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Veinticuatro horas en la vida de una mujer

Veinticuatro horas en la vida de una mujer

Una vez liberados los derechos de la obra de Stefan Zweig, sus libros han inundado las librerías. Pareciera que el austriaco publica un par cada mes. Especialmente apreciadas por el público son sus novelas cortas, especialmente la tríada de Carta de una desconocida, Novela de ajedrez y Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Cuando un autor cosecha semejante éxito de ventas, en tantos y tan diferentes países, está claro que ha tocado temas universales. Y en el caso de Zweig parece ser la pasión, un arrebato epiléptico que entela nuestra capacidad lógica, una atracción fatal que hace saltar por los aires la más juiciosa de las vidas. En Carta y en Veinticuatro horas se trata de la virulenta emoción que un hombre despierta en una mujer. En Novela de ajedrez, de la fijación de un hombre con ese juego, en el que encuentra su único vehículo de salvación. En cualquier caso, encontramos lo mismo: obsesión. Pura adicción. Y la conciencia de que semejante obstinación no puede acabar bien. Tal vez sea eso a lo que se refería Faulkner con aquello de que la literatura trata, básicamente, de los conflictos del corazón consigo mismo. Hablemos de Veinticuatro horas en la vida de una mujer (aviso: hay destripe).

Una mujer de sesenta y siete años, Mrs. C, relata una anécdota en su vida. O más bien, y ella misma se hace cargo, lo que debería contar como una anécdota, pero gravita sobre su biografía con un peso desproporcionado. Con cuarenta años, quedó viuda del único hombre con quien había estado, veintitrés años había pasado con él, y con quien había tenido dos hijos. Su vida, una vez que los hijos echan a volar, se sume en el tedio. A los dos años de enviudar, con cuarenta y dos años, viaja a Montecarlo, donde visita los célebres casinos. Allí, en la mesa de la ruleta, le llama la atención un muchacho, bastante más joven que ella, por su tremenda excitación, cara desencajada, labios apretados, dedos que se retuercen nerviosos. Tras perderlo todo, el joven marcha y Mrs. C teme que se suicide. Va tras él, lo lleva a un hotel, paga el hotel. Y —estas cosas pasan ahora, pero no le pasaban tanto a las mujeres de la Viena de finales de siglo, mucho menos a una viuda adinerada y conservadora— acaban compartiendo lecho. Al día siguiente, salen de excursión en carruaje. Ella se siente morir de vergüenza por la noche de deshonra con un desconocido, pero a la vez siente una llama palpitante en el pecho. Esos instantes en el carruaje junto al muchacho, admite, son las más felices horas de su vida. En una iglesia, postrado ante Dios, le hace prometer que no volverá a jugar. Le prestará dinero para que vuelva a casa y arregle sus asuntos y nunca más volverán a verse. Pero él no coge el tren de vuelta. El dinero, por supuesto, se lo gasta en el casino y se permite repudiar a la mujer que le recrimina no honrar su promesa.

"Zweig se revela como un gran conocedor del alma humana y, en particular, del alma femenina. Lo que siente la mujer es perfectamente trasladable a un hombre, pero con matices"

La historia, digámoslo, es predecible. ¿Se ha curado algún ludópata de su mal por hacer una promesa? A estas alturas nadie cree en semejante voluntarismo. De hecho, todo en la historia es predecible. Dada la educación de la mujer, era evidente que se arrepentiría del affaire. Dada su situación, de tan profunda soledad, y su empeño en ayudar a uno de los muchos ludópatas que pueblan los casinos, era predecible que se encoñaría. Como era predecible que él se gastaría el dinero en la ruleta y la acabaría despreciando. Y sin embargo, y a pesar de lo predecible, la novelita tiene una fuerza incontestable. ¿De dónde la saca?

Zweig se revela como un gran conocedor del alma humana y, en particular, del alma femenina. Lo que siente la mujer es perfectamente trasladable a un hombre, pero con matices: un hombre sería más desenvuelto en sus acciones, más esquemático en sus pensamientos, menos sutil en sus apreciaciones, menos dado al dilema moral y al ulterior remordimiento de conciencia. Un detalle delata a Zweig como conocedor del espíritu femenino: ¿ha reparado algún otro escritor —algún otro hombre— en que las mujeres se fijan mucho en las manos de los hombres?

"No se trata aquí de que la historia que durante un tiempo la hizo feliz acabara haciéndola sufrir, eso es moneda común, sino que en la misma historia hay dolor y felicidad a la vez"

La enjundia de la historia está en cómo la mujer siente que aquellas horas que pasó con el mozo suponen una mancha en su vida de mujer honorable y sensata y, a la vez, son las horas de mayor intensidad que ha vivido en sus casi setenta años. Esta es la idea: incluso aquello que nos hizo sufrir puede entrar sin contradicción en el top de los momentos de nuestra vida que merecerán ser evocados en la vejez. Es más, y aquí entramos en profundidades filosóficas, sentir que uno no debió hacer algo no implica que deba arrepentirse después de haberlo hecho (el filósofo británico Derek Parfit desarrolló esta idea). De no haber vivido esta historia, habría una gama de emociones que Mrs. C moriría sin conocer. Habría una parte del mundo y de sí misma que no habría conocido, un lugar —tal vez inhóspito, pero desde luego peculiar— del mundo y de sí misma que no habría visitado.

Mrs. C sufrió por partida triple: por acostarse con un desconocido, cosa que atenta contra sus principios y que ni había hecho ni volvería a hacer; porque este no movió un dedo por retenerla cuando ella le dio el dinero para que volviera a casa; y por cómo le gritó y la humilló en público cuando se reencontraron en el casino. Pero hay que reparar en que no se trata aquí de que la historia que durante un tiempo la hizo feliz acabara haciéndola sufrir, eso es moneda común, sino que en la misma historia hay dolor y felicidad a la vez: la angustia y el placer se solapan desde el mismo comienzo.

Así de complicado es todo: hay historias dolorosas que merecen ser vividas y novelas predecibles que merecen ser leídas.

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Jaime Ramírez-Morales
Jaime Ramírez-Morales
16 horas hace

Exactamente como me pasa a mí. Mi historia no es fácil de leer ni de comprender; pero es mi historia. La de mi vida que acabará pronto.