y platónicamente de una actriz judía de la compañía teatral de Löwy, llamada Amalia Tschissik. Es en esas mismas fechas cuando lee Historia del pueblo judío, de Heinrich Graetz, obra monumental publicada en once tomos entre 1853 y 1875. Su conciencia de pertenencia al pueblo judío se intensifica, aunque provenga de una familia judía asimilada y laica. En febrero de 1912 coordina con Löwy una serie de conferencias sobre judíos orientales, incluida una introducción que escribe y lee el propio Kafka, titulada «Conferencia introductoria sobre la jerga». En los meses siguientes acude a las sesiones de Bar Kochba, la asociación sionista de Praga. Era una época donde el sionismo era un movimiento progresista (no conservador) y de tendencia más bien laicista (por paradójico que resulte hoy). Es en este mismo año de 1912, entre el 17 de noviembre y finales de diciembre, cuando escribe Die Verwandlung (La metamorfosis / La transformación). Su amigo Max Brod se introduce más en el sionismo y Kafka participa con él y Hugo Bergman en varios debates de Bar Kochba. El 3 de enero de 1913, ya concluida La metamorfosis, acude a una conferencia de Martin Buber titulada “El mito de los judíos”. Con Franz Werfel y Brod visitará a Buber en los días posteriores. Kafka no sólo se interesa por la literatura, la historia judía y el teatro, sino también por el nuevo medio, el cine. A finales de febrero, acompañado de Felix Weltsch, ve la película Der Andere [El otro, 1913], escrita y dirigida por Max Mack (judío alemán de nombre real Moritz Myrthenzweig) y protagonizada por Albert Bassermann. Se trata de un thriller con tintes de terror, cuyo guion se basa en la obra de teatro homónima de Paul Lindau, producido por Vitascope GmBH estrenado el 12 de febrero en Berlín. La copia que se conserva dura 77 minutos. Fue restaurada por el Filmmuseum München, pero no sabemos si la que vio Kafka duraba más. Kafka fue un cinéfilo precoz, desde 1908 (en mayo de 2017 se editó una caja de DVD que recogía las principales películas que Kafka vio entre 1908 y 1921, con textos explicativos del especialista Hans Zischler.[1])
Su pasión por el teatro, el cine y la cuestión judía crece; en marzo Kafka asiste a una obra del Teatro Judío Vienés (Wiener Jüdische Bühne). En agosto de 1913, mientras lee a Kierkegaard y Defoe (Robinson Crusoe) decide cortar su relación con Felice Bauer. En septiembre acude a algunas sesiones del XI Congreso Sionista en Viena. A finales de año lee La galera, de Ernst Weiss. En febrero de 1914 inicia correspondencia con Robert Musil. El 6 de junio de 1914 escribe en su diario, refiriéndose a su compromiso matrimonial, «me sentí atado como un criminal». Muy significativo. El 28 de julio Austria-Hungría declara la guerra a Serbia. Da inicio la Gran Guerra, conocida décadas más tarde como Primera Guerra Mundial. Kafka intentó alistarse varias veces y figuraba apto para la guerra, pero su jefe, el director del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo, Robert Marschner, logra una licencia especial para que no sea reclutado. Rompe con Felice Bauer. En agosto, en pleno inicio de la guerra —algo muy significativo— comienza a escribir El proceso, durante tres meses, hasta abandonar parcialmente su escritura a finales de octubre de 1914. Con El proceso inacabada, comienza a escribir los relatos «El desaparecido» (que luego será la novela más conocida como América) y «En la colonia penitenciaria». Kafka tiene 31 años. Como se ve, los años 1913 y 1914 son decisivos en su vida como escritor. Kafka muere el 3 de junio de 1924, con cuarenta años. Gracias a Max Brod, en 1925, en concreto el 26 de abril, la joven editorial de vanguardia Verlag Die Schmiede, publica en Berlín Der Prozess. El resto es Historia.
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Cuando Kafka murió, Orson Welles era un niño de nueve años. Cuando se publicó la primera traducción inglesa de El Proceso, The Trial, por Edwin y Willa Muir, en 1937, Welles tiene 22 años y está montando en Broadway su compañía teatral de repertorio Mercury Theatre, fundada en agosto de 1937. Puede que no sean muchos los que saben que, en realidad, Welles no debutó en las tablas en Nueva York sino en Irlanda. Dirigió e interpretó sus primeras obras en Dublín, en 1931, en el Gate Theatre, con sólo 15 o 16 años. Se dice que, siendo menor de edad, tuvo que falsear su fecha de nacimiento en su documentación legal de identidad. Su debut fue el 13 de octubre de 1931 con la obra El judío Süb, adaptación de Ashley Duke y Paul Kornfeld de la célebre novela homónima Jud Süb, de Lion Feuchtwanger (novela que luego sería llevada al cine nazi, tergiversándola y volviéndola la película antisemita más conocida de la Historia del Cine). Como se ve, el interés de Welles por los autores judíos de lengua alemana, askenazíes, venía de lejos. Su interés en adaptar a Kafka treinta años más tarde no fue fruto del azar o del cálculo comercial sino de sus más sinceros intereses artísticos. Desde su adolescencia. Quizá por eso, emocionalmente, Welles consideraba su adaptación de El proceso como su mejor película.
Sí. De todas las películas que Welles creó, El proceso era su favorita. Lo dijo muchas veces. En parte tenía que ver con la libertad creativa de que dispuso y con que es su única obra en donde controló el cien por cien del montaje final (la sintaxis del cine). Su amigo y entrevistador en el libro imprescindible Ciudadano Welles, Peter Bogdanovich, en cambio, tenía una mala percepción del film, era quizá el que menos le gustaba de su amigo, al que tanto admiraba. Welles estaba molesto con ello y no lo disimulaba. Cuando Bogdanovich le dice a Welles que “quizá es una deficiencia por parte de los espectadores que van a ver a Kafka, en versión de Welles, con la idea preconcebida de que van a ver una película cargada de símbolos”, Welles le responde, contrariado: “Tampoco creo que Kafka estuviera interesado en los símbolos. De todos modos es mi propia película y no una ilustración de la obra de Kafka, aunque sea fiel a lo que yo creo que es el espíritu de Kafka; es decir, un espíritu lleno de obsesiones, de angustia y de toda clase de sentimientos que se agitan en la sangre de la raza y que están muy por encima, y muy por debajo, y que son demasiado esenciales así como demasiado nobles como para ser reducidos a un cursi simbolismo al estilo de la UFA”. Discrepo con Welles: Kafka sí estaba interesadísimo en los símbolos. Las metáforas, alegorías y parábolas se construyen con símbolos, y todo el corpus kafkiano es alegórico, parabólico y metafórico, en mayor o menor grado. Que a Kafka le interesasen los símbolos no lo convierte en un escritor simbolista (del estilo de un Lautréamont, un Huysmans o un Villiers de L’Isle-Adam), del mismo modo que Welles, como Hitchcock o Bergman, no eran cineastas simbolistas (como sí lo eran Cocteau. Parajanov o Tarkovski) y, sin embargo, sus películas están plagadas de símbolos. Welles y Bogdanovich, tan inteligentes siempre, aquí no se entienden entre ellos, porque confunden el medio (el símbolo), con el fin (no el simbolismo como sistema lingüístico, sino la metáfora, la parábola o la alegoría, según el caso). El símbolo y el cine son realidades complejas y problemáticas al relacionarlos, porque el cine es un medio ontológicamente realista, reproduce fotográficamente realidades físicas (objetos, personas), como recordaba Bazin. En eso difiere de la literatura por completo. Pero el cine contiene diálogos que pueden ser simbólicos, y la sintaxis de sus imágenes también puede crear entramados simbólicos. Esto me recuerda aquellas adivinanzas para niños que aparecían en La vida es bella (La vita è bella, R. Benigni, 1997), en palabras del nazi Dr. Lessing (Horst Buchholz) a Guido (Roberto Benigni): “¿Qué es aquello que desaparece cada vez que lo nombras?”. La respuesta es el silencio. Los símbolos, si se evidencian y desentrañan sus significados ocultos, dejan de ser símbolos como tales y se convierten en palabras, fotogramas o lo que sea. En aquel film el doctor verbalizaba otra adivinanza: “Cuanto más grande soy, menos me ves, ¿qué es?”. No es fácil la respuesta para un niño, ni para un adulto. La respuesta es: la oscuridad. Si la oscuridad es plena la visión es nula. Al símbolo le ocurre como al silencio o a la oscuridad: su existencia desaparece cuando los nombras o los ves (hablo del símbolo en todas sus dimensiones, como lo definen Gilbert Durand, Paul Ricoeur o Jean Chevalier). Pero los símbolos están ahí siempre, ahí fuera y en nuestra mente, estemos dormidos o despiertos. Porque los símbolos, además de la función semiótica, es decir, lo que significan o designan (es decir, en tanto que signos), tienen otras funciones: la reveladora, la mitológica, la transformadora (fantasías conscientes o inconscientes… oníricas) y la mágica. Welles era un cineasta taumaturgo, un mago que hacía cine. Alfred Korzybski (1879-1950) escribió: “Los magos reconocen que los niños son mucho más difíciles de engañar que los adultos, puesto que las implicaciones estructurales de nuestro lenguaje no han influido todavía, en gran medida, en las habilidades infantiles de percepción”. Para ver El proceso hay que recuperar nuestra mirada infantil, nuestros miedos y obsesiones, que nos cercenan desde niños y que nos surgen cuando estamos completamente a solas… o dormidos. Bogdanovich le dice a Welles que el film tiene éxito como una experiencia del sueño, desagradable, que no le gustó, a lo que Welles replica que entonces el film sí es un éxito porque lo que él buscaba era hacer pasar un rato desagradable al espectador, como si estuviese metido en un sueño terrible, una pesadilla de la que no logra despertar. Bogdanovich decía que creía que todo en la película debía significar más de lo que significaba y que ahí radicaba su problema de recepción, en no lograr interpretar todos sus significados. A esto Welles es tajante: “Sólo significaba lo que se veía. ¿No sabes que la película, cosa muy extraña, fue entendida mejor y le gustó más a la gente más sencilla, que no tenía la educación que les hace sentirse impresionados por la palabra «Kafka», por la naturaleza del film, etcétera, y por la idea de que debe de estar lleno de claves secretas para explicar las cosas? Los no intelectuales se limitaban a verla, ¿sabes? Yo subestimé a la población de los intelectuales. Hice la película para el público no intelectual y me olvidé que desde el momento que aparece la palabra «Kafka» estábamos haciendo que se agitara la sangre de gente que normalmente no se considera intelectual”.
No existe la realidad, lo que llamamos la realidad es una representación mental de algo que creemos es la realidad. La otra realidad, que es la onírica, está regida por otra serie de leyes y otras fuerzas desconocidas. Pero esas fuerzas están presentes en nuestra mente a diario, pues todos los hombres tienen que dormir (y soñar) a diario, para no volverse completamente locos. “Los logros del hombre descansan sobre el uso de símbolos (…). Nos gobiernan los símbolos”, dijo Korzybski, el semántico al que conocemos por sus dos más famosas frases, “el mapa no es el territorio” y “la palabra perro no muerde”. Nuestro intelecto vive plagado de palabras, palabras que construyen un mapa que llamamos la realidad, pero que no es realmente la realidad inasible sino una representación de ésta. Lo que creo que Welles nos está diciendo es que hay que ver El proceso como una experiencia cinematográfica cuasimágica, abandonarnos a nuestra suerte y desprendernos de nuestra mente intelectual.
A priori, habría que ver este film, casi todos los films, en una especie de “suspensión de realidad”, sin relacionar las cosas, ni palabras, ni imágenes, sin mente intelectual. La reflexión intelectual debería ser a posteriori, y llevarnos, si el film es bueno de verdad, a un nuevo visionado. Es aquí cuando hay que pensar de nuevo en el significado de todo, en lo que Korzybski nos dijo: “La estructura de todas las cosas, ya sea un lenguaje, una casa, una máquina, etc., debe establecerse en términos de relaciones. Para poder hablar de estructura debemos disponer de un complejo o una red de partes ordenadas e interrelacionadas”. El film de Welles no es sólo una red sino un entramado de redes (simbólicas, lo quiera él o no), no es una tela de araña, sino que son muchas telas de araña que K trata de romper, sin salir nunca de su laberinto arácnido.
No creo que se puedan comprender los símbolos en su totalidad, porque si fuesen comprendidos plenamente no serían símbolos sino signos. Comprensión implica interpretación, y un símbolo, más que interpretado, debe ser sentido. Un símbolo y su interpretación incompleta o inexacta, esto es, su mala interpretación, son indivisibles e imposibles, y por eso desembocan en la tautología, como demostró Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus. Si el misterio es interpretable si su significado deja de estar oculto, deja de ser misterio. Por otro lado, al leer a Kafka (o al leer a Kafka a través del visionado de un film que lo adapte e interprete en imágenes), conviene tener presente esta frase suya incluida en El proceso: “La exacta comprensión de una cosa y su mala interpretación no se excluyen mutuamente”.
Son muchas las veces en las que he pensado que Welles, cuyo estilo fílmico ha sido tantas veces calificado de manierista y barroco, a priori no tendría que tener relación con Kafka, cuyo estilo literario, claro, preciso, limpio, funcional, es la antítesis de un estilo barroco o manierista, pero este pensamiento, sin duda erróneo, se debía a que mi mente de intelectual estaba analizando la forma, las formas de Welles y de Kafka. Pero si abandono mi mente intelectual y me zambullo en mi mente simbólica (la primitiva, la aculturizada, la de los niños pequeños o la de los sueños), es decir, penetro o me empapo en el contenido simbólico de su obra —la novela y la película—, entonces la cosa cambia: no sólo el film me cautiva con una emoción incómoda o desasosegante, sino que veo clara la afinidad entre el escritor checo y el director estadounidense. Es entonces, en esta forma de visionado, anti-intelectual, en donde evidencio una obra maestra insuperable e inabarcable. Es más, es entonces cuando pienso que si un anciano Kafka hubiese vivido en 1962 (tendría setenta y ocho años) habría disfrutado enormemente de la película de Welles. Habría hallado en él y en su obra un hermano al que comprendía y con el que se sentiría comprendido. Aunque acaso Kafka nunca hubiese podido verbalizarlo con palabras. Serían unos sentimientos indescifrables, como los de aquellos símbolos misteriosos, absurdos y obsesivos que lo circundaban.
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La primera edición de este artículo apareció impresa en papel en la revista Turia. Esta es su primera edición íntegra en formato digital.
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[1] “Kafka era un cinéfilo habitual. Las notas sobre las películas que vio se pueden encontrar en sus diarios y correspondencia. Este DVD cuádruple único reúne por primera vez todas las películas sobrevivientes que se pueden asignar a los textos de Kafka. Abarcan desde noticieros sobre hechos históricos hasta los primeros melodramas, películas policiacas y comedias. Las películas fueron restauradas por filmotecas en Estados Unidos, Dinamarca, Alemania, Francia, Italia, Rusia y la República Checa y Günter A. Buchwald y Richard Siedhoff las acompañaron con nueva música.” La caja de DVD incluye cuatro discos que contienen 13 películas de las que Kafka dejó constancia en su diario que había visto. La edición de las películas fue de Tobias Dressel, Gunther Bittmann, en coedición del Museo del Cine de Múnich y Goethe-Institut; incluye un libreto de 28 páginas en tres idiomas con textos de Hanns Zischler y Stefan Drößler (supervisor ), cfr. (https://www.edition-filmmuseum.com/product_info.php/info/p182_Kafka-geht-ins-Kino.html (consultado el 1 de junio de 2023).
Es un bello artículo para niños grandes y para leerlo soñando.
Gracias @